«¡Ocho horas para trabajar, ocho para descansar y ocho para el ocio!» Este eslogan constituía uno de los sueños de la clase obrera mundial. Una de las principales reivindicaciones del movimiento obrero tras la Revolución Industrial fue la limitación de la jornada de trabajo que a veces llegaba a alcanzar las 16 horas diarias. […]
«¡Ocho horas para trabajar, ocho para descansar y ocho para el ocio!» Este eslogan constituía uno de los sueños de la clase obrera mundial.
Una de las principales reivindicaciones del movimiento obrero tras la Revolución Industrial fue la limitación de la jornada de trabajo que a veces llegaba a alcanzar las 16 horas diarias. El objetivo se fue alcanzando en determinados sectores, pero los gobiernos se resistían a que la medida tuviera carácter estatal. En el caso de España, ya en 1891 se había declarado una huelga para conseguir esas anheladas ocho horas, pero no fructificó. Sería otra huelga, la de La Canadiense, convocada en Barcelona en febrero de 1919, ahora hace cien años, la que lo conseguiría. Después de cuarenta y cuatro jornadas de conflictos, el 3 de abril de 1919 el Boletín oficial del Consejo de Ministros decretó: «La jornada máxima legal será de ocho horas al día o cuarenta y ocho semanales en todos los trabajos a partir del 1 de octubre». España se convertía así en el primer país de Europa que en ese momento daba reconocimiento legal a la legendaria reivindicación de los trabajadores de todo el mundo.
Se inicia la huelga de La Canadiense
El estallido de la huelga de La Canadiense a principios de 1919 coincidió en Catalunya con una situación de conflicto político y social, fruto de la atmósfera tensa que se respiraba en aquellos momentos justo acabada la Primera Guerra Mundial. El abogado de la época, Amadeo Hurtado, señalaba en sus memorias «que es difícil agrupar y ordenar los recuerdos tumultuosos del período convulso que comenzaba en la primavera de 1919, que producía el hundimiento de los imperios centrales, una revolución política en Alemania y Austria, revolución y guerra social en Rusia y Hungría, guerra civil en Irlanda, malestar en Italia y Turquía y fuerte agitación en los Balcanes». En España la situación no auguraba sosiego. La paz había suspendido de súbito toda la producción de guerra disminuyendo el tráfico de mercancías. Algunas fortunas improvisadas temblaban, la inmigración de los últimos años se volvía un sobrante humano de difícil adaptación; la riqueza acumulada con tanta rapidez no se sentía demasiado fija yendo en busca de refugio y los ecos que llegaban de Rusia, que evocaban el triunfo de los bolcheviques, hacía concebir esperanzas a los obreros.
La conocida popularmente como La Canadiense era la empresa «Riegos y Fuerzas del Ebro». Suministraba la energía eléctrica a Barcelona. Obtenía la energía en Camarasa, en el Pirineo leridano, cuyos propietarios eran los mismos que los de la compañía La Canadiense. A finales de 1918, al pasar parte de la plantilla de temporales a fijos, la empresa decidió bajarles el sueldo. Entonces, se despidió a cinco obreros, probablemente los más destacados. Ahí surgió la gran huelga de La Candiense. Se inició una huelga para que se les readmitiera, se afiliaron a la CNT, que no lo estaban. La CNT, sindicato confederal anarcosindicalista mayoritario en Cataluña, calibró que intervenir en el conflicto constituiría un verdadero éxito, dado que demostraría su capacidad de actuación fuera del área de influencia de Barcelona. Dado que entre 1916 y 1919 la CNT había experimentado un crecimiento espectacular, durante la huelga de La Canadiense el sindicato tuvo ocasión de ofrecer la imagen de una roca y demostró la mayor eficiencia. Realmente su postura le valió un gran triunfo sobre todo después de lo que se había impuesto en el Congreso de Sants, celebrado en 1918, en el que el Sindicato Único sustituyó al de oficio. El conflicto de Camarasa alcanzó su plenitud cuando se trasladó a la Barcelona de febrero de 1919. Uno tras otro los distintos sindicatos, el oficio de los cuales era necesario para el mantenimiento de la empresa, fueron declarándose en huelga.
El Capitán General, Joaquín Milans del Bosch, abuelo del Milans del Bosch que sacó los tanques a las calles en Valencia el 23F, respondió declarando el estado de guerra. El Arte de Imprimir, entonces, estableció la censura roja, negándose a imprimir el bando del Capitán General declarando el estado de guerra y militarizando a los trabajadores de la compañía. El 20 de febrero toda Barcelona quedó a oscuras, el 21 el ejército se hizo cargo del funcionamiento de la compañía pero la huelga persistía.
