Empieza a comprobarse que la crisis económica de los años 2007/2008 ha dado paso a un régimen de acumulación capitalista más depredador que los anteriores. Diluído el recuerdo del régimen fordista de la posguerra basado en el estado del bienestar y en el aumento de la demanda pública y privada con efectos anti-crisis, el régimen […]
Empieza a comprobarse que la crisis económica de los años 2007/2008 ha dado paso a un régimen de acumulación capitalista más depredador que los anteriores. Diluído el recuerdo del régimen fordista de la posguerra basado en el estado del bienestar y en el aumento de la demanda pública y privada con efectos anti-crisis, el régimen posfordista de las últimas tres décadas ha evolucionado hacia algo nuevo y más terrible. Se mantiene del posfordismo su desinterés por la capacidad adquisitiva de los ciudadanos y trabajadores nativos en aras de la búsqueda de nichos de excelencia en los mercados globales, la fragmentación y desregulación neoliberal de la fuerza de trabajo para abaratarla…Pero un elemento que el posfordismo había ya incubado ocupa hoy toda la escena, afectando gravemente a la soberanía de los pueblos: el absoluto predomino del capital financiero sobre el capitalismo productor de bienes y servicios, y el disciplinamiento directo a que los trusts bancarios someten sin disimulo alguno a los Estados en perjuicio de sus ciudadanos.
Sin discusión pública ni debates parlamentarios, los grupos financieros eufemísticamente llamados «mercados» reinan olímpicamente inatacables en la cima de una cascada de explotaciones en la que los trusts bancarios exprimen a las multinacionales, éstas a las grandes empresas nacionales, quienes sacan el jugo a su vez a las PYMEs, hasta llegar a la ingente cantera de los explotados trabajadores y ciudadanos de a pie. Para ello, los «mercados» someten férreamente a sus intereses a todas las escalas del poder político, especialmente a los Estados, convirtiendo en superfluos parlamentos y gobiernos y haciendo de la palabra democracia una superchería.
En la Unión Europea, la cumbre de Davos de enero de 2010 ha hecho visible cómo funcionan sus mecanismo de transmisión de órdenes, y qué efectos han tenido sobre gobiernos como el griego, el irlandés y el español. En esta reunión del Foro Económico Mundial (World Economic Center) en la población suiza de Davos, de entrada libre si bien al módico precio de 13 mil euros por cabeza, presidentes de Gobierno y PDGs de multinacionales y grandes empresas acudieron a escuchar los dictámenes de los portavoces financieros. Hubiera sido fácil averiguar la lista de los asistentes; el no hacerlo forma parte de una estrategia que convierte a los «mercados» en entes inescrutables cuyos criterios e intereses adquieren el carácter ineluctable de los fenómenos atmosféricos.
Zapatero, a quien sus asesores habían advertido que «vienen a por nosotros», sometido a la presión de los «mercados», presentó para aplacarlos un plan de austeridad con el triple compromiso de un plan de ajuste, una reforma laboral, y un cambio del sistema de pensiones de jubilación; lo que suponía (algo que también se le exigió) un nuevo modelo de Estado alejado de toda veleidad social-demócrata. Sus consecuencias se han ido desgranando a lo largo de 2010.
En mayo de este año se aprobó el Plan de Ajuste anti-Bienestar que afectaba a los funcionarios (reducción como media del 5% de sus retribuciones) y a las futuras parturientas, con la eliminación del cheque-bebé. Entre junio y septiembre se acordó una Reforma laboral neo-liberal por la que se ensanchaba el radio del despido barato, se aceptaba la auto-alegación de mala situación económica de las empresas como causa de despido, y se daba luz verde a los supuestos – y leoninos- acuerdos empresa/trabajadores de desvinculación del Convenio. En diciembre, a las medidas neo-liberales de rebajas fiscales a las PYMES y privatizaciones de empresas públicas se sumaba la cruel eliminación maltusiana de los 420 euros de ayuda a los más pobres de los pobres que nada tenían más que ella.
