No todo iban a ser malas noticias desde Bruselas. Por una vez, vamos a tener que congratularnos de que alguien sea capaz de meter en cintura a un gobierno que, en la senda del anterior, no estaba dispuesto a permitir que quienes debían haber asumido los costes de sus inversiones arriesgadas lo hicieran en lugar […]
No todo iban a ser malas noticias desde Bruselas. Por una vez, vamos a tener que congratularnos de que alguien sea capaz de meter en cintura a un gobierno que, en la senda del anterior, no estaba dispuesto a permitir que quienes debían haber asumido los costes de sus inversiones arriesgadas lo hicieran en lugar del resto de contribuyentes de este país a quienes se les viene imponiendo injustamente esa carga. Me estoy refiriendo, en concreto, a los accionistas y acreedores de las instituciones bancarias españolas que han sido nacionalizadas y que han recibido y deben seguir recibiendo dinero público (antes directamente de nuestros bolsillos, ahora a través del fondo de rescate europeo).
Se nota que en Bruselas se encuentran menos comprometidos con las inmundicias que deben existir debajo de las alfombras de esas antiguas cajas de ahorro que los dos partidos políticos a los que venimos sufriendo la gestión de esta crisis. Se ve que allá, desde la distancia de los despachos de la capital belga, la solución de privatización de beneficios y socialización masiva de las pérdidas -y, entre tanto, financiación privilegiada de los partidos políticos- no les parece una solución tan acertada como a nuestros dos últimos gobiernos, el anterior del PSOE y el actual del PP. Así que, a cambio del dinero público europeo que llegará vía rescate bancario están decididos a obligar a que el gobierno cambien el paso y obligue a accionistas y resto de acreedores a asumir pérdidas cuando el banco en el que invirtieron demande recursos públicos.
La consecuencia es clara: si esos bancos necesitan dinero público y no se está dispuesto a dejarlos caer no se sabe bien por qué extraña razón, los primeros que deben sufrir las consecuencias de la desastrosa gestión son quienes la alimentaron, esto es, sus accionistas y resto de acreedores. Esos mismos que durante los opíparos años de la burbuja inmobiliaria cosechaban dividendos extraordinarios sin fin y que no han querido entender nunca que el capitalismo tiene estas cosas: a veces se gana (poco unos muchos y mucho unos pocos) y otras se pierde (mucho unos muchos y poco unos pocos). Esos que no han querido entender que cuando compraban una acción de un institución financiera se convertían, alícuotamente, en su propietario y, por lo tanto, les correspondía controlar la gestión de la institución, vigilarla y exigir responsabilidades. Esos que no quisieron entender que las elevadas rentabilidades tenían su contrapartida en términos de riesgos también más altos y que, por lo tanto, las elevadas remuneraciones tenían una posible cara oculta que nadie les explicaba: que pudieran perder, como cualquier inversor, sus pequeñas o grandes inversiones. Esos mismos que, durante los años de bonanza, justificaban el que las rentas no salariales netas del conjunto de los hogares de este país mantuvieran, según la Contabilidad Nacional, unas tasas de variación anual del 9,5% y del 9,4% los años 2005 y 2006, respectivamente o que alimentaban el que entre 2004 y 2011 los activos financieros en manos de los hogares crecieran en más de un 23%, poniendo de relieve la progresiva implicación de estos agentes en el mundo de las finanzas.
Y no vale ahora hacer distingos entre unos y otros, entre los pequeños y los grandes inversores, porque más allá de la cuestión de escala, la esencia de sus actuaciones era a todas luces la misma: la codicia que anima el capitalismo y sin la que éste no podría funcionar. No quisiera que pareciera un juicio moral, pero tampoco me gusta exculpar por razones de magnitud a quienes actúan por idénticos motivos: la búsqueda de rentabilidades elevadas pensando que, en caso de que se presenten riesgos, ya los asumiremos entre todos.
Como tampoco es válido que los pequeños inversores se acojan a la protección de la que necesariamente deben gozar los depositantes del banco. No es lo mismo que el Estado proteja a los depositantes, que no son accionistas del banco sino meros clientes que utilizan sus servicios y reciben una rentabilidad lastimosa por permitir que el banco haga negocios con esos depósitos (cuando la hay, porque lo normal es que tengan que afrontar cargos más onerosos por el mantenimiento de su cuenta), a que lo haga con los accionistas, que invierten en el banco esperando, precisamente, que éste haga negocio con esos recursos, obtenga elevados beneficios y reparta dividendos con ellos. Uno es cliente; el otro propietario. Uno debe ser protegido de la mala gestión; el otro debe ser penalizada por ella porque, por acción u omisión, es responsable de la misma.
Y, por último, también hay que señalar que la ignorancia de las reglas no debe eximir de las pérdidas. Igual que alguien no apostaría sus ahorros en un juego cuyas reglas desconoce porque sabe que puede ser fácilmente engañado y perderlos, tampoco debería invertirlos nunca en un negocio del que prácticamente lo desconoce todo y, si lo hace, deber ser por su cuenta y riesgo. Así, quien invirtió engañado por sus gestores financieros, como se está demostrando que ocurrido en el caso de las preferentes, que denuncien en los juzgados, que para eso están, como si los hubieran timado vendiéndoles una estampita haciéndoles creer que era un billete de lotería premiado. No basta en estos casos con expresar el desconsuelo en las calles sino que es necesario acudir a los tribunales para poner de manifiesto el proceso de estafa y engaño al que se vieron sometidos, la expropiación financiera de la que fueron objetos sobre la base de la confianza que depositaban en las personas encargadas de gestionar los ahorros de toda su vida.
El problema es que quien no lo puede demostrar deberá aceptar que cuando le ofrecieron el producto lo único que le preocupó saber de él fue su rentabilidad; que igual que todo el mundo sabe que un tipo de interés de 5% es más que uno de 1%, se puede preguntar por el resto de características del producto y valorarlo en consecuencia. Apelar ahora a la falta de cultura financiera es útil de cara al futuro, porque genera no sólo interés por la misma sino mayor precaución, pero no puede ser eximente de responsabilidad frente al pasado porque tampoco nadie les obligó a invertir sus ahorros en el complejo mundo de las finanzas. Haber caído en la trampa del capitalismo financiero popular, esa nueva era en la que todos nos beneficiaríamos participando en la medida de nuestras posibilidades -o, incluso, por encima de ellas- de las elevadas rentabilidades del mágico mundo de las finanzas, tiene un coste que ahora debe ser asumido.
Que unos se hayan aprovechado de la confianza y la codicia de los otros no exime a los otros de haberse cegado mirando rentabilidades, recaudando dividendos e ignorando riesgos. Ambos son cómplices necesarios para que el sistema capitalista funcione y si ahora no les gusta que ayuden a crear otro mundo posible, que lo hay.
Alberto Montero Soler ([email protected] ) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y presidente de la Fundación CEPS. Puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.
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