Wellington me recuerda a Maidstone, Kent, donde viví cuando era niño. Las fachadas de 1912 de tantas tiendas de Nueva Zelanda, las calles estrechas, los tranvías, las monedas gigantes, ese inglés algo arcaico, la demanda de donas y bollos calientes. Todos en Maidstone solían llamarse unos a otros «compañero», y sí, ya sé que esto […]
Wellington me recuerda a Maidstone, Kent, donde viví cuando era niño. Las fachadas de 1912 de tantas tiendas de Nueva Zelanda, las calles estrechas, los tranvías, las monedas gigantes, ese inglés algo arcaico, la demanda de donas y bollos calientes. Todos en Maidstone solían llamarse unos a otros «compañero», y sí, ya sé que esto también es una expresión australiana. Todos los hombres mayores en Wellington usan corbata, al igual que lo hacía mi papá en los 50.
Mi abuela Phyllis tenía una serie de cafés en Kent y mi abuelo Arthur era panadero en el Café Bridge, en Maidstone, ubicado dentro de una auténtica casa Tudor, que fue demolida después que vendieron el café. En su lugar construyeron una caja de concreto. Mi primer hogar en Bower Mount Road estaba construido de ladrillo, como tantas casas en Nueva Zelanda.
Cierto: no había maoríes en Maidstone, pero los cines eran estilo Art Decó como los de Wellington. En Maidstone teníamos el cine Granada, que programaba entonces películas de Hollywood.
Recuerdo a Kirk Douglas en Los Vikingos y la primera película en cinemascope, El Manto Sagrado, en la cual el legionario romano interpretado por Richard Burton iba feliz a su ejecución gracias a su fe en Cristo. También estaba Charlton Heston en las interminables Ben Hur y Hércules, que fueron las primeras películas épicas de arena y sandalias, aunque eran de muy bajo presupuesto. También teníamos el Cinema Regal, caluroso y pulguiento agujero que pasaba películas clase B con furtivos vistazos a senos desnudos. Cuando el Regal se quemó una noche, fui a ver como los bomberos de Maidstone sofocaban las llamas. La abuela Phyllis estaba convencida de que fue un castigo de Dios por los senos desnudos.
En Wellington están el Cinema Embassy y el Cinema Paramount; ambos parecen ser el cine Regal resucitado, y en sus pantallas han sido vistas las películas Munich, Shrek y Syriana, ésta última de George Clooney, la que los cinéfilos neozelandeses más jóvenes consideraron un filme demasiado complicado e incomprensible.
El pasado fin de semana, el Paramount exhibió para un espectador de 12 años un documental de dos horas y media llamado De Beirut a Bosnia, en el cual un tal Robert Fisk puede verse entrando a una mezquita bosnia en llamas -el 11 de septiembre de 1993, por amor de Dios-, y comenta: «Cuando veo cosas como ésta, me pregunto qué nos depara el mundo musulmán».
Los trolebuses de Maidstone eran de color vómito, de dos pisos, y sus estructuras de madera crujían cada vez que la electricidad elevaba la velocidad del vehículo a más de 48 kilómetros por hora. Los transportes de un solo piso de Wellington son de madera pero hay al menos un templo, la antigua iglesia de San Pablo, que fue construida totalmente de madera en 1866 y tiene placas de bronce idénticas a aquellas que yo solía leer en los pasillos de la iglesia de Todos los Santos.
