El momento actual de la humanidad es de incertidumbre y desasosiego. Estamos en medio de la crisis y de la confusión, necesitamos con urgencia decidirnos por nuevos caminos. Nos encontramos instalados en la más absoluta desnudez de la existencia, arrojados hacia los límites del progreso al que apostamos durante unos pocos siglos, consumiendo con voracidad […]
El momento actual de la humanidad es de incertidumbre y desasosiego. Estamos en medio de la crisis y de la confusión, necesitamos con urgencia decidirnos por nuevos caminos. Nos encontramos instalados en la más absoluta desnudez de la existencia, arrojados hacia los límites del progreso al que apostamos durante unos pocos siglos, consumiendo con voracidad los recursos acumulados por el Planeta durante millones de años, en medio de una crisis climática y energética imprevisible. Hemos transformado nuestra vida y el campo de la existencia humana en un enorme patio de objetos.
Quizá, se trate para nosotros, de hallar una nueva forma de reencontrarnos con lo absoluto, un absoluto que extraviamos debido a la mediación de esos objetos que nosotros mismos generamos. La cultura occidental consideró siempre a la naturaleza como objeto, y por ende, también, lo hizo con el sujeto humano. De esa manera, convirtió el planeta en un reservorio de cosas, despojó a la pertenencia de sentido, para ofrecernos la posesión y la propiedad como valores ponderables. La lógica de la transformación, de la producción y la tenencia, pretendió ser el nuevo camino, un camino que nos llevó al fracaso, a las fronteras del agotamiento productivo, a la insensatez del pensamiento único y al riesgo de los colapsos ambientales.
Pero no todo es devastación, en el horizonte aparecen nuevas y valiosas miradas que intentan reinstalar al hombre en su hogar planetario, las incertidumbres son sucedidas por las certezas, las propuestas de Decrecer refieren a los límites del paradigma contemporáneo y, también, a la esperanza de cambiar, para volver a estar en el mundo, para poder arraigar en la tierra y entonces sí, llegar a ser en plenitud. Vemos al Decrecimiento como una propuesta que vuelve a colocarnos frente a la totalidad de la vida, nos sume en la inmediata desnudez de la existencia, nos reinstala en la posibilidad de un nuevo arraigo, una nueva seminalidad para los hombres y para las comunidades.
Tenemos que precisar la diferencia que implica aceptar el decrecimiento para nuestros pueblos de la región americana, sometidos hoy en los procesos de la globalización, a devenir como nuevos enclaves coloniales, condenados a un extractivismo exacerbado, y a planes de Crecimiento arrolladores, en especial, de las exportaciones y de sus infraestructuras necesarias de caminos, puertos y sistemas de transporte. ¿Cómo debemos pararnos frente a estas propuestas de limitación y resignificación de los escasos bienes que conforman la vida cotidiana de nuestras sociedades? ¿Cómo plantearles decrecer a quienes no han podido salir nunca de la pobreza, a veces de la extrema indigencia? ¿Cómo proponerles decrecer, a los que podrían creer y de hecho creen tener el derecho tardío, no solo a disfrutar de un consumo que nunca tuvieron, sino también, tener el derecho a una modernidad de la que los países centrales los excluyeron, porque su propia modernidad central la apoyaron y sustentaron sobre la colonización de los países de la periferia? ¿Cómo proponerles decrecer a quienes llegan a los gobiernos de América Latina, con respaldo popular y con discursos socialistas, pero imbuidos de los optimismos y mesianismos tecnológicos que modelaron el mundo según los intereses del Capital? Esa es la complejidad a veces desgarradora, de estos nuevos dilemas contemporáneos con que nos enfrentamos en América latina. Estamos proponiendo instalar esquemas de vida «más amigables» con nuestro entorno, cuando las deudas ecológicas pesan en la historia de los pueblos de tan diferente manera, cuando la violencia de la globalización ha impactado fuertemente sobre el pensamiento humano, remodelando sus sueños y sus expectativas para las fantasías de la modernidad y del consumo. Cuando las huellas ecológicas en relación a la bio capacidad de cada país resultan tan, pero tan distantes e injustas de toda posible armonía planetaria, que hacen doloroso el reconocimiento de que ciertas propuestas, más allá de su absoluta insensatez ecológica, cuentan con ciertos derechos, al menos a ser expuestas.
