Para que los obreros vayan a la huelga y que, por lo tanto, estén dispuestos a perder una parte importante de su salario, es necesario al menos que hayan acumulado un contencioso en su empresa y que hayan encontrado una ocasión para expresarlo. Precisamente en los años 1960, los países de Europa occidental se embarcaron […]
Para que los obreros vayan a la huelga y que, por lo tanto, estén dispuestos a perder una parte importante de su salario, es necesario al menos que hayan acumulado un contencioso en su empresa y que hayan encontrado una ocasión para expresarlo.
Precisamente en los años 1960, los países de Europa occidental se embarcaron en un período de crecimiento económico que prolongó un desarrollo industrial antiguo. Las industrias automóviles, químicas o de electrodomésticos, contrataron a personas masivamente. Nuevas fábricas de montaje se multiplicaron en Francia, especialmente en Normandía, en los países del Loira y en Bretaña, que se beneficiaron de la descentralización industrial emprendida por los sucesivos gobiernos a partir de 1955. Por todo ello, se contrataron a nuevos obreros, tanto hombres como mujeres, venidos del campo y que convivieron con inmigrantes venidos de la ribera norte (italianos, españoles) o sur (especialmente argelinos) del Mediterráneo. Las empresas reservaron a estos últimos para los trabajos más peligrosos y más insalubres.
Ese desarrollo industrial se acompañó en las ramas más modernas de un inicio de automatización de las tareas. Frecuentemente fue indisociable de la difusión de la racionalización del trabajo: las cadenas de montaje se alargaron y generalizaron, así como la división del trabajo y el cronometraje de las tareas. Esa racionalización, que se perfeccionó sin cesar, indujo una intensificación: cadencias aceleradas para efectuar gestos repetidos en el textil o la electrónica y también la movilización de los cuerpos.
Fueron los obreros especializados, los OS, quienes sufrieron más esas evoluciones. Fue así como en enero de 1968 en la empresa Jaeger de Caen, los huelguistas decían: «Los contadores desfilan, las obreras caen». En la Rodiaceta de Besançon, los obreros reclamaban aumentos de salarios en febrero-marzo de 1967, pero especialmente una reorganización del descanso semanal para los afectados por el trabajo a turnos en 4×8. Los salarios dependían en efecto cada vez más del trabajo realizado o del puesto ocupado y menos de la cualificación o de la formación. Por ello, los obreros y las obreras, especialmente cuando su edad iba aumentando, podían conocer una reducción de sus remuneraciones, o, incluso, una carrera profesional negativa.
En fin, toda una serie de industrias, especialmente las minas, la industria textil o la construcción naval, experimentaban dificultades y perdían empleos. Ello significó muy concretamente que un primer movimiento de desindustrialización afectó a las «viejas regiones industriales» (las cuencas hulleras del Norte-Pas-de-Calais o de Saône-et-Loire, los valles de los Vosgos, etc.) que alimentó un temor difuso al desempleo y dió lugar a una ola de manifestaciones al comienzo del año 1968.
A pesar de un crecimiento económico que favoreció una progresión de los salarios y un acceso parcial al consumo, el discurso nostálgico sobre los supuestos Treinta gloriosos mistifica la realidad obrera de la época. La penosidad mantenida de la condición obrera, la duración y la peligrosidad del trabajo, alimentaron un antagonismo difuso pero creciente. Transmitida por las organizaciones sindicales CGT y CFDT que se aproximaron desde 1966, esa cólera obrera se aprovechó de la brecha abierta por el movimiento estudiantil para explotar en la primavera de 1968.
En efecto, el 13 de mayo de 1968, respondiendo a la convocatoria lanzada por las confederaciones sindicales de una jornada de huelga interprofesional contra la represión del movimiento estudiantil y la política gubernamental, los obreros hicieron huelga y se manifestaron en casi todos los lugares del país. El día siguiente, en Bouguenais – extrarradio de Nantes-, los trabajadores de la empresa Sud-Aviation votaron la huelga con ocupación, cerraron las puertas de la fábrica y secuestraron de hecho al director de la fábrica y a varios de sus colaboradores. Esa huelga y sus modalidades -ocupación y secuestro- fueron rápidamente conocidas y favorecieron una rápida propagación del movimiento. En la tarde del 20 de mayo la huelga se generalizó a las fábricas del país y afectó sin duda a aproximadamente dos millones de obreros.
El movimiento se extendió a menudo desde las grandes concentraciones hacia las instalaciones más pequeñas. Su extensión masiva favoreció la valentía de los huelguistas. Ya que, además de los bastiones tradicionales del movimiento obrero -la metalurgia, el automóvil, la siderurgia, etc.- donde se concentraban los obreros masculinos, frecuentemente cualificados y franceses, las instalaciones textiles, las fábricas de montaje y los talleres diversos fueron también paralizados y ocupados por jóvenes, mujeres, también inmigrantes, que desafiaban los chismes (¿son completamente honestas las mujeres que ocupan durante la noche?…) o los riesgos muy reales de expulsión por hacerse visibles y hacer triunfar sus reivindicaciones.
La generalización de la huelga favoreció una múltiple toma de la palabra, debates en los mítines organizados regularmente a favor de las ocupaciones para discutir las modalidades de lucha, las acciones a llevar, el avance de las negociaciones, etc.; discusiones también en las bolsas de trabajo en las que se tomaba el pulso a la huelga, intercambios con las otras asalariadas y los estudiantes que iban a las puertas de las fábricas o para ir a las universidades, a veces con los campesinos que venían a vender sus productos. Haciendo eso, la ocupación prolongada favoreció una apropiación de los locales, incluidas las oficinas de las direcciones y (re)alumbró los sueños de poder obrero, tanto más que las experiencias o los proyectos de autogestión parecían esbozarse en un puñado de fábricas, por ejemplo en Perrier en Montigny-le-Bretonneux o en la CSF en Brest.