«A la gloria y memoria de Richard John Sportswood Seddon, capitán de la fuerza expedicionaria de Nueva Zelanda», dice una. «Muerto en acción, Bapaume, Francia, 1918, a los 37 años. Fiel hasta la muerte». Pero otra de las placas habla de un campo de batalla más familiar. «En amoroso recuerdo del segundo teniente S. O’Carrol Smith, del noveno batallón. Caído en la batalla de Somme, el 25 de agosto de 1916, a los 25 años…»
El teniente segundo Bill Fisk, del duodécimo batallón del Regimiento Real de Liverpool, usó su corbata del regimiento durante el resto de su vida como recordatorio de Somme. Llegó a esa batalla en agosto de 1918 para luchar en el mismo lodo en el que murió el teniente segundo O’ Carrol Smith, y sólo tres meses después de que el capitán Seddon murió en Bapaume, lo cual a su vez ocurrió cerca de la aldea de Louvencourt, donde Bill Fisk, entonces de 19 años, pasó la noche del 11 de noviembre de 1918. Bill Fisk solía asistir todos los años a las ceremonias del cenotafio en Maidstone llevando una amapola color sangre en el ojal y su mejor y enorme abrigo negro. Más adelante se negó a seguir usando su medalla de la Gran Guerra, que en el reverso decía: «La Gran Guerra por la Civilización».
Y más tarde, en la Iglesia de San Pablo en Wellington, me encuentro con el baño de sangre turco que he estado buscando todo este tiempo: una placa de bronce con una cruz debajo de la cual se lee: «En memoria del sargento W. R. Richardson, muerto en Gallipoli, el 5 de diciembre de 1915 a los 31 años». El sargento murió sólo unos días antes de que la aventura militar de Winston Churchill terminara en un repliegue lleno de ignominia. Después de una corta caminata al muy moderno museo de la ciudad (que no se parece a nada en Maidstone) logro establecer que William Richardson, con el número de servicio 13/2243, era hijo de Charles Thomas y Charlotte Richardson, de Wellington, y está sepultado en el cementerio de Gallipoli.
Gallipoli fue la gran derrota de Occidente del siglo XX, a manos de un ejército musulmán. Se debe tener corazón de piedra para no conmoverse por las bajas neozelandesas en Gallipoli. De 8 mil 450 soldados que fueron enviados a combatir en Turquía, 2 mi 721 murieron, 4 mil 752 resultaron heridos. ¿Qué otra nación puede afirmar que el equivalente 88 por ciento de sus hombres cayó en batalla?
Mientras miro las placas en San Pablo, una dama anciana camina hacia mí. Se llama Joy McClean y, como si nada, me dice: «Mi padre estuvo en Gallipoli. Combatía a los musulmanes; creo que para él, sólo eran ‘el enemigo’. El luchó por su país, y por lo que él creía correcto». Reflexiono sobre lo que acaba de decir esta buena señora, hasta que su humor cambia. «Solía haber 300 musulmanes aquí», dice. «Ahora hay 3 mil». Y es entonces cuando siento la oscuridad de estas últimas palabras. El 11 de septiembre de 2001 ya arrojó su sombra sobre esta lejana iglesia de madera.
Me dirijo en automóvil hacia la costa sur de la isla de Nueva Zelanda para huir de esa sombra, y porque en una colina muy semejante a aquella en la que desembarcaron las fuerzas conjuntas neozelandesas y australianas existe un monumento a la memoria de Mustafá Kemal Ataturk.
Sí, él era un laico que fumaba como chimenea: prohibió la escritura árabe y el velo; un hombre que cerró el último califato, pero que era musulmán. Y ahí, en una placa de mármol, está el discurso que dirigió a las familias de dolientes australianos y neozelandeses que fueron a Gallipoli a hacer duelo por sus seres queridos en los 30.
Son las palabras más compasivas jamás pronunciadas por un líder musulmán de tiempos modernos: «Esos héroes que derramaron su sangre y entregaron sus vidas… ahora ustedes yacen en la tierra de un país amigo. Por lo tanto, descansan en paz. Para nosotros no importa si se llamaban Johnny o Mehemt, porque yacen uno al lado del otro en este país nuestro. Ustedes, las madres que enviaron a sus hijos a naciones lejanas, limpien sus lágrimas. Sus hijos ahora están en nuestro seno y están en paz. Después de perder sus vidas en esta tierra, se han convertido también en nuestros hijos».
Me pregunto qué pensará de esto Osama Bin Laden.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca