La reciente condena a Leopoldo López a casi 13 años de prisión ha generado diversas expresiones de protesta y solidaridad con el líder opositor venezolano en ámbitos políticos y mediáticos. Que uno de los principales referentes políticos sea encarcelado, procesado y condenado a semejante pena es, sin duda, una situación excepcional. ¿Se trata de una […]
La reciente condena a Leopoldo López a casi 13 años de prisión ha generado diversas expresiones de protesta y solidaridad con el líder opositor venezolano en ámbitos políticos y mediáticos. Que uno de los principales referentes políticos sea encarcelado, procesado y condenado a semejante pena es, sin duda, una situación excepcional. ¿Se trata de una decisión compatible con un régimen democrático?, ¿Venezuela, con su detención, consolidó, como dice la oposición, a un estado dictatorial?
Quienes defienden la condena realizan diversas comparaciones para legitimar la decisión judicial. Por ejemplo, el exsecretario ejecutivo de Clacso, Atilio Borón, comparó irónicamente, en un artículo titulado «El injusto castigo a Tejero», al opositor venezolano con el golpista español de 1981 que Javier Cercas reconstruyó en Anatomía de un instante. http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-281477-2015-09-12.html El español Juan Carlos Monedero incomodó a sus compañeros de Podemos comparando a López con los etarras y suskale borroka (luchas callejeras) y así podríamos seguir… (Pablo Iglesias había declarado: «A mí no me gusta que la gente acabe en la cárcel por política» http://politica.elpais.com/politica/2015/09/11/actualidad/1441964717_101879.html).
En cualquier caso, el asunto tiene dos dimensiones. Una es si la condena como tal se justifica en el ámbito de un Estado de derecho, y la segunda, si López es un demócrata. Mezclar ambas cosas simplifica el asunto pero opaca lo que está en juego. Desde los sectores prochavistas basta con responder sí-no, y desde los antichavistas no-sí y tema concluido. En el primer caso, se trata de un tribunal que condena a un «líder de la extrema derecha aliado al uribismo»; en el segundo de una extensión del Poder Ejecutivo de un Estado dictatorial (a veces se agrega «castrocomunista») que encarcela a un adalid de la democracia y de la libertad.
No se trata de repetir la trillada -y falsa- afirmación de que la verdad está en el justo medio, ni repetir la no más productiva afirmación de que el tema «es más complejo». La complejidad y/o simplicidad parece ir por otros carriles.
Una de las cuestiones en juego es la de la legitimidad de la lucha callejera contra un gobierno, cuando esta asume fines «desestabilizadores». Hay en los últimos años una especie de goce de algunos simpatizantes oficialistas de gobiernos nacional-populares de izquierda en repetir frente a los adversarios términos como «subversivos» o «terroristas», etc. Es decir, los mismos epítetos que desde la izquierda recibimos muchas veces de la derecha. Es evidente que entre la acción directa y el golpe de Estado hay un degradé que implica una amplia escala de grises y de actores. Y el problema de la legitimidad de esas luchas es indecidible por fuera de un conjunto de valores y de marcos interpretativos. Por ejemplo, todos quienes consideran que López es un golpista, creen, no obstante, que las luchas en las calles a comienzos de los años 2000 fueron perfectamente legítimas e incluso heroicas, aunque la Guerra del Gas boliviana, el 2001 argentino o los varios derrocamientos ecuatorianos tuvieran como resultado la caída de los gobiernos democráticamente elegidos aunque muy impopulares e incluso represivos en sus derivas. Esas luchas eran «justas».
Esta podría ser una vara para medir la cuestión: mientras que esos gobiernos habían perdido legitimidad social, el chavismo seguía siendo una fuerza con amplio apoyo popular que estos grupos opositores buscaban derrocar en beneficio de la oligarquía y con apoyo de EEUU., y «toda revolución tiene derecho a defenderse». Esa legitimidad revolucionaria es un elemento central en la (auto)justificación de muchas medidas del gobierno bolivariano. Y el cadáver de Allende aparece como la imagen-emblema levantada contra cualquier «ingenuo» que, desde la izquierda, salga con sus «veleidades libertarias pequeño-burguesas» -y sin duda se trata de un enorme problema para la vía democrática al socialismo que a veces se olvida.
Desde el lado opositor que organizó las manifestaciones de 2014, llamadas «La salida» (y que buscaban la renuncia de Maduro, que en 2013 había ganado por escaso margen) se consideró que el régimen venezolano ya no podía ser derrotado en las urnas -«porque es una dictadura»- y que solo quedaba la calle como expresión del sentimiento ciudadano. Esto, no obstante, chocaba con otro sector, el representado por Henrique Capriles, que creía errada esa estrategia y apostaba a una construcción de más largo aliento: si Capriles casi había derrotado a Maduro en 2013, eso significaba que, con el agravamiento de la crisis, era posible una victoria electoral.
