Corría el año de 1919. La Primera Guerra Mundial había devastado por primera vez Europa en el siglo XX. Se habían desmoronado cuatro grandes imperios (el alemán, el austro-húngaro, el otomano y el ruso) y se vivía una de las llamadas «primaveras de los pueblos». Pero sobre todo había triunfado la Revolución Bolchevique en Rusia, […]
Corría el año de 1919. La Primera Guerra Mundial había devastado por primera vez Europa en el siglo XX. Se habían desmoronado cuatro grandes imperios (el alemán, el austro-húngaro, el otomano y el ruso) y se vivía una de las llamadas «primaveras de los pueblos». Pero sobre todo había triunfado la Revolución Bolchevique en Rusia, causando un electrochoc en el movimiento obrero internacional. Aspirando a conducir, con la legitimidad derivada de su inesperada victoria, los destinos de tal movimiento, los Bolcheviques con Lenin a la cabeza emplazaron a los partidos miembros de la Internacional Obrera a aceptar «21 condiciones» impuestas por esta dirigencia emergente, como requisito para permanecer como miembros del movimiento. Esto generó un debate violento y fratricida en el seno de los partidos socialistas, y concluyó en términos generales con la victoria de los partidarios del alineamiento con Moscú. En Francia por ejemplo, país al que a veces se me reprocha conocer demasiado, La Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO) celebró dos Congresos entre 1919 y 1920, siendo el último tal vez el más famoso de la historia del socialismo en ese país: el Congreso de Tours. Allí, la gran mayoría de la militancia obrera se adhirió a la línea bolchevique, aunque concretamente nunca se haya votado específicamente sobre la adopción de las «21 condiciones», y una minoría de la militancia, pero que contenía a la mayoría de los cargos de elección popular del partido (sobre todo alcaldes y diputados), la rechazó. Fue en este Congreso, y en congresos similares en otros países, que se produjo el cisma fundamental del movimiento obrero y de la izquierda en el siglo XX. De los viejos y tradicionales partidos socialistas nacieron, por decisión de la mayoría de su antigua militancia, los partidos comunistas. Fue a partir de ahí que se institucionalizó la dicotomía clásica entre «social democracia» y «comunismo». También, para simplificar, la oposición entre «reforma» y «revolución».
Pero para volver brevemente al contexto en el cual se produjo este cisma, el debate en aquel entonces se cristalizó alrededor de un texto muy concreto. Tan concreto que constaba de «21 condiciones». Por ejemplo, para ser un auténtico revolucionario en el contexto particular de la Europa de 1919-1920, había que estructurar una «organización clandestina paralela a la legal», pues países como Rusia y Alemania se encontraban prácticamente en guerra civil. También había que adoptar el «centralismo democrático» como forma organizativa y de debate, o manifestar su «respaldo irrestricto a las Repúblicas Soviéticas» que nacían como una esperanza para el movimiento obrero y se encontraban militarmente asediadas dentro y fuera de sus territorios. Al contrario de lo que había preconizado el propio Marx, la primera revolución proletaria de Europa se había producido en un país rural y atrasado como Rusia, y la toma del poder había sido producto de un golpe de Estado «a la Blanqui» (del apellido del socialista francés del siglo XIX), pues una vanguardia revolucionaria desprovista de organización de masas había literalmente asaltado el Palacio de Invierno en un momento de debilitamiento general del poder imperial del Zar. Pertenecer al campo de la «revolución» o de la «reforma» en 1920 era menos una cuestión de sustancia que de método. Los socialistas que rechazaron las 21 condiciones eran ideológicamente igual de anticapitalistas que los que se adhirieron a ellas, pero diferían en la estrategia, los métodos y la interpretación de la coyuntura. Preconizar por ejemplo la participación en elecciones generales con el objetivo de conformar una mayoría que condujera a la constitución de un gobierno progresista que promoviera la aprobación de legislación social favorable a los trabajadores y contraria a los intereses del capital, era una postura considerada como reformista. El tema no era si quienes promovían esa política eran genuinamente fieles a los intereses de los trabajadores, sino que a través de ese método no lograrían hacer LA revolución, que era perseguida como un fin en sí mismo.
