Las políticas de contención del gasto público a ultranza, presentadas como saludables e ineludibles, deben ser impugnadas por sus devastadoras consecuencias económicas y sociales
Estoy a años luz de los que sostienen que los titulares o encabezamientos simplemente enuncian temas o asuntos a tratar, sin entrar ni condicionar los contenidos. Por el contrario, importan a la hora de perfilarlos; ni mucho menos son objetivos o neutrales. Esto resulta especialmente cierto en el ámbito de las denominadas ciencias sociales y en concreto de la economía, que siempre tiende a presentarse con un halo de objetividad.
Una de las expresiones más frecuentadas y de hecho aceptada por tirios y troyanos, es el de “austeridad presupuestaria”. Un titular que parece a primera vista obvio e inocente. Apela a una práctica que, cabría señalar, es objetivamente beneficiosa, pues, en oposición a la cultura del despilfarro, invita a ser comedidos en el gasto, ¡puro sentido común… en apariencia! La exigencia de austeridad sería, desde esta perspectiva, el kilómetro cero de cualquier reflexión razonable y razonada.
Las cosas, sin embargo, no son tan claras como pretende este planteamiento.
En primer lugar, porque la apelación a la austeridad presupuestaria, a las bondades de la misma, oculta una práctica muy frecuentada, aunque cuidadosamente ocultada, por las grandes corporaciones. Esta practica consiste en hacer valer su posición privilegiada para acceder a los recursos públicos, en condiciones muy favorables a sus intereses, así como para influir y condicionar, también en su propio beneficio, las regulaciones de gobiernos e instituciones.
Es el santo y seña del capitalismo contemporáneo y, por supuesto, de la Unión Europea (UE). Un proceso de ocupación de lo público, del que hay una abundante evidencia empírica. Esto es lo que sucedió, por ejemplo, con el crack financiero de 2008, cuando los grandes bancos —no lo olvidemos, los principales responsables del mismo— fueron rescatados por los gobiernos con el dinero de todos. Algo similar encontramos con buena parte de los recursos movilizados en tiempos de pandemia a través de la deuda mancomunada gestionada por la Comisión Europea y de las facilidades implementadas desde el Banco Central Europeo (BCE); recursos que fueron capturados en gran medida por las corporaciones y las grandes fortunas. Un modus operandi que, es importante señalar esta evidente contradicción, nada tiene que ver con la proclamada austeridad, cuya defensa es simplemente una cortina de humo; en estos y otros casos, el aumento del gasto público, canalizado a través de muy diferentes vías en beneficio del sector privado, ha gozado de todas las bendiciones.
En segundo lugar, el término austeridad presupuestaria apunta claramente al sector público que la necesitaría dada su supuesta inclinación al derroche y a la también supuesta mala utilización de los recursos que maneja. ¿Quién habla de poner coto al despilfarro al que se entregan las elites empresariales, financiado en buena medida con dinero público, con el que se lucran los ejecutivos y los grandes accionistas?
Hay que meter en cintura a los gobiernos y abrir espacios al sector privado, cuyas prácticas serían, por definición, siguiendo el manual neoliberal, intrínsecamente eficientes. Se trata, pues, de que el Estado se retire o, cuando menos, reduzca de manera sustancial su actividad, abriendo las puertas a las empresas privadas. Este ha sido el meollo, el propósito final de tanta retórica vacía acerca de la supuesta inviabilidad del sector público. El resultado está bien a la vista: mercantilización y privatización de las inversiones, la sanidad y la educación públicas y de las políticas que tienen que ver con el progresivo envejecimiento de la población… ¡un suculento negocio!
Mantra
En tercer lugar, se ha pretendido y se ha conseguido colocar la austeridad presupuestaria como columna vertebral de la política económica, el ejemplo por antonomasia de las buenas prácticas en materia de economía. Su consecución y mantenimiento se ha convertido, por lo tanto, en un fin en sí mismo. Se supone que avanzar en esta dirección libera recursos —humanos, financieros, materiales— que, encauzados hacia el sector privado, podrían ser utilizados de manera más eficiente. El resultado, según este relato, sería un mayor potencial de crecimiento y, por lo tanto, un aumento de la tarta de la riqueza de la que todos, en una medida u otra, se beneficiarían. Este es el mantra del ¡todo mercado!
Un planteamiento que, como señalé hace un momento, no sólo otorga, erróneamente, un plus de eficiencia al sector privado en relación al público. Ignora, asimismo, el determinante papel del Estado tanto en la activación de la demanda —consumo e inversión— como en la mejora y el fortalecimiento de la oferta. De hecho, es imposible comprender el auge de las economías capitalistas y la superación de los periodos de estancamiento o recesión sin la decisiva intervención del sector público. En términos más generales, el sistema capitalista, su origen, consolidación y reproducción no se pueden entender sin el estratégico concurso de los Estados.
