I El debate sobre las desigualdades se ha reanimado en los últimos años. Más o menos, mucha gente intuía que la pobreza y las desigualdades estaban creciendo, pero durante largo tiempo la cuestión había sido ignorada por las elites intelectuales. Pero, tanto las valiosas aportaciones de científicos como Richard Wilkinson y Kate Pickett, Branko Milanovic, […]
I
El debate sobre las desigualdades se ha reanimado en los últimos años. Más o menos, mucha gente intuía que la pobreza y las desigualdades estaban creciendo, pero durante largo tiempo la cuestión había sido ignorada por las elites intelectuales. Pero, tanto las valiosas aportaciones de científicos como Richard Wilkinson y Kate Pickett, Branko Milanovic, Thomas Piketty, James K. Galbraith o Felipe Palma ―por destacar autores punteros―, como la creciente evidencia estadística, han obligado a reconocer la gravedad de la cuestión. Incluso instituciones tan conservadoras como la OCDE o el Banco Mundial han realizado estudios que toman cuenta de la situación y abogan por hacerle frente.
Sin embargo, reconocer un problema no es lo mismo que tratar de resolverlo. Es, en todo caso, sólo un primer paso, pues cuando un problema no se ve resulta claro que va quedar marginado (por eso el lobby petrolero ha tratado de forma deliberada de evitar que se reconozca el calentamiento global). Pero una vez reconocido, hace falta adoptar un plan de acción para hacerle frente. Todo plan de acción requiere un buen diagnóstico de las causas que provocan el problema y el diseño de un plan de medidas para hacerle frente. Ello no es siempre posible, como bien sabemos para el tratamiento de muchas enfermedades. Es más fácil detectarlas, acotar su diagnóstico, que explicar cómo se producen y encontrar un tratamiento eficaz. A menudo hace falta mucha investigación hasta llegar a entender los procesos y encontrar las respuestas adecuadas. Se requieren recursos humanos y materiales, se requiere partir de un enfoque teórico adecuado.
Y sabemos que el desarrollo científico y tecnológico está cuajado de sesgos, caminos equivocados. Unas veces porque las teorías disponibles no son adecuadas. Otras porque faltan los recursos, o porque las interferencias políticas o burocráticas bloquean el trabajo. El trabajo científico no es una actividad de individuos libres en busca de la verdad (aunque bastante de ello hay en la mejor ciencia). Es una actividad que se desarrolla en instituciones que tienen sus propias tradiciones, sus jerarquías, sus fuentes de financiación, su organización, y esas instituciones a veces interfieren y otras veces favorecen la obtención de unos determinados resultados. Y la conversión de conocimiento en respuesta práctica depende de otro complejo sistema de instituciones y personas que decidirán apoyar uno u otro desarrollo en función de sus propias lógicas, intereses, ideologías. En el caso de las empresas, el criterio de rentabilidad es crucial. En el caso de instituciones públicas, influyen otras cuestiones. Pero, en todo caso, el resultado final dependerá de esta conjunción entre producción científica, intereses públicos y privados, instituciones. Tomarlo en consideración nos ayuda a entender por qué se habla tanto de desigualdad y se hace tan poco para combatirla.
II
En la cuestión de la desigualdad, todos los elementos se conjugan en contra de la adopción de medidas serias y eficaces. A ello contribuye tanto el enfoque teórico dominante en economía como la cultura imperante en las instituciones de reguladoras, así como el poder de los grupos dominantes.
