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Logística

Fuentes: Rebelión

Aparece en las páginas de economía. Es un triunfador de poco más de cuarenta años. Se le ve sonriente en la foto del periódico, muy juvenil y sin corbata. Es el cínico director general de una gran empresa textil con nombre de fruta, de esas modernas que no fabrican ropa ni fabrican nada. De las […]

Aparece en las páginas de economía. Es un triunfador de poco más de cuarenta años. Se le ve sonriente en la foto del periódico, muy juvenil y sin corbata. Es el cínico director general de una gran empresa textil con nombre de fruta, de esas modernas que no fabrican ropa ni fabrican nada. De las que sólo ponen la etiqueta de su marca a prendas elaboradas en otros países y las venden en miles de tiendas multiplicadas, viendo engordar los beneficios. Presume de la logística que mejora claramente la productividad, y admite que su grupo se desvive para que cualquier punto de venta, esté situado en Madrid, Milán o París, tenga el género que necesita justo a tiempo, casi de inmediato. Por esta cadena de moda se deslizan las prendas de colores que se confeccionan en China, Marruecos o Europa del este; entran por una puerta y con la misma velocidad salen por otra, renovando alegremente la fiesta de estantes y perchas con ofertas especiales para el mercado libre. No es la única. Ni en España -hay tres grupos textiles más-, ni en el mundo.

Pero el secreto del éxito macroeconómico se esconde en la trastienda de los talleres: en la explotación laboral, en la deslocalización que desmonta y cierra una tras otra las fábricas en los países ricos y las abre en los pobres. Competir rebajando sueldos es la tendencia internacional. Capitalismo puro y duro sin ningún freno político. El Estado cada vez más desvestido, ya casi tiritando. El descenso a los infiernos porque, siempre habrá un lugar que produzca más barato, siempre habrá alguien dispuesto a trabajar por menos dinero.

Otra noticia, esta vez en las páginas de sociedad: Intermon Oxfam denuncia en dos estudios, «La moda que aprieta» y «Más por menos», cómo la estrategia de producir más rápido y barato de las empresas transnacionales equivale a jornadas interminables y sueldos miserables en África, China o Europa del este.

Lo que cuenta son las cuentas, y en el año 2000 el mundo se gastó un trillón de euros en ropa. Las grandes compañías han descubierto la rentabilidad de fabricar en el extranjero, y las prendas salen como churros de algunos talleres de Tánger, gracias, eso sí, a jornadas laborales frente a la cadena de montaje que en temporada alta pueden superar las quince horas. No hay tiempo ni para enfermarse cuando se acortan los plazos de entrega de la preciada mercancía, y las trabajadoras de Sri Lanka tienen infecciones urinarias porque no las dejan ni ir al baño, sólo una vez al día. Claro que hay prisa, la moda cambia rápido y las tiendas de los centros comerciales siempre han de estar llenas de frescas novedades y de gente, y más gente.

A la gran empresa competitiva y mundializada, a la que suma y suma con una calculadora especial para miles de dígitos, esos nimios detalles sobre las condiciones sociolaborales no le importan, porque lo urgente, lo importante, es cambiar ágilmente el escaparate y llenarlo de luz y color. Son variables socioeconómicas que no entran, ni siquiera en un apéndice de los estudios de rentabilidad, temas menores de los que se encarga la contrata que a su vez subcontrata y vuelve a subcontratar hasta el infinito y más allá. Capataces del siglo XXI que, con el látigo siempre a punto, nos mantienen como foto fija en la revolución industrial del XIX. La esclavitud no acabó. Veinte millones de personas trabajan en condiciones de servidumbre en el mundo. La distancia cada vez más gigantesca entre consumidores y consumidos es el otro gran éxito económico de la globalización.