«Las instituciones de la democracia representativa y las libertades políticas son a menudo reducidas por Lenin (esto no sucedió nunca con Marx) a una pura y simple emanación de la burguesía. Democracia representativa = democracia burguesa= dictadura de la burguesía (…)», recordaba el marxista greco-francés Nicos Poulantzas. Y ahí yacen muchos problemas de las izquierdas del siglo XX. https://docs.google.com/file/d/0B2tMgIqtuZChSUpUNXo2MDNPaXM/edit
La cuestión es que como la venezolana fue una «revolución» en el marco de un Estado democrático, no puede apelar a imponer un nuevo orden por vías de excepción como se impuso en 1917 en Rusia o 1959 en Cuba y que tuvieron consecuencias de larga duración respecto a la democracia y las libertades ya que el enemigo seguirá ahí por siempre y también la tentación de mantener la fortaleza (auto)sitiada. No obstante, en el caso venezolano no estamos tanto frente a la deriva jacobino-leninista sino a las tensiones, torsiones y paradojas de las democratizaciones y desdemocratizaciones en clave nacional-popular. Al mismo tiempo que democratizan el poder (permiten el acceso de los excluidos) estas experiencias generan visiones organicistas de la sociedad y el Estado (como lo remarcaban De Ípola y Portantiero en un artículo ya clásico http://nuso.org/media/articles/downloads/860_1.pdf). Pese a lo que suele decirse a ambos lados de las «grietas» que los «populismos» generan, estos regímenes nunca terminan de consolidar un nuevo orden revolucionario ni declinan en una dictadura tout court (lo popular que lo sostiene parece impedir ambas derivas). Además, la sospecha antiliberal sobre las instituciones suele extenderse incluso a las nuevas, creadas en el marco de la refundación nacional. Del lado socialdemócrata, a menudo, aparece un problema opuesto: la desconfianza hacia cualquier participación por abajo, una subestimación del papel del conflicto en la política y un apego institucional sin contrapoderes fuera del Estado que permitan calibrar las correlaciones de fuerza (ahí cobran importancia, aunque no resuelven las cosas, la propuesta de Chantal Mouffe sobre la política como un juego agonístico y las propias tesis de Poulantzas).
El problema es que, hasta ahora, ninguna de las formas de democracia popular parece capaz de reemplazar a la democracia representativa, y cuando pasa de ser una forma de radicalización de la democracia liberal a un proyecto de reemplazo suele tirarse al bebé democrático junto al agua sucia del liberalismo -salvo que consideremos, ¡y hay quien lo hace!, a la Yamahiriya kadafista como la panacea de la democracia directa-. Al fin de cuentas, si los gobiernos nacional-populares consideran que no se puede hacer política con demasiadas restricciones institucionales, resulta difícil exigirle a los opositores esos pruritos.
En este caso, López, en efecto, no los tiene. El ex alcalde de Chacao de 44 años formó parte del golpe de Estado de 2002 -con intenciones vengativas propias de la Revolución Libertadora argentina de 1955- y aún hoy casi toda la oposición venezolana se resiste a considerarlo como un golpe de Estado. Eso sin duda debilita sus credenciales democráticas. Las guarimbas de 2014 dejaron un saldo de que culminó con 43 muertos, 600 heridos y más de 3.500 detenidos (con acciones violentas de oficialistas y opositores). El clivaje republica/populismo puede ser atractivo, pero eso exige que del lado de la República haya republicanos y no oportunistas que se ponen el traje de ocasión. El hecho de que el partido de López, Voluntad Popular, se defina como socialdemócrata e incluso haya logrado ser aceptado como observador en la Internacional Socialista no puede funcionar como coartada… la IS incluye, lamentablemente, a demasiados miembros incómodos y no es garantía de ningún tipo de conducta ni democrática ni progresista.
Ahora bien, cuando detienen a líderes guerrilleros o activistas extrainstitucionales solemos demandar un juicio justo. Y eso lleva al meollo de la cuestión: ¿López lo tuvo?
En Venezuela no hay división real de poderes. La propia presidenta del Tribunal Supremo de Justicia, Luisa Estela Morales, dijo en una ocasión que «No podemos seguir pensando en una división de poderes porque eso es un principio que debilita al Estado», aunque luego intentó explicar que aun así los jueces son independientes.http://www.eluniversal.com/2009/12/05/pol_art_morales:-la-divisio_1683109.
En el caso de López, además, la jueza que lo condenó, Susana Barreiros, carece de estabilidad en el cargo.
Sin esa «ortopedia para caminar erguidos» (E. Bloch) que son los derechos democráticos resulta difícil pensar en la radicalización democrática y la preservación del pensamiento crítico, que siempre choca con el Estado y el poder.
Más que con España u otras naciones, también se podría comparar la condena de López con la situación de un tal Hugo Chávez Frías, que organizó un frustrado golpe en 1992: pasó dos años de prisión en condiciones menos aisladas y luego fue liberado por el presidente Rafael Caldera… y unos años más tarde llegó al palacio de Miraflores.
Fuente: http://www.lavanguardiadigital.com.ar/opinion/leopoldo-lopez-y-la-ortopedia-para-caminar-erguidos