Es en la reforma de las Pensiones de Jubilación (elevación de la edad de jubilación de 65 a 67 años, y aumento de los años de cotización tanto para calcular la base de la jubilación como para acceder a la pensión máxima), la cual empobrecerá durante una generación a ese sector especialmente desvalido de la ciudadanía, donde más se transparenta el carácter abiertamente anti-democrático de los compromisos adquiridos por el gobierno ante los «mercados». En efecto, Zapatero ha anunciado su voluntad de implementarlos ignorando las recomendaciones divergentes (pero parlamentariamente mayoritarias) de ese conglomerado tan condescendiente por otra parte que es el Pacto de Toledo.
Sometimientos de gobernantes a directrices exteriores tan manifiestamente contrarias a .los intereses de los ciudadanos, que cavarán además muy probablemente su tumba política, requieren una explicación que vaya más allá de la traición o la locura; máxime cuando se trata de procesos que se han dado ya en Grecia, y que previsiblemente se seguirán dando en Portugal, Italia y Bélgica. Y efectivamente existe una explicación de por qué y cómo el capital financiero impone su lógica y su disciplina a los Estados. El dilema es aceptar tal lógica o luchar contra ella.
El capital ha provocado primero el déficit de los Estados y lo ha utilizado después en su propio beneficio. En efecto, trusts y multinacionales exigen subvenciones y trabajo barato a los Estados, al tiempo que controlan los mecanismos de la globalización que les permite no tributar en ellos, con lo que los desangran. Además, la precariedad laboral y sus prácticas de deslocalización multiplican el número de los damnificados que necesitan asistencia pública, cuando precisamente las arcas estatales están exhaustas. En la Unión Europea ello ocurre especialmente en los Estados dependientes, véase España.
La diferencia entre gastos e ingresos estatales genera, como en el caso de los particulares, la necesidad de endeudarse. Para paliar el déficit los gobiernos emiten bonos de la deuda pública; por las razones expuestas, la deuda externa de los PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia, España) aumentó enormemente en 2009. Según el informe del Banco Internacional de Pagos, los países donde se colocó esta deuda fueron Alemania, con 513 mil millones de dólares; Francia, con 410 mil millones; Reino Unido, con 370 mil; y EEUU, con 352 mil. El conjunto de la deuda adquirida por los bancos extranjeros (los infalibles e inescrutables «mercados»), se repartía entre el 12% de Portugal, el 32% de Irlanda, el 11% de Grecia, y el 43% de España.
Nada impediría que la deuda fuese adquirida, en vez de por la banca privada, por las instituciones públicas, el Banco Central de cada Estado, o el Banco Central Europeo; lo que eliminaría las presiones de entidades que se guían solamente por la ley de la máxima ganancia. Pero en la Unión Europea ello no es así. Por imposición de los trusts financieros (alemanes sobre todo), el Banco Central Europeo no puede comprar deuda; sólo puede prestar dinero barato, a los bancos al 1% de interés -cuando ellos obtienen enormes beneficios del 3 a 4 %-; y a los Gobiernos para que paguen a los bancos los intereses de la deuda.
Pero los trusts financieros no se contentan con esta fuente ingente de beneficios, que enriquece enormemente a unos pocos y empobrece a todos los demás; cuando dudan de la solvencia económica de los gobiernos les cobran primas de riesgo, lo que genera cargas insostenibles que pueden llevarlos a la bancarrota -o a la necesidad de un rescate europeo con dinero público, como ha ocurrido en Grecia-. Las presiones económicas brutales a que son sometidos los Estados se duplican con una presión ideológica de plegamiento al credo neo-liberal de los «mercados», y se triplican con las presiones políticas de los demás Estados socios, que temen, por ejemplo, que un hipotético rescate de España pueda llevarse por delante al euro. Ello explica el sometimiento masoquista del griego Papandreu, el irlandés Cowen, y el español Zapatero
¿Es posible una salida? Naturalmente; pero no dentro de la lógica descrita, sino con otro modelo de Europa y con una estrategia altermundialista, la que cree que «otro mundo es posible». Hoy más que nunca, la lucha por liberarse de la miserable condición a la que nos somete a todos el capital financiero es una lucha política, una lucha por la soberanía. Es posible que los ciudadanos españoles de a pie que asumen esta lógica con su proyecto nacional ya hecho empiecen a comprender la lucha por la soberanía de quienes tenemos además nuestro propio proyecto nacional por construir, como los vascos. Y es deseable que ellos y nosotros nos demos cuenta de que, finalmente, una y otra lucha son la misma.
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