La mirada del coordinador del Grupo de Curas en Opción por los Pobres en Argentina
Los mitos, sagas o leyendas suelen jugar con las imágenes de un gigante entre «normales» o un «normal» entre pigmeos. Con menos desproporción, pero la misma idea, la Biblia narra una escena entre David, un joven desarmado y Goliat, un gigante pertrechado para la batalla.
En la literatura, el caso emblemático se da en el caso de Gulliver (un «normal») y sus viajes, siendo el caso su paso por Liliput donde habitan seres humanos de 15 cms. Algo semejante (pero inverso) se da -por ejemplo- en el viaje de Odiseo y su encuentro con Polifemo, un cíclope gigante.
Los relatos de gigantes o de pigmeos parecen repetirse en innumerables culturas. Y las resoluciones suelen ser variadas, sea el caso del triunfo del débil o la incomprensión de los pequeños. Sirva esta imagen de la diferencia, en esta ocasión, solamente para contrastar dos personajes que ameritarían calificaciones. Se reconozca que decir que alguien es «un gigante» o que es «un pigmeo» suele aludir -esperemos que se entienda de un modo meramente metafórico ajeno a toda posible discriminación- a las estaturas morales, ciudadanas, de valores de algunos personajes.
Esta semana, luego de la crisis profunda provocada por el inesperado (y dudosamente honesto) triunfo del «no» en el plebiscito colombiano, aceptando varias de las propuestas que los defensores del «no» habían llevado (más alguna nota incluida a último momento que permite -según Humans Right Watch- impunidad para sectores militares) se firmó un «acuerdo definitivo» de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC-EP. Fue notable la movilización permanente de sectores, particularmente juveniles a partir del triunfo del «no». Quizás los jóvenes, donde ocurrió la mayor tasa de abstención en el plebiscito, vieron que todo podía derrumbarse, pero lo cierto es que su militancia fue notablemente insistente. Y 50 días después del «no» se volvió a firmar el «acuerdo definitivo» de «paz». Todo acuerdo de este tipo supone ceder, renunciar, dialogar, acompañar, y hasta «tragar algún sapo». Un acuerdo, en un contexto como el colombiano, solo es posible si hay grandeza. Y es, precisamente en este contexto de grandeza donde emerge la liliputiense figura de Alvaro Uribe, ex presidente de Colombia, abanderado (y con complejo de creerse dueño) del «no». Su microscópica estatura moral solo pretende mirar las próximas elecciones nacionales y la posibilidad de que su partido el «Centro Democrático» (doble sic) se imponga electoralmente. No importa la vida o la paz, no importan las víctimas, los desplazados… Desde su microscopia entiende que «el mejor enemigo es el enemigo muerto», y la mejor paz, «la de los cementerios». Nunca faltan quienes añoran su figura («acá haría falta que vuelva Uribe» dicen los homólogos que en Argentina reclaman a los militares), guiados por idéntica chatura y nulo análisis. Sin duda, en el hoy latinoamericano se hizo notar a los ojos del mundo, este magro personaje.
De modo idéntico, y especialmente con los años, se fue agigantando la figura de Fidel Castro. Un detallado análisis de su paso por la historia excede estos párrafos y nuestra capacidad. Aunque no es difícil reconocer que mucho, ¡muchísimo!, del imaginario sobre Fidel que hemos recibido se origina en «fuentes gringas» caracterizadas por objetividad cero, e intencionalidad perversa, a las cuales expresamente elijo no creerles. Me resisto entrar en el análisis simplista de señalar que «Fidel Castro mató gente» como si San Martín, Güemes, Bolívar, Santander y demás «próceres» no lo hubieran hecho. Sólo un sensato análisis de las realidades históricas, metodologías, posibilidades, etc. permitiría una primera conclusión justa a ese dicho; el simplismo caricaturesco no aporta nada al análisis. Pero señalemos que hubo una época marcada a fuego por grandes personajes de los más diversos modos de pensamiento que dejaron una huella para la historia: Fidel, Kruschev, Mao, Kennedy, Churchill, De Gaulle, Juan XXIII… Todos personajes diferentes que supieron marcar huella en sus países, el mundo y el futuro. Mirando estos personajes y comparándolos luego con los paradigmas de la mediocridad de los 90 sus estaturas alcanzan dimensiones de verdaderos gigantes, sea cual fuere su ideología. Mirar a Kruschev y a Yeltsin, a Kennedy y a Bush, Churchill y Blair, De Gaulle y Sarkozy, Juan XXIII y Juan Pablo II, Perón y Menem, sirve para mirar el abismo de dos miradas de la historia y el mundo.
Recién después podríamos detenernos en el análisis de la política de Fidel y su concreción en Cuba. El sólo hecho de la trascendente figura de Castro en el micro-universo cubano (me refiero a la pequeñez geopolítica que representa Cuba, y especialmente a partir de la caída del muro) refleja la grandeza de su personalidad. ¿Hace falta señalar la vigencia de políticas cubanas después de la «muerte de las ideologías»? Médicos cubanos en Venezuela, Brasil, Ecuador, Bolivia y Argentina sin duda «dicen» mucho más que las «bases militares» yanquis en Perú, Colombia o demás países a los que Macri quiere sumarse. Se dirá que Cuba «exportó su revolución» al mundo, como si EEUU no hubiera exportado su aberración. El sólo hecho de ver a los gusanos de Miami «algo dice». Muchas veces es bueno saber dónde se paran algunos para saber dónde pararse uno y en este caso quiero estar «en la vereda de enfrente». Insisto, no voy a analizar la «revolución cubana», pero sí puedo decir que la figura de Fidel se fue agigantando con los años. Y escuchar a Fidel era escuchar un sabio.
Un liliputiense y un gigante fueron importantes en el presente latinoamericano de estos días. Ambos dejan caminos y huellas. Caminos y huellas que podemos mirar y transitar, pero sin olvidar que nuestra estatura cívica, moral y humana está en juego detrás de esos pasos.
Fuente: http://tiempoar.com.ar/articulo/view/62644/las-huellas-de-un-gigante-por-eduardo-de-la-serna