En octubre de 2004, durante su debate con John Edwards, el Vicepresidente Dick Cheney hizo una comparación que pareció surrealista incluso según las normas de la presente administración. Él estaba buscando un ejemplo de anteriores intervenciones de EEUU que pudiera citar como modelo de «construcción de democracia» en Irak y Afganistán. ¿A qué acudió? A […]
En octubre de 2004, durante su debate con John Edwards, el Vicepresidente Dick Cheney hizo una comparación que pareció surrealista incluso según las normas de la presente administración. Él estaba buscando un ejemplo de anteriores intervenciones de EEUU que pudiera citar como modelo de «construcción de democracia» en Irak y Afganistán. ¿A qué acudió? A El Salvador.
En el soliloquio del Vice Presidente, los antiguos días malos de la «guerra sucia» de los años 80 en Centroamérica -los escuadrones de la muerte y las armas «Made in USA», las monjas violadas y los profesores jesuitas asesinados en el campus- eran presentados como una noble cruzada. Cayó «una insurgencia guerrillera», dijo Cheney, los «terroristas» fueron derrotados, y hoy El Salvador está «mucho mejor» porque EEUU intervino.
Por supuesto, no se mencionaron muchos hechos: que una comisión de la verdad patrocinada por la ONU sostuvo que el régimen apoyado por EEUU era responsable de atrocidades masivas; que la guerra civil se prolongó más de una década después de que llegaran las armas y los asesores norteamericanos; y que la mitad del país vive actualmente en la pobreza.
El uso retorcido de la historia latinoamericana por parte de Cheney no es un hecho aislado. La región parece tener un lugar especial en la imaginación conservadora. En años recientes el editor William Kristol de la revista Weekly Standard ha calificado a Centroamérica de «sorprendente historia de éxito» para EEUU. La National Review ha presentado la política de la era de Reagan en Centroamérica como «una lucha espectacularmente exitosa por introducir y mantener normas políticas occidentales en la región». Y personalidades de las guerras sucias -John Negroponte, Elliott Abrams, Otto Reich, John Pondexter- han reaparecido para ocupar cargos en la administración Bush adhiriéndose al esfuerzo por extender la «libertad» en todo el mundo.
En Taller del imperio: Latinoamérica y las raíces del imperialismo norteamericano, Greg Grandin, profesor de Historia Latinoamericana en la Universidad de Nueva York, menciona tales ejemplos como señales de que la ideología tras la actual intervención de EEUU en el Medio Oriente en realidad fue conformada mucho más cerca de casa. «En su búsqueda de precedentes históricos de nuestro actual momento imperial», escribe Grandin, «los intelectuales invocan la reconstrucción de posguerra de Alemania y Japón, la Antigua Roma y la Gran Bretaña del siglo diecinueve, pero constantemente ignoran el lugar donde Estados Unidos ha proyectado su influencia durante más de dos siglos.»
Grandin argumenta de forma convincente que Latinoamérica ha servido como crisol donde se fundieron por primera vez los ingredientes de la actual política exterior de EEUU. Es donde este país ejerció por primera vez su poder imperial en nombre de la promoción de la democracia. Es donde la actual alianza de neoconservadores, evangélicos y capitalistas unieron fuerzas por primera vez alrededor de la política exterior. Y es donde figuras como Abrams, Reich y Negroponte pusieron por primera vez sus ideas en acción. Porque en los conflictos de la era de Reagan en Centroamérica los neoconservadores «tuvieron casi vía libre para ejercer el poderío total de Estados Unidos, en contra de un enemigo mucho más débil, para exorcizar el fantasma de Viet Nam» y comenzar a reconstruir la confianza en la justeza y la eficacia de la dominación de EEUU.
Para explicar por qué esta historia es ignorada tan a menudo por los expertos, Grandin cita a un comentario de Jorge Luís Borges acerca de la notable ausencia de camellos en el Corán. La ausencia prueba que el texto sagrado es una obra realmente del Medio Oriente, dijo Borges, porque solo un autor nativo, que acepta al animal como algo normal, olvidaría mencionarlo.
Grandin incluye una larga lista de acciones pasadas de EEUU que en la jerga contemporánea serían calificadas de «cambio de régimen», «guerra preventiva» o «diplomacia transformadora». Estos hechos culminaron en sangrientas intervenciones en Guatemala, El Salvador y Nicaragua en los años de 1980. Como autor de dos obras previas enraizadas en el área, La sangre de Guatemala en el 2000 y La última masacre colonial de 2004, y como contribuyente a la comisión de la verdad que investigó el genocidio guatemalteco, Grandin posee suficientes detalles que ilustran la despiadada priorización que hace la Casa Blanca de los regímenes amistosos con los negocios.