La teoría económica neoclásica es ―a pesar de su formalización y sofisticación― más una legitimación abstracta de la bondad del capitalismo que un verdadero conocimiento científico (lo que no quiere decir que todo lo que hacen los economistas teóricos tenga sentido). No es casualidad que las principales aportaciones teóricas sobre las desigualdades estén desarrolladas por autores que se sitúan en la frontera de la tradición neoclásica o directamente fuera de la misma (o simplemente no son economistas, como el caso de Wilkinson y Pickett). El modelo del equilibrio general que sirve de coartada para negar toda intervención pública que altere el mercado se sustenta en unos supuestos que en muchos casos niegan la realidad, que difuminan las desigualdades estructurales. Por ejemplo, el modelo más habitual parte de una sociedad formada por individuos con recursos parecidos entre sí que simplemente entran en el intercambio para mejorar su utilidad. También se tiende a minusvalorar los efectos negativos del modelo (hay variantes del modelo general que muestran que el funcionamiento del mercado genera un crecimiento sostenido de las desigualdades, pero se trata de un desarrollo casi siempre olvidado). Así, por ejemplo, el concepto de productividad, un concepto esencial a la hora de justificar las desigualdades de ingresos entre individuos, ha sido objeto de numerosas críticas sustanciales, (por economistas tan diversos como Joan Robinson, Piero Sraffa o José Manuel Naredo) sin que ello haya impactado en absoluto en el discurso económico dominante.
Si la base teórica ya es de por sí inadecuada, esta situación se amplifica cuando se analiza el papel de los organismos reguladores de la economía. En especial los bancos centrales (Banco Central Europeo, Banco de España), cuyo papel siempre ha sido importante, y ha aumentado en el período neoliberal. La mayoría de estas instituciones están copadas por los economistas más conservadores y ortodoxos (hace tiempo que corre el convencimiento de que el único lugar donde un heterodoxo tiene cabida es en la Organización Internacional del Trabajo, que a la postre es una institución con casi ningún poder real en la economía cotidiana). Y sus recomendaciones tienen siempre el mismo sentido: cualquier intervención en el mecanismo de mercado genera distorsiones y efectos perversos.
Y sin una intervención en el mecanismo de mercado es imposible reducir las desigualdades, especialmente en un mercado real que nada tiene que ver con el modelo teórico de competencia perfecta donde millones de individuos y empresas interaccionan entre sí. Los recursos con los que cada persona participa en el mercado son desiguales (y reflejan muchas veces toda una historia familiar), la mayoría de mercados son oligopólicos (pocas empresas tienen un control del mismo), las externalidades y costes sociales aparecen por doquier, la información es imperfecta, el comportamiento de individuos y empresas no sigue las pautas de racionalidad neoclásica, etc. De hecho, estos mismos reguladores que claman por la «libertad de mercado» no dudan en proponer intervenciones masivas cuando las «víctimas» del juego son los grupos de poder. En esos casos, alegan que se hace para el interés general. Así ha tenido lugar el salvamento del sector financiero, no sólo con inyecciones directas de dinero público en los bancos, sino también con una política monetaria heterodoxa que les ha permitido obtener una liquidez casi infinita (aunque posiblemente ahora esta política monetaria drene su rentabilidad; como ocurre con muchos tratamientos médicos, todo remedio tiene sus contraindicaciones).
Y es que sin alterar el funcionamiento el «mercado real» (más precisamente el funcionamiento del capitalismo) es imposible reducir significativamente la pobreza. De hecho, hay tres grandes vías para hacerlo: alterando la distribución primaria, con mecanismos redistributivos, y con cambios en la distribución de los recursos. En el primer campo se encuentran las reglas que cambien la distribución entre salarios y beneficios, como cambios en la fijación de los salarios. En el segundo, un nuevo modelo impositivo que aumente la presión fiscal a las rentas altas y redistribuya en dinero o en especie a las bajas (los estudios de F. Palma muestran cómo en los últimos años el 10% más rico ha visto reducida drásticamente su aportación fiscal y el 10% más pobre las rentas que recibe vía estatal). El tercero, más radical, supone una redistribución de los activos (el reparto de tierras es un ejemplo) o de los derechos de la propiedad. En los tres espacios hay posibilidades de acción muy diversas. Pero todas ellas reciben de inmediato la crítica de las acciones reguladoras y, lógicamente, una feroz resistencia de los afectados por cualquier cambio en el statu quo. Afectados que cuentan con muchos más recursos culturales, económicos y mediáticos para hacer aparecer sus intereses como una cosa natural.
III
Esta última semana abundan los ejemplos de lo que trato de contar. Una vez más, el Banco de España ha vuelto a la carga. Nunca defrauda, es un actor institucional perfectamente previsible. Y lo ha hecho con tres cuestiones sensibles: el ahorro, las pensiones y el salario mínimo.
