Uno de los mayores anatemas que puede sufrir cualquier iniciativa es recibir el adjetivo de simbólica. Este conjuro conservador afecta de forma especial al ámbito de lo social, donde nunca falta el hipercrítico realista que ante cualquier movilización ciudadana, huelga u otra forma de protesta, muestre su coincidencia con las peticiones pero se desmarque de […]
Uno de los mayores anatemas que puede sufrir cualquier iniciativa es recibir el adjetivo de simbólica. Este conjuro conservador afecta de forma especial al ámbito de lo social, donde nunca falta el hipercrítico realista que ante cualquier movilización ciudadana, huelga u otra forma de protesta, muestre su coincidencia con las peticiones pero se desmarque de la convocatoria reprochándole su carácter «simbólico». De esta manera el concienciado observador puede justificar su pasividad -y en ocasiones hasta su beligerancia contra el movimiento- amparándose en su eterna espera de la acción realista y contundente que permita la toma del Palacio de Invierno de turno.
Lo sorprendente del caso es que este tipo de acciones, a las que se reprocha una ineficacia pueril, provoquen a menudo reacciones tan virulentas como las que hemos podido ver estos días en lugares tan dispares como Moscú o Andalucía. Así, en la capital rusa, las chicas del grupo punk Pussy Riot se enfrentan a una posible pena de hasta siete años de cárcel por haber improvisado un concierto clandestino en la catedral de Cristo Salvador para denunciar la connivencia entre la Iglesia Ortodoxa y Vladimir Putin.
Entre nosotros, la respuesta se ha dado a propósito de los recientes asaltos a supermercados promovidos por el Sindicato Andaluz de Trabajadores, liderados por su dirigente, alcalde de Marinaleda y diputado de Izquierda Unida, Juan Manuel Sánchez Gordillo. La sustracción de comida para su distribución entre familias necesitadas, amenaza así con acabar en los tribunales después de que varios sindicalistas hayan sido detenidos por robo y violencia, y que el juez haya citado a declarar al propio Gordillo. Obviamente, a ello se le suman las más variadas descalificaciones hacia el veterano líder jornalero a quien se acusa de mesianismo comunista o de vivir en una imaginaria España de eterna tragedia de Casas Viejas.
Lo curioso en ambos casos es que ninguno de los detractores cayó en la cuenta de otros hechos no menos simbólicos que aparecían esos mismos días sin despertar el menor comentario de los ultrarealistas. En este sentido, mientras las Pussy Riot aguardan sentencia, el mismo tribunal que las juzga ha abierto la puerta para la posible rebaja de la condena del multimillonario petrolero Mijaíl Jodorkovski y su socio, acusados de fraude y estafa. Como mucho, eso sí, las jóvenes punks moscovitas han podido beneficiarse de la solidaridad de Madonna y de la condescendencia de unos medios occidentales que han sabido adaptar el anticomunismo de antaño hacia un eterno despotismo asiático proyectado sobre Moscú.
Del mismo modo, mientras los tertulianos y opinadores censuran los descabellados asaltos de supermercados con carritos de la compra, enmudecen ante la invitación del presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, de abordar nuestras despensas vitales y sociales con bulldozer. Porque para este mandarín del neoliberalismo financiero la única y «urgente» salida a la crisis para España y el resto de países, pasa irremediablemente por abaratar más los salarios, relajar la protección laboral o modificar las leyes en beneficio de las empresas.
Claro que no faltará quien argumente que este tipo de propuestas parten del más estricto realismo. Nada que ver con el simbolismo exhibicionista de la joven estudiante de filosofía Nadezhda Tolokonnikova a la salida del juzgado moscovita, ataviada con una trasnochada camiseta con el lema del ¡No pasarán! y saludando puño en alto. Con gestos así no se llega a ninguna parte. Y si algo tienen claro los veteranos ejecutivos de Goldman Sachs es, sin duda, a dónde nos quieren llevar.
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