El siguiente texto está basado en el prólogo que el ex presidente Lula da Silva escribió para al libro Lawfare: manual de pasos básicos para demoler el derecho penal, de E. Raúl Zaffaroni, Cristina Caamaño y Valeria Vegh Weis (Capital Intelectual).
El lawfare es un fenómeno que, pese a ser mundial, ha venido desarrollándose sistemáticamente y con una frecuencia indeseable en América Latina. Se trata del uso del Poder Judicial, especialmente en lo que respecta a la aplicación de la ley penal, para interferir en la política. Es una guerra jurídica con fines ilegítimos, tal como mis abogados lo plantearon en 2016. Las elites de nuestra región y los defensores de los intereses del capital financiero internacional, que llevan décadas combatiendo las políticas sociales diseñadas para erradicar la pobreza y disminuir las profundas desigualdades sociales, lo que han hecho es promover la corrupción a la categoría de “mal cósmico”, señalándola como el origen y la causa de todos los males. Por supuesto que nadie aprueba que haya gobernantes corruptos. Pero la lucha contra la corrupción no es sino el pretexto del cual aquellos sectores se valen para atacar a gobiernos legítimamente elegidos por el voto popular.
El tribunal ha pasado a ser el ámbito en el que los derrotados en las urnas buscan imponer sus intereses por sobre la soberanía popular. Por esa vía, algunos sectores del Poder Judicial y de los distintos órganos del sistema judicial, con el apoyo oportunista de los medios hegemónicos, se volcaron a atacar a gobiernos populares preocupados por la defensa de los intereses nacionales. Su objetivo es criminalizar y destruir la política, tratando de instalar en la sociedad la idea de que todos los políticos son corruptos. Como en los tiempos que corren ya no se muestra adecuada la destrucción física del adversario, lo que se ansía es su muerte legal y política.
Bajo la excusa de combatir la corrupción, violan el principio legal de debido proceso y las garantías constitucionales de los acusados. El conjunto de los casos que se fueron dando en distintos países de nuestra región muestra siempre el mismo método: una parte de la prensa, políticamente involucrada, crea un hecho y lo divulga ampliamente (una mentira que se cuenta mil veces acaba volviéndose “verdad”); apoyándose con exclusividad en esa noticia fraguada, el cuerpo de la policía judicial abre una investigación; el Ministerio Público sale a la búsqueda de elementos que puedan sustentar formalmente la acusación; en los casos en que no se accede a ningún indicio de prueba, aun así la denuncia muchas veces se encarrila, cosa que ocurrió en Brasil, bajo la afirmación de que “no cuento con pruebas, pero tengo la convicción”. Luego sólo hace falta “identificar algunos jueces dispuestos a colaborar”, ya sea porque se abre ante ellos la anhelada oportunidad del estrellato o porque visualizan una ventaja personal concreta. La vida privada y la intimidad de los acusados queda expuesta a diario en base a esos llamados vazamentos (filtraciones de información), término bajo el cual se camufla la operación de seleccionar perspicazmente uno o más hechos y transmitirlos con toda intención a los “colegas” de los medios, sobre todo de la televisión. Ante la imposibilidad de demostrar lo que no ocurrió, se recurre a escuchas telefónicas ilegales, citaciones compulsivas y encarcelamientos preventivos, tanto de los acusados como de sus familiares, tales son los mecanismos por los que se apunta al objetivo de lograr la “delación premiada” del “arrepentido” (así se denomina en los países hispanohablantes a aquellos que “son capaces de inventar cualquier situación para obtener un beneficio”), para quien el “premio” es la libertad misma y, al menos en Brasil, la chance de conservar buena parte del producto del delito que se confesó. Arrancada, así, la confesión “delatora”, incluso sin la menor prueba, se condena al delatado en juicio de evidencia y, si no se logra demostrar el hecho que se le imputa, se apela a la estrafalaria categoría de “hecho indeterminado”. El circo se completa con la sentencia condenatoria que habrá de confirmar un tribunal igualmente parcial y comprometido con los intereses políticos y económicos de las clases dominantes.
Así es como se aseguran las condiciones legales para que el enemigo sea puesto en prisión y quede imposibilitado de intervenir en la vida política. Los grandes medios de comunicación, con la televisión al frente, se encargan de difundir incesantemente el fallo judicial, dispuestos a darle legitimidad a todo un proceso absolutamente espurio.
Con el enemigo apartado de la arena política queda abierto el camino para la elección de hombres y mujeres de gobierno sometidos a los intereses del mercado, que se desentienden de proteger a la población, especialmente a los más pobres. Se viola la soberanía nacional con la venta de grandes empresas públicas, rematadas siempre a valores muy inferiores a los que realmente poseen, en operaciones que revelan un fuerte desprecio por el medioambiente y por tantos otros derechos básicos de la población.
En Brasil trataron de imponerme la muerte política y legal. Fui víctima de esa maquinación que aquí se analiza: a partir de una noticia falsa publicada en un periódico, fui investigado, procesado y condenado por la llamada Operación Lava Jato, que condensa lo peor del sistema judicial brasileño. Hoy ya nadie tiene dudas de que hubo sectores de la Policía Federal y del Ministerio Público Federal, a las órdenes de un juez notoriamente parcial y ávido de autopromoción, que formaron una organización guiada por el objetivo de anular mis derechos políticos para, de esa forma, evitar que pudiera volver a ser candidato a la presidencia de la República y asegurarle al Partido de los Trabajadores su quinto mandato consecutivo. Con una rapidez nunca vista en la conducción de otros procesos, el Tribunal Regional Federal confirmó la sentencia, cumpliendo la promesa pública hecha en forma expresa por su presidente de que el caso sería juzgado antes de las elecciones.
No tuvieron en cuenta mi resistencia. No tuvieron en cuenta el apoyo incondicional que me brindaron los movimientos sociales, los trabajadores y todas esas personas que, desde los distintos puntos del país, montaron frente al edificio de la Policía Federal donde estuve preso la conmovedora Vigília Lula Livre. No tuvieron en cuenta la destacada reacción de la comunidad política y jurídica internacional. Y en vez de abandonar Brasil, como llegaron a sugerirme, decidí ir a la cárcel y, desde ahí, enfrentarme a los que cobardemente me acusaban sin pruebas. No fue en vano, puesto que al menos una de las mayores conquistas de las sociedades civilizadas, y una que nuestra Constitución Federal garantiza, ya fue restablecida por el Supremo Tribunal Federal: la presunción de inocencia. Una medida que le puso fin a mi injusta prisión, determinada antes de que el tribunal superior se pronunciase sobre el recurso presentado en mi defensa. Hoy estoy suelto, pero no estoy libre. Mis derechos políticos siguen estando cercenados, incluso antes de que se juzgue el recurso que interpuse al tribunal superior.
En mi caso, como en muchos otros, se desvirtuó el “verdadero derecho penal” para dar origen al “derecho penal vergonzoso”, el cual sirve a la transformación del Poder Judicial en instrumento de persecución política de todos aquellos que, en nuestra querida América Latina, alzan su voz y sus brazos en defensa de quienes han sido abandonados a su propia suerte, plantándose firme frente a los poderosos representantes del capital financiero internacional y los gobernantes serviles al dios mercado.
Lula da Silva fue presidente de la República Federativa del Brasil entre el 1 de enero de 2003 y el 31 de diciembre de 2010.
Traducción: Cristian de Nápoli, para Página/12.