Haciendo gala de esa incoherencia entre el discurso y la acción que caracteriza la gestión de este gobierno, ayer conocíamos que a pesar del anuncio realizado por la directora general del Tesoro tras la cumbre del G-20 celebrada en Londres de que en España se iba a redactar una ley para combatir el blanqueo de […]
Haciendo gala de esa incoherencia entre el discurso y la acción que caracteriza la gestión de este gobierno, ayer conocíamos que a pesar del anuncio realizado por la directora general del Tesoro tras la cumbre del G-20 celebrada en Londres de que en España se iba a redactar una ley para combatir el blanqueo de capitales que superaba con mucho las directrices europeas, finalmente ésta no va a ser tan dura como se publicitó en aquel momento de euforia reformista del capitalismo.
Así, en un primer borrador, el gobierno planteó la necesidad de que las cuentas de los políticos españoles y sus familiares y allegados fueran objeto de una especial vigilancia.
Los motivos para justificar esa medida no creo que estén fuera del entendimiento y la intuición de cualquier ciudadano. Es más, si damos por buenos los informes que realiza Transparencia Internacional, entre 2004 y 2009 España ha caído 6 puestos en el índice que elabora esa institución hasta situarse en el lugar 28 de un total de 180 países, compartiendo el honor con Qatar. Es decir, durante los años del boom inmobiliario el índice de corrupción de nuestro país ha empeorado de forma significativa.
Creo que a nadie se le escapa las relaciones de causalidad directa entre el boom inmobiliario, la implicación de numerosas autoridades municipales en la expansión de la corrupción vinculada a ese negocio, el empeoramiento del índice de Transparencia Internacional y el aumento del número de casos de esa naturaleza en los juzgados.
En consecuencia, no sería ningún disparate plantear que la propuesta de que las cuentas de los responsables políticos y su entorno estuvieran sujetas a una especial vigilancia como medida preventiva no resulta especialmente desatinada y, al menos, introduce un elemento disuasorio adicional tendente a favorecer, de alguna forma, el autocontrol.
Pues bien, nuestro gobierno, con el apoyo del resto de partidos políticos excepto IU-ECV (¡mira por dónde que para esto si se ponen de acuerdo casi todos!), han decidido que las únicas personas con responsabilidad pública que deben estar sometidas a ese régimen de vigilancia preventiva especial son «aquellas personas físicas que desempeñen o hayan desempeñado funciones públicas importantes en otros Estados miembros de la Unión Europea o en terceros países». O, lo que viene a ser lo mismo: ¿a quién se le ocurre pensar que un político español pueda ser corrupto? ¡Vade retro! Los corruptos son los otros, que diría el equivalente hispano de Sartre, y es a ellos a quienes hay que vigilar. Los nuestros, simplemente por el hecho de serlo, están inmunizados frente a ese virus.
Sin embargo, aunque yo no tenga la menor duda de que la mayor parte de nuestros políticos son personas honradas que viven de su trabajo, ya sea en la política o en otros ámbitos, también creo que la expansión generalizada de la corrupción durante estos últimos años hubiera podido atemperarse estableciendo mecanismos de supervisión y regulación mayores y mejores que impusieran la transparencia como principio ineludible al que debe someterse cualquier cargo electo.
Las razones me parecen obvias: si desgraciadamente hemos dejado atrás una concepción de la política basada en comportamientos éticos intachables; si el virus de la avaricia del que se nutre el capitalismo ha calado tan hondo entre la población que ha anulado valores tan socialmente importantes como el del honor, la dignidad o el respeto por lo público, los ciudadanos nos vemos obligados a protegernos articulando mecanismos de supervisión frente a esa enfermedad. No nos queda otra.
Insisto, no se trata de cuestionar la honorabilidad de la mayor parte de nuestra clase política. No, no es eso ni yo la pongo en duda en términos globales. Se trata de asumir que dónde antes existían valores que refrenaban comportamientos moral y éticamente reprobables, ahora nos encontramos con un sistema económico que favorece la apropiación privada y particular, incluyendo también la ilícita, de la cosa pública. Y la favorece porque, entre otras cosas, minusvalora la importancia de ésta, cuestionando la gestión que de la misma se hace desde la política y fomentando, en consecuencia, su privatización. Una tendencia que encuentra su expresión más exagerada y extrema en la corrupción.
Y si, además, también pensamos que la ideología neoliberal dominante concibe al ciudadano como un ser racional, maximizador, egoísta y avaricioso; si se ha producido una mutación antropológica que está deteriorando aceleradamente los patrones de comportamiento sociales basados en la ética, entonces nos encontramos con un margen prácticamente nulo para pensar que la autorregulación de la política basada en valores de esa naturaleza puede constituir un freno suficiente para evitar la corrupción.
Aceptando matizadamente que ese es el estado de cosas actual, creo que es legítimo e, incluso, necesario que reclamemos de todos aquellos que se dedican a la política -en tanto que actividad vinculada al cuidado y preservación de la cosa pública, la de todos-, un plus de transparencia que en nada debiera resultar ofensivo para quienes deciden emplear parte de su vida en la misma. Y a quien no le guste, ya sabe dónde está la puerta y el tajo.
Alberto Montero Soler ( [email protected] ) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía .
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