Lo bueno es que exista, por fin, una ley que ponga orden en un ámbito caracterizado, precisamente, por la desregulación. Junto a la Ley de Policía Nacional, la llamada Ley de Inteligencia y Contrainteligencia viene a fijar linderos a las atribuciones de los brazos por medio de los cuales el Estado administra su llamada «violencia […]
Lo bueno es que exista, por fin, una ley que ponga orden en un ámbito caracterizado, precisamente, por la desregulación. Junto a la Ley de Policía Nacional, la llamada Ley de Inteligencia y Contrainteligencia viene a fijar linderos a las atribuciones de los brazos por medio de los cuales el Estado administra su llamada «violencia legítima».
Sin ley, como han estado hasta ahora, son ellos, como han sido por décadas, instrumento caprichoso al arbitrio de los gobiernos, clases políticas y económicas, así como de la potencia hegemónica del Norte, que siempre los controló, entrenó y dirigió para que cuidaran como robocops sus intereses en el patio trasero.
Una larga lista de muertos, desaparecidos, torturados y chantajeados, amén de las víctimas de atentados terroristas organizados desde esos mismos organismos, da cuenta de ello.
Lógico parece también que se establezca una separación clara entre las actividades de inteligencia (en el exterior) y contrainteligencia (en el territorio nacional) en aras de la seguridad del Estado, y que la Disip y la DIM desaparezcan para dar paso a nuevas estructuras que se supone estarían deslastradas de las concepciones, métodos y vicios ejercitados durante décadas.
Que las funciones propiamente policiales (como patrullaje, explosivistas) pasen a la Policía Nacional y las de investigación criminal al Cicpc, para que los funcionarios de inteligencia se dediquen realmente a lo suyo: recabar información sensible para la seguridad de la Nación.
Hasta ahí, todo bien. Pero…
El alcance de la corresponsabilidad
El principal «pero» lo hallo en el artículo 16 de la Ley.
Éste dice textualmente:
«Son órganos de apoyo a las actividades de inteligencia y contrainteligencia las personas naturales y jurídicas, de derecho público y privado, nacionales o extranjeras, así como los órganos y entes de la administración pública nacional, estadal, municipal, las redes sociales, organizaciones de participación popular y las comunidades organizadas, cuando le sea solicitada su cooperación para la obtención de información o el apoyo técnico por parte de los órganos con competencia especial».
«Las personas que incumplan con las obligaciones establecidas en el presente artículo son responsables de conformidad con la Ley Orgánica de Seguridad de la Nación y demás actos de rango legal y sublegal aplicables a la materia, en virtud de que dicha conducta atenta contra la seguridad, defensa y desarrollo integral de la Nación».
La mayoría de quienes han aparecido criticando este artículo, y toda la ley, aplauden frenéticamente el hecho de que aquí al lado, en Colombia, el gobierno de Álvaro Uribe lleve adelante su «guerra contra el terrorismo» basándose en premisas similares.
William Parra, periodista de Telesur, no puede regresar a su país porque no «colaboró» con la Policía Nacional diciéndoles dónde queda el campamento en el cual interrogó con su cámara a líderes de la guerrilla colombiana. Los mandos uribistas lo acusan de ser cómplice del delito de secuestro porque fue hasta la selva a entrevistar a un oficial prisionero de las FARC y el hombre no quiere «colaborar». Entonces es «cómplice».
Un hombre de izquierda, Carlos Lanz, ha salido en defensa de la Ley.
Espero poder conversar con él para que me convenza de lo contrario, pero a primera vista resulta por lo menos chocante que se establezca, entre otras cosas, una «cooperación» coercitiva y obligatoria de todos los ciudadanos, so riesgo de sanciones penales, con los agencias de inteligencia del Estado.
¿Puede despacharse el debate sobre algo tan grueso invocando el principio de corresponsabilidad consagrado en la Constitución? ¿Toda reserva al respecto obedece a la manipulación mediática?
«Pruebas» como el computador
La Ley establece, en su artículo 20, la posibilidad de que los cuerpos de inteligencia practiquen diligencias sin orden judicial o fiscal en casos excepcionales, y les permite utilizar los resultados de tales diligencias como «pruebas» en un juicio, sin que haya habido control de la otra parte (el imputado) sobre dichas pruebas.