Desde entonces, los huelguistas no discutían solamente de la mediocridad de los salarios sino que denunciaban también la organización del trabajo, la parcelización del trabajo o su cronometraje, el papel de los contramaestres, etc. A veces interrogaban el papel o el funcionamiento de las organizaciones sindicales o cuestionaban el carácter democrático del país. En Renault, por ejemplo, los obreros inmigrados decidían redactar una plataforma reivindicativa, sin el aval del sindicato CGT mayoritario. Se abría una verdadera caja de Pandora en las fábricas transformadas en foro, según el nombre que dieron los huelguistas de Peugeot-Sochaux a su lugar de discusión.
En un marco tal y con semejante esperanza, las negociaciones de Grenelle (lugar del barrio administrativo donde se tuvieron las reuniones) a las que Georges Pompidou invitó a la patronal y las organizaciones sindicales (sin que ninguna mujer participase en las delegaciones), desembocaron esencialmente en el principio de reconocimiento del sindicalismo en la empresa y en aumentos de salarios, en especial del SMIG (Salario mínimo interprofesional garantizado) incrementado el 35% y, por otra parte, también del aumento del 10% de los salarios (se refiere a los salarios realmente percibidos, ndt). Los jóvenes, pagados a menudo al salario mínimo y que se beneficiaron además de la supresión de las reducciones por edad, fueron los grandes beneficiarios de estas discusiones. Pero para el resto, el resultado a medias tintas justificó la decepción de los huelguistas, que rechazaron muy a menudo hacer el seguimiento de las negociaciones, como en Renault, el 27 de mayo. Durante dos o tres días, la impotencia de un poder sin brújula avivó las esperanzas revolucionarias.
Sin embargo, tras el discurso de De Gaulle del 30 de mayo -disolvió la Asamblea Nacional y convocó elecciones legislativas- las organizaciones sindicales se plegaron a la solución electoral y condujeron las negociaciones en las ramas o las empresas, que acabaron muy a menudo bajo el paraguas del protocolo de Grenelle, sin mejoras suplementarias sustanciales. Allí donde la patronal hizo prueba de mayor dureza, como en la metalurgia, la huelga se estiró durante una buena parte del mes de junio.
El poder gaullista, que pretendió reducir esos puntos de conflicto, hizo intervenir a las fuerzas del orden, especialmente en la fábrica Renault de Flins el 6 de junio, o en Sochaux el 11 de junio. Esas intervenciones brutales condujeron a enfrentamientos especialmente violentos y provocaron el ahogamiento (en el Sena) del estudiante de instituto Gilles Tautin (el 10 de junio) cerca de les Mureaux (departamento de Yvelines, ndt) y las muertes de los obreros Pierre Beylot y Henri Blanchet en Sochaux (de edades respectivas de 24 y 49 años, trabajaban en Peugeot), entre ochenta heridos de los cuales algunos muy graves. Paralelamente, el poder hizo expulsar a aproximadamente 250 extranjeros, estudiantes y obreros, entre los cuales había españoles y portugueses que tenían el riesgo de ser enviados a prisión.
Así, la vuelta al trabajo se prolongó durante todo el mes de junio e incluso inicios de julio, mientras que las elecciones legislativas fueron marcadas por un auge de la derecha gaullista. Fue la paradoja de la más poderosa huelga que ha conocido el país, que agrupó a aproximadamente siete millones de huelguistas (para 16 millones de personas activas), al desembocar en un resultado de medias tintas, que aumentó bastante los salarios sin modificar en nada la organización misma del trabajo. Es también por lo que, a semejanza de todos los países oeste-europeos y especialmente de Italia, Francia experimentó una insubordinación obrera durante los años 1970, que prolongó, amplificó y radicalizó las protestas formuladas en esa primavera sin igual de 1968.
Ella favoreció el desarrollo del movimiento sindical, pero transmitió al mismo tiempo las críticas al mismo, que tenían por objetivo también al movimiento comunista (PCF) preocupado sobre todo por conquistar las clases medias. Ese es otro balance de los años 1968, la pérdida de la hegemonía comunista sobre el mundo obrero tanto en Francia como en Italia. Así se comprende mejor por qué actualmente las organizaciones del movimiento obrero tienen dificultades para integrar estas huelgas en sus memorias. Les molestan, tanto a la CGT que se esforzó en canalizarlas como a su rival cedetista (se refiere a la CFDT, n. del t.) que actualmente abjura de la protesta.
Artículo publicado en el blog del autor (https://blogs.mediapart.fr/x-vigna/blog/170218/les-greves-ouvrieres-de-mai-juin-1968) el 17 de febrero de 2018.
Fuente original https://alencontre.org/europe/france/histoire-france-les-greves-ouvrieres-de-mai-juin-1968.html
Traducción: viento sur
Xabier Vigna es profesor de historia contemporánea en la Universidad de Bourgogne y miembro del Centro Georges Chevrier. Entre sus numerosas obras, citaremos: L’espoir et l’effroi. Luttes d’ecritures et luttes de clase en France au XXe siècle, París, La Decouverte, 2016. Ver también el artículo publicado en esta web: «Francia. Enero de 1988: huelga de Caen, la emergencia de la figura del «joven rebelde», obrero y estudiante».
Fuente: http://www.vientosur.info/spip.php?article13525