El 3 de marzo, la mayoría de los huelguistas de La Canadiense y de otras empresas que habían parado por solidaridad seguían en huelga. El gobernador civil y el jefe de policía presentaban la dimisión. El ingeniero industrial Carlos R. Montañés y Criquillión y Gerardo Doval les revelaban en sus cargos. El escritor Josep Plà, agudo y directo observador escribía: «en el ánimo de todos estaba presente la sensación de que los conflictos que se avecinaban tendrían unas proporciones nunca vistas. La información era confusa, difusa y controlada, y la oscuridad de la ciudad total; los barceloneses hacían provisión de velas. En la noche del 17 de marzo en Barcelona no se veía absolutamente nada; la oscuridad era completa».
El nuevo gobernador civil y el delegado del gobierno, José Morote, que llegó a Barcelona con órdenes del gobierno de poner fin al conflicto, se pusieron manos a la obra. Se firmó un acuerdo por el que el gobierno se comprometía a liberar a los obreros presos, excepto a los que hubieran hecho uso de la fuerza. Se readmitiría a los huelguistas sin sanciones, se subirían los sueldos, se pagaría a los huelguistas los días perdidos por la huelga y se concedería la jornada de 8 horas.
Irrupción en el conflicto de la Federación Patronal de Barcelona
Justo cuando estallaba en Barcelona la huelga de La Canadiense, se daba a conocer una organización patronal que hundía sus raíces en el pasado: la Federación Patronal de Barcelona. Esta asociación resultó clave en este conflicto. Sobre todo porque formó un tandeo con el ejército. Liderada por empresarios de la construcción, acababa de redactar unos nuevos estatutos y pasaba a radicar su domicilio social en la Rambla Canaletas, 6, 1º. Era el mismo piso donde ya se encontraba lo que constituía su núcleo desde 1908.
Los estatutos de la Federación reflejaban fielmente el propósito de los hombres que había detrás de la organización. Pues bien, se pretendía que la Federación tuviese competencias hasta ahora desconocidas en el mundo organizativo empresarial. Salía a la palestra la cuestión de intervenir corporativamente cerca de los poderes oficiales. Es decir, se trataba de intervenir en todo lo refrende a las medidas legislativas relacionadas con problemas laborales. En suma, fundamentalmente, se quería crear un modelo único de contrato de trabajo.
Por otra parte, la pretensión de la Federación era establecer un control absoluto sobre el funcionamiento de sus sociedades adheridas. Un ejemplo, estas tenían la obligación de comunicarle cualquier indicio de conflicto que surgiese en alguno de los oficios que la integraban. Además, se pretendía que el control fuese más allá del ámbito barcelonés. Para hacerse socias de la Federación, las sociedades solo estaban obligadas a pagar una cuota de entrada, uno de los medios con los que se contaba para su financiación. La cuota variaba según el número de obreros que tuviera cada empresa afiliada. Esta premisa llevaba aparejada una jerarquización dentro de la organización; en otras palabras, la última decisión la tendrían los empresarios más importantes, en detrimento de los pequeños patronos.
El control también afectaba a los obreros: finalmente se hacía realidad el proyecto de crear una oficina de contratación; es decir, una bolsa de trabajo la función más destacada sería romper las huelgas. Para ello, la citada oficina dispondría de un fichero, donde obligatoriamente figurarían todos los datos personales de los asalariados de los patronos federados. En caso de huelga, la bolsa facilitaría a los patronos afectados los «obreros que se consideraran adecuados para reemplazar los huelguistas». Esta misma oficina sería la encargada de redactar un contrato de trabajo común que sería obligatorio para todos los socios, y en el cual se estipularía una cantidad determinada que, tanto patronos como obreros, destinarían para casos de muerte, enfermedad o invalidez de los asalariados. Igualmente, se quería crear un seguro de enfermedad, restaurantes económicos, casas baratas y una escuela de aprendices para los hijos de los obreros. En definitiva, desde la Federación se trataba de hacer realidad la ilusión ya esbozada en ocasiones anterior: controlar de cerca no solamente la vida laboral, sino también el mundo social y personal de los trabajadores.
