Lagarde y Macri Washington,- Pasa una cosa muy extraña dentro de la sede inexpugnable del Fondo Monetario Internacional, en la calle H del centro de Washington. El análisis macroeconómico realizado por el departamento de investigación del Fondo -ya bajo la tutela de la joven economista india Gita Gopinath- hace grandes esfuerzos para adaptarse a los […]
Lagarde y Macri
Washington,- Pasa una cosa muy extraña dentro de la sede inexpugnable del Fondo Monetario Internacional, en la calle H del centro de Washington. El análisis macroeconómico realizado por el departamento de investigación del Fondo -ya bajo la tutela de la joven economista india Gita Gopinath- hace grandes esfuerzos para adaptarse a los nuevos tiempos que corren tras el colapso del dominante modelo neoliberal en las ciencias económicas, un desmoronamiento ideológico que se inició tras la crisis financiera en el 2008. (Aquella inolvidable entrevista al gurú ortodoxo Glen Hubbard en el documental Inside Job tal vez fue el momento crítico para la caída del paradigma). Diez años después, no ha recuperado su credibilidad.
El FMI necesita estar al corriente en estos tiempos dylanianos de cambios sísmicos. Por eso, bajo el liderazgo de Christine Lagarde, su departamento de investigación macroeconómica ha criticado abiertamente elementos del viejo modelo (incluso ha llegado a utilizar en un paper de Jonathan Ostry el término «neoliberal» que antes era prohibidísimo).
Los nuevos heterodoxos del Fondo han realizado una serie de informes que analizan cuantitativamente los efectos nefastos de la desigualdad económica (merma la demanda agregada y desestabiliza la economía porque los ciudadanos de rentas bajas y medias como tú y yo consumimos más y especulamos menos).
Al mismo tiempo, el nuevo análisis macro heterodoxo del FMI provocó un ataque de nervios en Bruselas y Berlin al destacar que, debido a los cálculos erróneos de los multiplicadores fiscales (otra palabra antes prohibida por los neoliberales) al inicio de la recesión del 2010, las políticas de austeridad en países como Grecia y España habían resultado contraproducentes al hacer tanto daño a la actividad económica que aniquilaron los ingresos fiscales.
En otro paper, el FMI advirtió contra las privatizaciones utilizadas como una medida de recaudación fiscal. (Aunque el ministro de finanzas brasileño, Paulo Guedes, ha sido elogiado por los inversores en Wall Street esta semana por su programa de privatizaciones a precio de saldo, no tuvo el mismo éxito con economistas del Fondo como Gian Maria Milesi Ferretti, que saben que, debido a las pérdidas de flujos de ingresos en el futuro, la privatización puede ser pan para hoy hambre para mañana. «No estamos en contra de las privatizaciones pero no sirven para bajar la deuda», me explicó en otra asamblea del FMI.)
El alejamiento de la ortodoxia neoliberal sigue en marcha. En el segundo capítulo del último informe de expectativas presentado esta semana, el FMI (como si sus técnicos hubieran encontrado en un armario del sótano un viejo ejemplar del libro Monopoly capital, de Paul Baran y Paul Sweezy) hasta lanza una fuerte crítica a la concentración del poder monopolístico en el capitalismo del siglo XXI .
Señalan que el poder de mercado de las megacorporaciones puede ser la causa de «todas las tendencias inquietantes» en la economía actual, desde el constante aumento del porcentaje del PIB correspondiente a las rentas de capital frente a las del trabajo, hasta la falta de inversión productiva que nos ha condenado a hacer trabajos basura en los últimos años.
Es más, el FMI ha fichado a economistas poco ortodoxos, más bien tirando a keynesianos, desde Olivier Blanchard, que ahora defiende la tesis de que los bajos tipos de interés permiten aún más deuda pública pese al volumen record actual, hasta Maurice Obstfeld, de la progresista universidad de Berkeley. Y ahora Gopinath, algo más ortodoxa tal vez, pero conocida por su trabajo sobre la desigualdad.