Lo interesante de revisitar esta historia es que, curiosamente, aunque las circunstancias hayan cambiado radicalmente desde 1920, todavía haya quienes utilicen la dicotomía entre «revolución» y «reforma» para intentar darle el mismo contenido que tenía hace casi 100 años. Más curioso aún, es que lo intenten hacer en Venezuela, pues además de la distancia temporal, a los venezolanos de hoy nos separa un abismo histórico, político o cultural con, digamos, la Alemania de los años 20 del siglo pasado. Si cometiéramos el anacronismo de examinar a la Revolución Bolivariana intentando juzgar si se adecúa o no a lo que en su momento preconizaban las 21 condiciones de Lenin, es bastante probable que los bolivarianos de hoy no superásemos la prueba de los bolcheviques de ayer. Y si todos entendemos que tal ejercicio no tiene absolutamente ningún sentido, también deberíamos entender que es absurdo utilizar aquí y hoy, las categorías que surgieron de ese debate en ese momento. Salvando las distancias históricas y geográficas, si miramos los últimos 16 años en retrospectiva, la Revolución Bolivariana ha transformado a la sociedad venezolana a través de una serie de reformas. Reformas profundas, radicales, incluso reformas revolucionarias si se me permite esta aparente contradicción, pero la verdad es que, a los ojos de un bolchevique de 1920, la Revolución Bolivariana tendría serios visos de desviacionismo reformista. Aquello del pluralismo, la participación protagónica, la centralidad de la constitución y la ley como herramientas de construcción de una nueva institucionalidad, la separación de poderes, la transferencia de poder al pueblo y la conformación de un poder comunal como auténtica descentralización del poder, la organización de elecciones libres y abiertas, con sufragio universal y directo… Francamente, no sonaría muy revolucionario a los oídos del Komintern. Y sin embargo nosotros sabemos lo que ha costado y sigue costando, lo que ha implicado e implica en términos de confrontación de intereses, en suma, conocemos el carácter profundamente revolucionario de este «reformismo radical».
La situación política y económica compleja que atraviesa la Revolución Bolivariana ha hecho surgir, entre otras, una crítica dirigida hacia el gobierno y sus políticas, que se posiciona a sí misma desde la «izquierda del chavismo». Sin entrar en detalles que francamente no me apasionan, estas críticas insisten en la pérdida del carácter «revolucionario» del gobierno y argumentan que se ha vuelto «reformista», en una suerte de pacto secreto con las élites. Curiosamente, algunas de estas críticas han sido dirigidas hacia mi, porque en algún momento dije algo que sigo pensando hoy, y es que el gobierno del Presidente Maduro debe hacer prueba, particularmente en su política económica, de pragmatismo. Digo curiosamente por dos razones que me resultan casi cómicas. La primera, es que yo no tengo ninguna responsabilidad en el gobierno desde hace ya dos años, de modo que es perfectamente inútil atacarme a mi con la intención de atacar al gobierno. Pero aparentemente hay a quienes les resulta cómodo no darse por enterados. Y la segunda, tal vez la más jocosa, es que la crítica que formulan a la política económica des estos últimos dos años es que ha sido, en parte por mi nefasta y excesiva influencia, ¡demasiado pragmática!
Como no hay mal que por bien no venga, al menos esto deja claro que no tenemos la misma concepción del pragmatismo, pues para mi, una política pragmática en economía buscaría generar crecimiento y mantener la inflación en niveles razonables, teniendo como postulado central que el ingreso real de la mayoría de los venezolanos no retroceda, sino que progrese. Al conjugar estos postulados con los de priorizar al máximo la inversión social de la manera que se ha venido haciendo desde 1999, tengo la impresión de estar describiendo el núcleo fundamental de la acción del chavismo desde que llegó al poder. Pero quién sabe, mientras algunos hemos estado aportando para transformar la realidad aquí y ahora, hay quienes se pasan el día entero buscando clasificar a los demás, como en 1920, entre «revolucionarios» y reformistas».
Parecen pasar por alto que Chávez llamó a construir un socialismo «del siglo XXI», y que para adaptar el socialismo a nuestros tiempos, no basta con disfrazarse de «boli-bolcheviques».
Fuente: http://www.notiminuto.com/noticia/los-boli-bolcheviques/#
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