A lo largo de 2015, las pérdidas de los mercados bursátiles sumaron cientos de miles de millones de dólares. El mundo de los negocios se puso a temblar cuando a inicios de agosto la bolsa de valores de Shanghái cayó durante varias jornadas consecutivas. Solamente entonces se puso en evidencia que las vulnerabilidades de la economía […]
A lo largo de 2015, las pérdidas de los mercados bursátiles sumaron cientos de miles de millones de dólares. El mundo de los negocios se puso a temblar cuando a inicios de agosto la bolsa de valores de Shanghái cayó durante varias jornadas consecutivas. Solamente entonces se puso en evidencia que las vulnerabilidades de la economía mundial no se restringían a Estados Unidos y la Unión Europea.
Aunque ya pasaron más de 7 años desde la quiebra de Lehman Brothers, todo apunta a que la crisis global todavía no toca fondo, pues conforme pasan las semanas cobra nuevas víctimas, de un sector a otro, de una región geográfica a otra. Como consecuencia de la creciente desaceleración de Asia-Pacífico, los países emergentes cuyos ingresos dependen de la exportación de materias primas (commodities) se encuentran hoy en un serio predicamento.
El canal de contagio (de la crisis) de los países industrializados hacia los emergentes ya no es únicamente por la vía comercial -si bien cabe destacar que el Baltic Dry Index (BDI), uno de los principales indicadores del transporte marítimo y un dato fundamental para medir la actividad comercial en términos reales, registra su peor desempeño de las últimas 3 décadas-, sino sobre todo a través de las finanzas.
De acuerdo con una investigación publicada en octubre por el Instituto de Finanzas Internacionales (IIF, por su sigla en inglés), que analiza los datos de 30 países, este año las salidas de capitales de los residentes en los países emergentes alcanzarán más de 1 billón de dólares. Es el monto más dramático desde la crisis asiática de 1998. No hay duda de que la euforia bursátil del Sur global no será más.
Es que los inversionistas que venían comprando bonos de deuda soberana de los países de América Latina y Asia-Pacífico, así como títulos respaldados en commodities, en la actualidad están llenos de miedo e incertidumbre. Ya no consideran seguro obtener elevados dividendos apostando en activos financieros de alto riesgo.
Ahora nada les resulta más seguro que volcar sus inversiones hacia los bonos del Tesoro de Estados Unidos. A pesar de su enorme deuda pública, nadie cree que Washington vaya a declararse en bancarrota en el corto plazo, eso llevaría a que el dólar viera debilitado su estatus de moneda de reserva, y con ello, la hegemonía de Estados Unidos sería herida de muerte. Resulta una contradicción que aún con los graves problemas de la economía estadounidense, la confianza en el dólar apenas se haya visto mermada desde la crisis de 2008, si bien es cierto que hay otras monedas, como el yuan, que han visto incrementada su influencia de modo considerable.
En estos momentos el dinero nuevamente está regresando a casa, a sus verdaderos dueños, a los bolsillos de los magnates de Wall Street. Eso explica la caída de los tipos de cambio y los mercados de valores de los países emergentes. Sin embargo, ese dinero o bien se va a atesorar, o bien se va a utilizar para llevar a cabo fusiones y adquisiciones (mergers & acquisitions) de empresas, mas no se invertirá de forma masiva en las actividades productivas y, por lo tanto, el mercado laboral de Estados Unidos estará aún muy lejos de superar su degradación estructural.
Ante el pánico cada vez más generalizado, el Fondo Monetario Internacional (FMI) insiste en que las autoridades monetarias de Estados Unidos deben actuar con cautela. Ante los altos niveles de deuda en escala mundial, que está denominada fundamentalmente en dólares, la directora ejecutiva del FMI, Christine Lagarde, ha sugerido en varias ocasiones que Estados Unidos debe postergar hasta por lo menos 2016 el incremento de la tasa de interés de los fondos federales (federal funds rate).
Si bien los datos más recientes del mercado laboral de Estados Unidos parecen mejores que antes, eso no implica de ningún modo que la economía de aquel país goce de una recuperación sostenida. La deuda privada se mantiene muy elevada en Estados Unidos, lo mismo la de las empresas que la de las familias. Miles de estadounidenses no encuentran empleos de tiempo completo, únicamente a tiempo parcial, la mayoría de las ocasiones muy mal pagados y sin prestaciones sociales de calidad. Los más desafortunados sobreviven a expensas de los seguros de desempleo y los cupones de alimentos.
En contraste, gracias a las políticas del gobierno, los bancos estadounidenses han logrado incrementar sus niveles de capitalización. Asimismo, aumentaron su apalancamiento financiero (es la relación entre crédito y capital propio invertido en una operación financiera), con lo cual, está claro que más que proveer recursos crediticios a las pequeñas y medianas empresas, se han dedicado a realizar apuestas especulativas en el mercado bursátil. Con todo, tal como lo apunté en mi entrega anterior, ese auge también se ha venido agotando a gran velocidad. Según los datos de los propios bancos de Estados Unidos, sus niveles de ganancias apuntan a la baja.
Visto desde una perspectiva global, el gran riesgo está en que cualquier decisión precipitada puede apuntalar las tendencias recesivas (depresivas) en otros países. Paul Mason, editorialista del diario británico de The Guardian, cita a los economistas del Banco de Pagos Internacionales (BIS, por su sigla en inglés), para quienes es este «un mundo en el que los niveles de deuda son demasiado elevados, el crecimiento de la productividad es demasiado débil y los riesgos financieros son demasiado amenazadores».
En el caso del Continente Europeo, por ejemplo, ante la extrema debilidad del crecimiento y la inflación negativa (deflación) que ha golpeado a varias naciones de la periferia, el banco central de la unión monetaria se ha declarado dispuesto a llevar a cabo medidas extraordinarias si la situación económica continúa su deterioro.
Lo mismo sucede con Japón, después de que el primer ministro, Shinzo Abe, puso en marcha un ambicioso programa de recuperación, que incluyó tanto estímulos monetarios como fiscales, y un conjunto de «reformas estructurales» a fin de incrementar la productividad, la segunda economía más importante de la región asiática cayó en recesión técnica el tercer trimestre de este año.
Es así como tres de los bancos centrales más poderosos del mundo divergen en sus planes de política monetaria, mientras que por un lado en Estados Unidos se están preparando para elevar el costo del crédito, por otro lado en Europa y Japón se alistan a lanzar programas de inyección de liquidez mucho más agresivos. Con ello, es evidente que la volatilidad de los mercados financieros no disminuirá, sino que tenderá a aumentar durante los próximos meses.
En definitiva, no existe consenso entre las grandes potencias sobre el tipo de políticas monetarias que deben ponerse en marcha para combatir la recesión mundial. Así se puso de manifiesto en la cumbre del Grupo de los 20 (G20, integrado por las 20 economías más poderosas del mundo) llevada a cabo a mediados de noviembre en la ciudad de Antalya, Turquía.
No obstante, en lo que sí hay acuerdo entre los principales líderes mundiales es en seguir agudizando las condiciones de explotación de la clase trabajadora mediante nuevas «reformas estructurales». En cambio, las reformas orientadas a regular las actividades financieras globales carecen de dientes afilados y su ejecución progresa muy lentamente. Los fondos depositados en los paraísos fiscales siempre son intocables. Es el reflejo que muestra la misma imagen desde París, Berlín, Londres, Bruselas, Washington, Tokio y el grueso de los países emergentes: los amos del dinero imponen su ley.
Ariel Noyola Rodríguez es economista, egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México. Twitter: @noyola_ariel.
Fuente: Contralínea.