Recomiendo:
0

Lecciones de democracia

Fuentes: Rebelión

La extensa y tenaz campaña mediática internacional contra el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, no ha conseguido acostumbrarme al asedio que soporta este dirigente latinoamericano desde su llegada al poder; tampoco esta unanimidad permanente en su contra ha logrado quitarle el apoyo mayoritario de su propio país, donde, con el 67% de participación ciudadana, más […]

La extensa y tenaz campaña mediática internacional contra el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, no ha conseguido acostumbrarme al asedio que soporta este dirigente latinoamericano desde su llegada al poder; tampoco esta unanimidad permanente en su contra ha logrado quitarle el apoyo mayoritario de su propio país, donde, con el 67% de participación ciudadana, más de seis millones de votantes han refrendado su última propuesta de enmienda constitucional, lo que significa sencillamente que presidente, gobernadores y diputados puedan presentarse a comicios sin límite de mandatos, del mismo modo que sucede ya, sin que nadie se escandalice, en muchas democracias europeas.
 
Constituye casi un reto entender por qué se produce tan singular combinación de odio visceral, simplificación analítica, abuso de fuentes anónimas y alarmante sesgo ideológico, en el caso de las noticias sobre Venezuela. Porque, aún aceptando que la objetividad es imposible (por ser más una tendencia deseable que algo real), cuando se trata de hablar de Chávez la mayoría de periodistas se instala en el estereotipo del caudillo populista, en la superficialidad de la declaración descontextualizada, siguiendo un mismo patrón uniforme y mimético, escaseando las informaciones veraces que analicen, con argumentos, su política económica, política o social.
 
El jesuita Jon Sobrino (al que mencioné en mi anterior columna) denomina con acierto fundamentalismo democrático a la visión autocomplaciente sobre las democracias europeas y estadounidense, originada -imagino- en una suerte de complejo de superioridad producto de siglos de dominio sobre el resto del mundo. Este fundamentalismo lleva a creer que la única democracia verdadera es la que se ajusta a los patrones y a los modos occidentales; la que sirve esencialmente a los planes expansionistas de sus empresas; y conduce a dar lecciones sobre cómo han de organizarse los sistemas políticos ajenos, estructuración que ha de ser obviamente bajo sus parámetros; porque, de otro modo, se demoniza a sus dirigentes y luego se invaden sus países.
 
Este complejo de superioridad anula cualquier capacidad de autocrítica, y no permite advertir que en España, en nuestra idílica democracia bipartidista, hay formaciones políticas que, en virtud de un sistema electoral profundamente injusto, están infra-representadas, como es el caso de Izquierda Unida; y, en consecuencia, también lo están sus votantes. Lo que es más, en una democracia como la nuestra una opción que no garantice el mantenimiento incólume del status quo social, político y económico vigente no tiene posibilidad alguna de ganar en las urnas; ni siquiera tendrá apoyo económico de las empresas patrocinadoras para enfrentar una campaña electoral en condiciones de igualdad.
 
Nosotros acudimos cada cuatro años a las urnas a depositar una papeleta y hasta los siguientes  comicios nuestra participación política es prácticamente nula; aumentan la abstención y la apatía; las iniciativas ciudadanas por muchas firmas que las avalen se desechan sin contemplaciones en los parlamentos, y disfrutamos desde hace treinta años del mismo texto constitucional tardo-franquista. En España, la connivencia estructural entre empresarios y políticos, combinada con una atroz especulación sobre el suelo, ha generado una corrupción alarmante a ojos de los organismos europeos; al mismo tiempo que los problemas de los jóvenes para acceder a una vivienda han provocado varias denuncias de la ONU. Paralelamente, crece exponencialmente la indefensión del ciudadano, usuario obligado de servicios básicos como electricidad o telefonía, frente a los increíbles abusos de las empresas prestatarias, con todos los parabienes liberalizadores de la OCDE.
 
En Venezuela en diez años se han celebrado trece citas electorales; se ha aprobado una nueva Constitución, y Chávez se sometió en el año 2004 a un referéndum revocatorio (impensable en nuestras anquilosadas democracias), reto que superó con creces. Salvo en una ocasión, cuando se propuso la reforma constitucional el pasado año, el presidente ha obtenido siempre el respaldo popular pese al asedio mediático. Y además, todos los procesos electorales han sido impecables, según declaran instituciones y observadores. ¿Podemos realmente nosotros dar lecciones de vitalidad  democrática a Venezuela?