«Las verdaderas técnicas de contrainsurgencia», dice un colonial norteamericano en Taller del Imperio, son un paso hacia lo primitivo». Basándose en las tácticas condonadas por los más jóvenes neoconservadores en Centroamérica, Grandin promueve el escepticismo para con el elevado moralismo de la invasión de Irak, «En Nicaragua», escribe como ejemplo, «los contras apoyados por EEUU decapitaron, castraron y mutilaron de otras maneras a civiles y a trabajadores voluntarios extranjeros. Algunos ganaron su reputación por usar cucharas para sacar los ojos a sus víctimas». La brutalidad en Guatemala y el Salvador no fue menos extrema y, claramente, al pueblo norteamericano no se le recuerda a menudo el papel que desempeñó nuestro gobierno en tales crímenes. (Hubiera estado bien que John Edwards, por ejemplo, hubiera emplazado a Cheney por sus groseras distorsiones.) Pero estas historias, como la lista de los golpes de estado promovidos por Estados Unidos y que aparece en Taller del Imperio, no son nada originales.
El más distintivo aporte de Grandin estriba en la documentación del papel de Latinoamérica como terreno para el desarrollo de idealistas militaristas en el seno del Partido Republicano. Durante décadas los republicanos ridiculizaron la diplomacia demócrata, con su lenguaje de democracia, desarrollo y derechos humanos. En su lugar defendieron el realismo intransigente identificado con Henry Kissinger. A pesar su aclamación en círculos nixonianos, Kissinger se vio bajo ataque a fines de los 70 no solo por parte de liberales, sino también por colegas de la administración Ford como el Jefe del Gabinete Dick Cheney y el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld, así como por parte de los muy ideologizados halcones de la «Nueva Derecha», como Robert Kagan y Paul Wolfowitz.
Estos conservadores coincidían en que una fuerte visión moral debía guiar las acciones de EEUU en el mundo. Creían que el uso del poderío militar del país no debiera estar limitado por un anti-intervencionismo corregido, posterior a Viet Nam, que se había extendido en el público norteamericano, el Congreso y gran parte de las fuerzas armadas. Buscando construir un nuevo idealismo conservador, se sintieron apoyados por la elevada retórica del candidato Ronald Reagan. Pero una vez que tomó posesión, Reagan mantuvo en gran medida un pragmatismo al estilo de Kissinger con relación a la Unión Soviética y China.
En este contexto, argumenta Grandin, Latinoamérica se hace crítica para la Nueva Derecha, no por su significación geopolítica, sino por falta de ella. La región brindaba a la administración una «oportunidad de igualar sus acciones con su retórica». Se podía poner en el poder a los de la línea dura porque «a diferencia del Medio Oriente, Centroamérica no tenía petróleo ni ningún otro recurso crucial. A diferencia del Sudeste Asiático, la región era el traspatio de Estados Unidos -la URSS no apoyaría a los Sandinistas o a los rebeldes en el Salvador o Guatemala hasta el grado en que lo hizo con sus aliados en Viet Nam. ‘El águila que mata al venado en Centroamérica’ declara el experto en seguridad nacional Robert Tucker, ‘no asustará al oso en el Medio Oriente’.»
Los neoconservadores aprendieron algunas lecciones valiosas de su experiencia en Latinoamérica -por ejemplo, cómo subvertir las molestas instituciones internacionales y evitar a las ramas no cooperantes del gobierno. Y, como Grandin señala en mayor detalle, cómo disciplinar a la prensa nacional. En los años 80, bajo la dirección de Otto Reich, una nueva Oficina de Diplomacia Pública para Latinoamérica y el Caribe (del Departamento de Estado), emitió una serie interminable de artículos de opinión y editoriales, concedió a periodistas amistosos un acceso preferencial a fuentes gubernamentales y abusó de reporteros críticos con lo que los críticos de los medios llamaron «fuego antiaéreo». En este entorno, cuenta Grandin, «los reporteros llegaron a temer la cantidad de confirmación de datos que eran necesarios para cubrir Centroamérica».
Cuando Newsweek publicó la versión de un testigo presencial, incluyendo fotos en colores, de una ejecución extra judicial realizada por los contras -en la cual la víctima fue obligada a cavar su propia tumba antes de que le rebanaran el cuello- funcionarios como Otto Reich y su jefe en la Casa Blanca se indignaron y estaban ideológicamente indiferentes. «Yo vi esa foto», se dice que Reagan dijo a un miembro del Congreso, «y me dijeron que después que la tomaron la supuesta víctima se levantó y se marchó».