Otro punto crucial de los estatutos giraba entorno de la cuestión del locaut. De entrada, se señalaba que todos los patronos de un mismo ramo industrial estaban obligados a secundar las consignas de un locaut cuando un problema planteado en el sector durase más de diez días. Para ayudar a aguantar los posibles locauts se preveía la creación de un seguro mutuo de huelgas.
El mitin del «Noi del Sucre»
El día 19 de marzo tuvo lugar un mitin en la Plaza de toros de las Arenas. El líder cenetista Salvador Seguí (el «Noi del Sucre»), con su voz grave y profunda, pronunció su célebre discurso convenciendo a los obreros allí reunidos, contra todo pronóstico, de volver al trabajo y dar un plazo de 72 horas a las autoridades para liberar a todos los presos.
Siempre se ha invocado la huelga de La Canadiense como prueba del éxito de la CNT, dando a la palabra éxito diversos significados. Fue un éxito su organización y la capacidad de convocatoria que demostró tener el sindicato. El Sindicato único funcionó y los diversos mecanismos del engranaje se fueron parando en el momento preciso ofreciendo un espectáculo de fuerza que atemorizó a la burguesía. Milans del Bosch entonces tensó el hilo al no liberar a los presos en el plazo previsto en el mitin. Entonces, cinco días después, se iniciaba una nueva huelga: el día 24 de marzo comenzaba un conflicto que no tuvo nada que ver con el paro que se había sostenido en los dos meses anteriores. Convertido en huelga general, no finalizó hasta el 7 de abril. La huelga general de marzo-abril de 1919 tuvo una importancia decisiva en la vida social y política barcelonesa, puesto que durante el desarrollo de la misma se ensayaron todas las prácticas represivas que después se llevarían a cabo en los años posteriores. Además, la duración y virulencia de los conflictos pusieron nerviosos a los militares, siendo contenidos por Milans del Bosch con dificultades. Este conflicto fue, sin duda, la antesala de golpe de estado de Primo de Rivera en septiembre de 1923.
Confraternización del ejército y las «fuerzas vivas»
El mismo día de comenzar la huelga general y cuando la ciudad al anochecer quedaba en la oscuridad absoluta, las «fuerzas vivas» comenzaron a movilizarse. El capitán general, Milans de Bosch, reunió en su despacho a todas las autoridades civiles, presidentes de la Diputación y Ayuntamiento, representantes de autoridades económicas, exministros y representantes de partidos políticos. Por su parte, el gobernador civil, convocaba a una reunión de autoridades y representantes de las entidades y corporaciones más importantes. Fueron invitados los líderes más relevantes de la vida económica, cultural militar, política y religiosa de Barcelona. Por la tarde, declarado de nuevo el estado de guerra, Milans del Bosch reunía de nuevo en su despacho a una serie de personalidades. Quedaba patente que la dirección de los acontecimientos iba a correr a cargo del militar. La ciudad fue ocupada militarmente y se pasó a dividirla por sectores; por su parte, líos soldados circulaban por las calles registrando a los transeúntes. Los cañones y los efectivos de la Cruz Roja ocupaban una buena parte de la Plaza de Cataluña, donde la tropa montó una especie de campamento. Los hombres inscritos en el Somatén hacían guardia paseando con el brazal y el fusil al hombro. El industrial Gual Villalbí, miembro de la Lliga Regionalista y ministro sin cartera en el franquismo, escribía aquellos días:
«Durante los días de aquella huelga, que fue cesando parcialmente y terminó a las dos semanas, por consejo de los sindicatos, pasé no pocas zozobras y mortificaciones. Intenté hacer de cartero, porque los carteros estaban también en huelga, e hice de somatén, porque no hubo fabricante, comerciante o alguien que tuviera al que conservar que dejara de serlo, prestando su servicio arma al brazo. En las horas medrosas de la noche, cuando agrupados en uno de los portales de las manzanas de casas que custodiábamos veíamos pasar lentamente el tiempo, se contaban historias terroríficas y circulaban noticias que causaban escalofrió y ponían en nuestra mano el ansia loca de disparar nuestras encopetas contra alguien, contra el enemigo oculto cuya vigilancia presentíamos y contra cuya súbita aparición creíamos estar en acecho».
Pugna entre el poder civil y el militar
Ante la nueva declaración del estado de guerra el jefe del gobierno, Romanones, se resistió a refrendar esta declaración. Finalmente el 2 de abril accedió y un día después firmaba el decreto de la jornada laboral de 8 horas que había de entrar en vigor a partir del mes de septiembre de ese mismo año.