Los dos primeros están relacionados. El ahorro individual tiene como objetivo contar con una reserva financiera para hacer frente a situaciones imprevistas o caídas de ingresos futuros. La vejez es la situación más cierta en la que puede esperarse una reducción de ingresos y un posible aumento de gastos. Lo primero que ha planteado el Banco de España es que la gente ahorra poco y se está endeudando. Lo segundo, que el sistema público de pensiones es insostenible y hay que revisarlo, aumentando la edad de jubilación, rebajando prestaciones y complementándolo con fondos de pensiones. Lo tercero es que una forma de mejorar las rentas de la vejez es mediante una hipoteca inversa (aún hay mucha gente propietaria de vivienda), por la cual el banco paga una renta a cambio de controlar la vivienda. El informe del Banco no cuestiona el actual nivel de salarios que determina la verdadera posibilidad de ahorro de cada cual, ni explica que la única vía de hacer compatible consumismo y bajos salarios es con endeudamiento privado (aunque al final el excesivo endeudamiento genera crisis). Ni tiene en cuenta que alargar la edad de jubilación es otra vía de aumento de las desigualdades, puesto que hay enormes diferencias en las condiciones de salud y los requerimientos físicos de cada tipo de empleo (sin contar las políticas de ajuste de plantillas que aplican las empresas). Ni se toma en cuenta la rentabilidad real de los fondos de pensiones. Más bien, lo que se pretende es imponer otro modelo de protección social con mayor peso de fondos privados (e hipotecas inversas) que garantizan nuevas vías de beneficios al sistema financiero, que en el caso de las hipotecas inversas acaban en una cierta incautación por los bancos (pues los cálculos financieros que determinan cuotas casi siempre están sesgados) y que sin duda aumentarán las desigualdades. La distribución actual de la renta y el cambio demográfico exigen transformaciones. Pero no la nueva vía a la desigualdad que se propone. Una vía que, además, hace culpables a la gente de bajos ingresos de una situación que ellos no han generado.
En lo del salario mínimo aún han estado más brillantes. Cuando el Gobierno anunció la subida a 900 euros el Banco predijo la destrucción de medio millón de empleos. Algo que no justificaba la evidencia empírica de otros países y territorios. Como no ha ocurrido, ahora argumentan que se requiere más tiempo para ver el efecto. Seguramente esperarán a que haya una nueva recesión, que caiga el empleo y que con una hábil modelización puedan colar su «verdad». El aumento del salario mínimo es una modesta medida de reducción de desigualdades, que tiende a aumentar el «suelo salarial». La pertinaz oposición a esta medida ejemplifica el odio de las élites técnicas a la lucha por la igualdad.
Para remachar la jugada, la Ministra de Economía, Nadia Calviño (formada en el contexto intelectual de los organismos reguladores), ya ha anunciado que de contrarreforma laboral nada, aun cuando hay evidencia de que el intento de dinamitar la negociación colectiva ha sido un elemento crucial en el crecimiento de las desigualdades salariales. Y hay evidencia de que los países con más peso sindical y negociación colectiva más inclusiva son los que mantienen niveles menores de desigualdad.
La desigualdad de ingresos no es sólo una injusticia, sino la fuente de muchos problemas sociales. No es una cuestión natural, sino el resultado del complejo funcionamiento de las sociedades capitalistas reales (con la interacción permanente de empresas privadas e instituciones públicas, con los mecanismos de dominación imperial que marcan las reglas de juego entre países). Pero es no sólo una realidad impuesta desde arriba, sino que es a menudo aceptada y legitimada por importantes sectores de población socializados en la cultura de la desigualdad.
Por eso, tomarse en serio la lucha por la igualdad exige intervenir en muchos campos. En el de las reformas de las normas de distribución de la renta, de fijación de impuestos y políticas públicas. Pero también en la elaboración científica, en la reforma de las instituciones reguladoras, en la construcción de un discurso social que rompa con la hegemonía neoliberal. Como siempre, la lucha por la dignidad humana se juega en muchos campos. Y los enemigos de la igualdad están atrincherados en muchas posiciones.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-180/notas/los-amigos-de-las-desigualdades