¿No es eso lo mismo que hizo el gobierno colombiano con el computador atribuido a Raúl Reyes, con el cual pretenden ahora dar por probadas las relaciones entre las FARC y los presidentes Chávez y Correa?
En declaraciones recientes, el ministro Ramón Rodríguez Chacín descalificó el valor probatorio del famoso computador porque, entre otras cosas, estuvo bajo poder y manipulación exclusiva por parte del Ejército de Colombia durante varios días, sin que los supuestos incriminados tuviesen control sobre esa «prueba».
Mis rudimentos jurídicos me indican, y que me corrijan los abogados, que nuestra Ley de Inteligencia incorpora la posibilidad de que agencias del Estado venezolano hagan lo mismo que el colombiano con la «evidencia» del súper computador.
Como periodista, también llamo la atención sobre la penalización que la ley pretende establecer contra la publicación o divulgación de documentos secretos o confidenciales.
Es un asunto polémico. Baste decir que se reconoce el derecho del Estado a mantener determinadas informaciones bajo secreto, pero a sabiendas de que se trata de una obligación en cabeza de los funcionarios responsables de resguardarlas, no de los periodistas que tienen el derecho y el deber de informar, consagrados en la Constitución.
Es auspicioso, sí, que la ley enuncie la potestad gubernamental de desclasificar documentos secretos, para que sean de dominio público luego de un tiempo prudencial. El enunciado de la desclasificación no tiene por qué implicar, sin embargo, que antes de ella activarse esté vedado a un periodista publicar un documento con contenido noticioso, así lleve el sello de «secreto». Esa palabra, alguna vez se escribió aquí, es al periodista como caramelo a muchachito.
En Colombia se ha podido confirmar los vínculos entre el Ejército y paramilitares gracias a la publicación de grabaciones telefónicas «secretas» de un general de apellido Uscátegui (así, con S). No era sexo telefónico, eran hechos delictivos los que revelaban sus diálogos formalmente secretos.
Actuando como el enemigo
En Venezuela, como era de esperarse, la derecha antichavista plantea el debate sobre la Ley de Inteligencia haciendo comparación con Cuba, cosa que no pierde oportunidad de hacer (así sea al costo del ridículo).
En realidad, lo sensatamente preocupante son los aires de familia que la legislación tiene con los instrumentos represivos impuestos en EEUU y Colombia.
No dudo que la buena intención anima a sus redactores, pero me temo, hasta que Carlos Lanz me convenza en contrario, que el imperio está más contento que preocupado por la victoria ideológica que ella supone: «he llevado a mi enemigo a hacer lo que yo haría».
Algunos se preguntan, con razón, qué pasaría si por un momento la derecha antichavista lograra hacerse con el poder y utilizara la Ley de Inteligencia para erradicar al chavismo, súbitamente convertido en «subversivo y terrorista». No hace falta tanta imaginación. Basta con imaginarla al servicio de las intrigas y peleas internas de los hombres y corrientes que confluyen en la revolución.
Hábil como ha sido para desactivar las minas con las que se ha tropezado en el camino hacia las elecciones del 23 de noviembre -cuando se decide el rumbo de América Latina-, es deseable que el presidente Chávez halle también la manera de desactivar este explosivo legal que vino a empañar el esplendoroso acierto que fue la elección por la base de los candidatos del PSUV a gobernaciones y alcaldías.
Taquitos
ANÉCDOTA. Hace algunos años, el capitán Eliécer Otaiza contó que, a comienzos de su gestión como director de la Disip, pidió a uno de los funcionarios del despacho que por favor le ubicaran a fulano de tal, a quien le interesaba formular un planteamiento, y, al cabo de un rato, observó con estupor cómo su pedido fue interpretado por sus subalternos como una orden de captura. Al ciudadano X se lo llevaron a su oficina esposado y a empujones. «Aquí lo tiene, jefe». Al entonces director de la Disip no le quedó más que excusarse con el agraviado y reprender a sus captores. Otaiza fue el pionero, en tiempos de revolución, en el impulso de un cambio sustancial en la naturaleza, fines y métodos del organismo, de los cuales la anécdota era apenas un botoncito de muestra.
CITA: «No se puede trabajar en nombre de la justicia cometiendo injusticias». Ernesto Che Guevara.