Se supone, en cuarto lugar, que, al reducir la presencia del Estado en la actividad económica, los mercados desplegarán todo su potencial, lo que se traducirá en una mejora de la productividad, fortaleciéndose de este modo las capacidades redistributivas; todos ganan, en definitiva, y también el sector público que vería aumentados sus ingresos, sin necesidad de acentuar la presión fiscal.
Lo cierto, sin embargo, es que la ocupación de lo público por los capitales privados no ha ido de la mano de un aumento sustancial de la productividad laboral, cuyo avance en las últimas décadas ha sido más bien discreto (son otros factores en los que aquí no voy a entrar los que dan cuenta de esa deriva); y es notorio, además, que los moderados crecimientos registrados en la misma han beneficiado más al capital que al trabajo. De hecho, sobre todo en las últimas décadas, el peso de los salarios en la renta nacional ha tendido a reducirse, mientras que el de los beneficios se ha incrementado, siendo este uno de los factores decisivos que explican el alza de la desigualdad.
Criterios estrictos
En quinto lugar, las supuestas virtudes de esas políticas, que no deben ser calificadas de austeras, se obtendrían tanto en periodos de crisis, para superarlos, como en fases de expansión de la actividad, para mantener el buen tono de las economías. Así, la reivindicación del rigor presupuestario se independiza del ciclo económico, convirtiéndose en atemporal. Este planteamiento ha sido el que ha impregnado el lanzamiento de la Unión Económica y Monetaria, hace casi un cuarto de siglo, cuando se exigió que los países que formaran parte de la misma debían cumplir unos estrictos criterios en materia de déficit y deuda públicos (3% y 60% del Producto Interior Bruto, PIB, respectivamente); criterios recogidos en el denominado Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento (PEC). Estos objetivos, trasladados a los tratados comunitarios, han adquirido de este modo rango constitucional, llevándose por delante el principio básico de la pluralidad de políticas económicas a aplicar. Una vulneración en toda regla de los postulados democráticos sobre los que, supuestamente, se levanta el edificio comunitario y se construye la buena economía.
Con el paréntesis de la crisis pandémica, cuando se suspendió la aplicación del PEC, ante la evidente imposibilidad de alcanzar sus objetivos, la UE ha vuelto a las andadas. Dicho pacto se ha reintroducido, con ligeras modificaciones que no alteran lo sustancial del que estaba vigente antes de la irrupción de la COVID. La CE exige a los gobiernos que sometan a su consideración planes de ajuste, los cuales, una vez aprobados, se convertirán en la hoja de ruta que deberán seguir y cuyo incumplimiento será sancionado.
Las exigencias de reducción de los niveles de déficit y deuda públicos se aplicarán a partir de este año en un contexto económico de moderado crecimiento de las economías comunitarias (la alemana virtualmente estancada), buena parte de las cuales presentan además niveles de déficit y deuda muy superiores a los fijados en el PEC. Pero no se trata sólo de las adversas consecuencias derivadas de la implementación de políticas contractivas en este escenario. La cosa tiene mucha más miga.
Esta exigencia de austeridad se produce en una encrucijada donde la intervención de los poderes públicos es crucial si se quieren enfrentar el desafío climático y medioambiental y la reducción de la desigualdad, si realmente se pretende impulsar la transformación del modelo económico imperante y, en fin, si la UE y los países que la integran aspiran a convertirse en actores relevantes en el Sur global. El retorno de las políticas austeritarias significa de hecho, se diga lo que se diga, renunciar a desplegar con ambición esta agenda.
Una prueba adicional de esta renuncia es que quedan fuera de foco, en un plano meramente retórico, sin medidas concretas y de calado, la posibilidad (que, en mi opinión, es una necesidad inaplazable) de actuar sobre las grandes fortunas y patrimonios y sobre los beneficios de las corporaciones. Es un hecho, los intereses de las elites se han impuesto por encima de cualquier otra consideración, poniendo a los gobiernos e instituciones comunitarias a su merced.
En resumen, las denominadas políticas de austeridad presupuestaria, presentadas a menudo como saludables e ineludibles, deben ser impugnadas en toda regla, por las devastadoras consecuencias económicas, sociales e institucionales que se derivan de su aplicación. Esa impugnación, en esos términos, es clave para el fortalecimiento de la economía crítica y las izquierdas.
Fernando Luengo es economista