Pero, mientras los teóricos del FMI van cambiando de paradigma, las recetas aplicadas sobre el terreno en los planes de ajuste siguen siendo iguales que en los tiempos del monetarista Michael Mussa, la triunfante escuela de Chicago, y la hipótesis de expectativas racionales. «El Research Department del FMI es un departamento de vanidad que les permitir cubrirse las espaldas, porque los equipos que van a los países a recetar los programas son iguales que antes, esto lo hemos visto en Grecia, muy conservadores», dijo Thomas Palley, economista keynesiano, director de la revista académica Review of Keynesian Economics, en Washington.
Es decir, que si en el mundo etéreo de las teorías y los modelos del FMI el cambio está en marcha, en el mundo de los hechos, como diría Madame Lagarde, plus ça change, plus c’est la meme chose. Y el ejemplo más obvio es el plan de ajuste diseñado para Argentina.
Tras la crisis argentina el año pasado, el Fondo preparó un gigantesco paquete de créditos por 56.300 millones de dólares y le aplicó la misma condicionalidad que en las anteriores visitas desastrosas que el FMI ha realizado a Buenos Aires a lo largo de las décadas, como cuando defendía el currency board en los noventa antes de que la Fed dinamitara aquella garantía antiinflacionista con una batería de subidas de tipos.
La historia se repitió el año pasado. La Fed aceleró la normalización de su política monetaria solo semanas después de que Mauricio Macri anunciase anunciado -con una dosis narcótica de optimismo- un bono del Tesoro argentino a 100 años. Pronto una salida devastadora de capitales provocaría el colapso de la divisa y el equipo de hombres trajeados del FMI llegaría, una vez más, a Buenos Aires para pactar un rescate. Se firmaría el programa con su duro ajuste fiscal y monetario pactado con el Gobierno de Macri, en junio de 2018.
Ocho meses después, Argentina entra en un nuevo año de recesión, la inflación roza el 50% y la divisa se desploma. No es una catástrofe económica como la de Venezuela pero hay una diferencia: la administración Trump y el FMI pretendían mantener a Macri en el poder tras las elecciones presidenciales argentinas de este año mientras que las sanciones de Washington contra Venezuela buscan un colapso social y un cambio de régimen.
El FMI sabe que no es políticamente correcto intervenir directamente en las campañas electorales, y menos en América Latina. Pero Lagarde advirtió el jueves de que, a seis meses de las elecciones, la oposición no debería cambiar ni un punto y aparte del acuerdo.
«Hemos hecho tanto trabajo duro (…) que sería imprudente por parte de cualquier candidato dar la espalda al trabajo que ya está en marcha», dijo Lagarde en su comparecencia, al inicio de la asamblea semestral del FMI, ayer en Washington. Lagarde anunció «una buena noticia: ya estamos empezando a ver que el programa funciona. (…) La economía argentina está tocando fondo».
El comentario seguramente desatará críticas en Argentina no solo porque el FMI parece estar tomando partido en la campaña electoral -a fin de cuentas, la oposición kirchnerista no apoya el programa del Fondo- sino también porque cuesta creer a Lagarde cuando dice que el programa, por fin, empieza a funcionar.
Hasta la fecha, el Fondo no ha acertado ninguna de sus previsiones respecto al impacto del programa de ajuste. «Es un programa totalmente ortodoxo y está basado en la falacia de que el crecimiento se recuperaría rápido y no está ni cerca de la previsión», dijo Richard Kozul Wright, director de la UNCTAD.
El plan de shock del Fondo ni siquiera ha logrado controlar las subidas de precios. La inflación subió hasta el 48% en 2018, la tasa más elevada en tres décadas. Las previsiones de una recuperación de la confianza del mercado no se han cumplido. El mes pasado, el FMI tuvo que autorizar la venta de reservas de divisas por casi 10.000 millones de dólares para frenar el colapso de la divisa. Mientras, la inversión en la economía real ha brillado por su ausencia.
Las críticas llueven sobre el plan diseñado por el Fondo y la idea de que la oposición debe seguir con las mismas políticas resulta no solo antidemocrática sino económicamente desastrosa. Lejos de seguir con las mismas políticas, «Argentina necesita crecimiento sostenido (…)», advierte el economista de la Universidad de Columbia en Nueva York, Martin Guzmán. «Un cambio de las políticas macroeconómicas daría alguna posibilidad de esto».