Nuevos interrogantes, al interior de nuestras culturas, nos obligan entonces, a pensar y actuar desde un decrecimiento que permita el desarrollo de las zonas sofocadas de la economía actualmente globalizada, un decrecimiento que transite caminos de nuevos arraigos, de reinstalaciones en los ecosistemas y relocalizaciones de la comunidad. Tenemos por delante el desafío de repoblar los territorios hoy vaciados de población por los monocultivos y por los intereses de las Corporaciones transnacionales, a la vez que, el desafío de despoblar las megalópolis, hoy al borde del colapso, megalópolis que han crecido como tumores monstruosos en la lógica despiadada de la Globalización. Se trataría en definitiva, de retornar al «estar siendo», a la puesta en valor del hecho sagrado del simplemente vivir. Desde nuestra América mestiza podemos aportar al decrecimiento fundándolo en una ecosencillez que disuelva el fundamento económico del modelo en la anterioridad del horizonte simbólico de «estar siendo con el mundo» para recuperar la plenitud del vivir sin más. Europa alcanzó su ser, y desgraciadamente en ese camino extravió su estar, mientras nosotros en América latina, permanecemos en nuestro estar sin que se nos deje alcanzar el propio ser… Este es el origen de las actuales tensiones y la causa de los debates que llevamos con los pensamientos progresistas llegados ellos también desde Europa, junto con las tecnologías, con los modelos de desarrollo y con esa cosmovisión que generó en su momento tanto la ciudad moderna como el capitalismo.
Todo sistema de pensamiento generado por la conciencia occidental puede ser válido siempre que se nos permita reubicarlo a la luz de nuestro propio universo simbólico, que se fundamenta en una lógica de la negatividad como esencial al pensamiento mestizo. Todo arraigo de las teorías sólo puede ser auténtico, si logra germinar en este suelo y someterse a la preeminencia de una resignificación desde lo emocional, lo inconsciente, lo no visible, lo oculto a los abordajes de las categorías de la racionalidad. Con tanta o mayor precaución indagaremos cuando, como en este caso, se trata de un modelo de fuerte impronta económica. Porque es posible que una vez más, estemos haciendo ecología de los fines sin reparar en los medios con los que contamos para la nueva construcción del hábitat común.
Grandes sectores de nuestros pueblos practican desde siempre un decrecimiento natural, que vale para los muchos que no han sido ganados por las lógicas del consumismo y la acumulación capitalista. Ellos reemplazan todavía el poder adquisitivo por reciprocidades e intercambios, mantienen prácticas comunitarias de ayuda y esfuerzo compartido, le dan otro valor a las pocas cosas que poseen, pero, sobretodo, viven arraigos muy marcados al estar en el mundo «así sin más». Esos decrecimientos implican hoy estar marginados de los mercados aunque participan de los intercambios locales. Nuestras poblaciones tienen una larga historia de crecimientos locales y uso de los bienes comunes que, a pesar de la mercantilización, no han logrado apagar el sentimiento de pertenencia y de identidad común por encima de las lógicas individualistas y acumulativas. Se trata de una ventaja sustancial: la de poder recomponer las redes locales recurriendo a los saberes profundos que respetaron desde siempre la biodiversidad y el uso común de los ciclos alimentarios no extractivos. Solamente los sectores condensados de los poderes locales y nacionales se han entregado plenamente al paradigma productivista. Ellos son una minoría enriquecida al modo y uso de las metrópolis mundiales, y han roto toda pertenencia y sentido comunitario; pero la misma crisis del paradigma cada vez más concentrado en unos pocos, dejará los espacios necesarios para que los sectores medios y urbanos vean en el decrecimiento la oportunidad de recomponer la vida y su armonía natural. Estas transiciones hacia un «mejor estar» y un «buen vivir», ya han comenzado y el decrecimiento es un camino a seguir que seguramente será poco numeroso y desarticulado en sus comienzos, pero que puede constituirse en un poderoso imán ecológico en las zonas grises de la crisis en que vivimos. Tenemos en nuestras manos la capacidad de volver a la tierra y recomponer los ciclos agrarios que generaron la vida de los pueblos durante milenios, tenemos la necesidad de volver a armonizar la vida humana con los ciclos cósmicos. El decrecimiento es uno más de tantos caminos que se van abriendo, algunos desde los países ricos pero muchos, también, desde las periferias, buscando nuevas alternativas para tanta infelicidad.
Jorge Eduardo Rulli (Bs As, 1939) es experto en desarrollo sustentable y uno de los fundadores del Grupo de Reflexión Rural que inició en la Argentina la lucha contra los transgénicos. GRR Grupo de Reflexión Rural