Es más, nos dice Grandin, a medida que aumentaba la evidencia de las atrocidades, la Nueva Derecha escalaba su ofensiva moral. Se hizo famosa la descripción por Reagan de los contras como «los equivalentes morales de nuestros padres fundadores». Miembros de la derecha religiosa como Pat Robertson y Jerry Falwell fueron reclutados también para que alabaran a esos «combatientes por la libertad» y condenaran la teología de la liberación.
Un último grupo se agrupó en la alianza de la Nueva Derecha alrededor de la política hacia Latinoamérica, consistente en economistas híper capitalistas y neoliberales, conjuntamente con capitanes de industria corporativos. Washington siempre manejó sus asuntos exteriores con intención de beneficiar a los intereses de negocios norteamericanos. Pero algo nuevo llegó con la era de la «Seguridad Nacional» en los 70 y los 80. Bajo la guía de EEUU, gobernantes autoritarios como Augusto Pinochet en Chile implementaron las radicales teorías de mercado libre del economista de la Universidad de Chicago Milton Friedman: recortes del gasto gubernamental para servicios sociales, venta de las propiedades estatales, desregulación de los mercados de capital, y permitir a los inversionistas extranjeros la repatriación total de las ganancias. Tales políticas no han hecho nada por reducir la pobreza y provocar el crecimiento sostenido, pero sí han provocado la crisis económica. Sin embargo, siguen siendo favorables a las elites de los negocios, incluyendo a nuestro actual Director General en la Casa Blanca y a sus compinches. Quizás no sea sorprendente que las mismas políticas fueran impuestas por L. Paul Bremen cuando transformó el Irak ocupado en lo que la Autoridad Provisional de la Coalición anunció como «una economía increíblemente liberalizada».
Con su vívida descripción de la conjunción de militaristas neoconservadores, evangélicos religiosos y economistas neoliberales, Taller del Imperio ofrece un convincente análisis de cómo las anteriores intervenciones en Latinoamérica brindan a la administración Bush un preocupante modelo para la actual política. Significativamente Grandin le pasa por arriba a la Casa Blanca demócrata de los años 90, señalando fundamentalmente que el apoyo al militarismo norteamericano y a la globalización corporativa se han vuelto bipartidistas. El Presidente Clinton «tuvo la buena suerte de heredar un ‘Tercer Mundo pacificado en gran parte’,» escribe, «y por tanto (Clinton) pudo usar un lenguaje anterior de liberalismo político y cooperación multilateral para vender el libre mercado». Pero Grandin considera esto simplemente como un período «de transición» entre el retiro político de George H. W. Bush y la ascendencia de su hijo. Grandin argumenta que «Estados Unidos está dependiendo nuevamente de su poder para proteger sus intereses y defenderse de la resurgencia de una nueva izquierda democrática en todo el continente», y por tanto implica que el conflicto cada vez más militarista con los estados latinoamericanos es inevitable.
Sin embargo, el legado de Clinton merece algo más que un aparte. Al analizar la política global del Buen Vecino adoptada por Franklin Delano Roosevelt, con la que EEUU renunció a la intervención directa en favor de un imperialismo más sutil, Grandin asegura que salvó a «Estados Unidos de sus peores instintos» y le permitió obtener ganancias inesperadas en una región estable y relativamente próspera. De manera similar Bill Clinton, que personalmente pudo mantener su popularidad entre los vecinos del Sur al implementar políticas de «globalización» de manera más suave, hoy pudiera parecer un modelo atractivo para los líderes de los negocios y para los realistas que quedan entre los republicanos, especialmente a medida que Irak se hunde en una creciente guerra civil.
Para los nuevos gobiernos de centro izquierda y los desafiantes movimientos sociales en Latinoamérica, esto haría de la cooptación un peligro más inminente que la invasión. Y le quitaría a sus seguidores internacionales un vaquero contra el cual unirse, algo a lo que los neoliberales más calmados darían la bienvenida. A pesar de lo que el actual régimen pudiera desear, puede que no estemos condenados a repetir las guerras sucias.
Taller del imperio: Latinoamérica y las raíces del imperialismo norteamericano,
por Henry Holt:
Metropolitan Books, Mayo de 2006, 320 páginas.
— Mark Engler, escritor residente en la Ciudad de Nueva York y analista de Foreign Policy In Focus, puede ser contactado por medio del sitio web http://www.democracyuprising.com.
Traducido por Progreso Semanal
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