La suma de todos estos acontecimientos, donde la radicalización, la extensión y virulencia de los mismos se pusieron de manifiesto, aterrorizó a la burguesía catalana, que los percibía en un contexto revolucionario europeo. Su respuesta fue la de jugar en varios frentes alternativos en una búsqueda desesperada de retornar a la «armonía social. Por una parte, reformuló viejas concepciones doctrínales tradicionales y corporativas «armónicas», ya elaboradas con anterioridad; por otra parte, y siempre agudizando la respuesta a medida que el conflicto se radicalizaba, respondiendo al Sindicato Único con la estructura patronal. Por último, magnificando la vía represiva sobre todo a través del ejército.
Esta actitud decididamente intervencionista de la patronal Catalana se llevó a cabo desde diferentes planteamientos, pero siempre utilizando las plataformas donde, de una forma a otra, sellaba representada: corporaciones -económicas, culturales, recreativas- Ayuntamiento, Diputación, Parlamento, Mancomunitat , y, a partir sobre todo de la nueva organización patronal: la Federación Patronal de Barcelona. Desde estas plataformas se incidió directamente sobre dos elementos claves con las que contaban las «fuerzas vivas» barcelonesas: Capitán general y Gobernación civil; en última instancia, eran los encargados de mantener el orden público. Fue precisamente el ejército el estamento que salió más fortalecido de los sucesos derivados de la huelga de La Canadiense.
Reflexiones subyacentes de una huelga emblemática
Cuando a principios de 1919 Barcelona quedó paralizada por la huelga de La Canadiense y la huelga general que le siguió las clases dominantes temblaron. Entonces elaboraron dos estrategias encaminadas a salvar el sistema: robustecer el sindicato patronal liderado por el sector de la construcción y establecer una serie de compromisos entre los patronos y un militar que se convirtió en una figura clave durante el año 1919 en Barcelona: Milans del Bosch, capitán general de Cataluña, precisamente unos de los fundadores de La Canadiense.
A partir de ahora, y hasta la llegada al poder de Primo de Rivera, Barcelona se convirtió en una ameniza latente para los sucesivos gobiernos de la Restauraron, hasta el punto que tuvieron que acceder a que gobernación civil pasara a ser, de hecho, una dependencia de capitanía.
Situada la reflexión en este punto conviene plantearse, ¿por qué ante otras alternativas unitarias de la derecha y la extrema derecha consiguió imponer sus condiciones un sindicato patronal liderado por industriales de la construcción? Quizás la respuesta es que aquella sociedad estaba dominada por los sindicatos -obrero y patronal. En este ascenso de la Federación tampoco no pude menospreciarse el carácter autoritario de sus líderes carismáticos (Félix Graupera, Joan Miró i Trepat, Tomás y Fernando Benet, Pons Solanas, entre otros). Y no podemos olvidar este elemento porque entraba la amenaza de futuras coacciones, incluso la de recorrer a la violencia no solamente contra los obreros, sino contra los patronos que no quisieran seguir sus consignas. Por último, tampoco puede olvidarse que dentro de la Federación iban ganando terreno los sectores más españolistas, que consiguieron el soporte de Milans del Bosch.
Por otro lado, no debe menospreciarse el hecho de que un sindicato patronal es una especie de cajón de sastre. A diferencia de un partido político un sindicato pone más el acento en la organización más que en la ideología. Su pragmatismo doctrinal le permite acoger y representar diferentes posiciones. Esta facultad de asumir la representación de todos los intereses quedó constatada en dos puntos clave: en el tema del nacionalismo y en la misma concepción del diseño del modelo político estatal, ya fuera monárquico o republicano. Los regionalistas dieron su apoyo a Milans del Bosch, un militar eminentemente españolista. De hecho, ante la amenaza de la «cuestión social», relegaron sus peticiones autonomistas a un segundo plano.
Por otro lado, si bien por un lado el talante combativo de la Federación podía inquietar a los regionalistas, esta organización contaba al tiempo con unas bases que tenían una gran disposición para la movilización: pequeños y medianos patronos, comerciantes, artesanos.
Soledad Bengoechea es doctora en Historia Contemporánea.
Referencias
Bengoechea, S. (1994) Organització patronal i conflictivitat social a Catalunya. Barcelona:
Publicacions de l’Abadia de Montserrat.
Bengoechea Soledad (1998). El locaut de Barcelona (1919-1920). Barcelona: Curial.
Santos, M. C. (2003) Ángel Pestaña, el Caballero de la Triste Figura. Universitat de Barcelona.