La lucha contra la corrupción desde el ámbito judicial asume en nuestrosdías una dimensión moralizante. Los llamados «emprendedores jurídicos» participan activamente en los procesos de exportación e importación de prácticas y modelos de justicia. Pasan a ser, así, agentes de una serie de cambios globales y reformas institucionales que propician la expansión internacional de esquemas […]
Introducción
Este artículo se propone sentar las referencias básicas para una interpretación, aún en proceso [1], de la lucha contra la corrupción como una forma de moralización de la política. La hipótesis, que no es nueva, ya ha sido explorada desde la sociología política de la justicia, así como desde la antropología en sus estudios sobre corrupción. En este texto, trataré de establecer una interpretación sobre la base de algunas referencias teóricas específicas que articulan la criminología y la sociología política de la justicia -y también, en cierta forma, la antropología de la corrupción y la sociología (de la) moral- y que, por medio de esa articulación, favorecen una investigación más detallada de los aspectos propiamente criminológicos, sociojurídicos y político-institucionales del combate contra la corrupción como moralización de la política.
La primera de esas referencias teóricas es la idea según la cual todo proceso de criminalización -entendido como creación legislativa de nuevos tipos de conductas delictivas, pero también como un proceso de atribución interpretativa de carácter delictivo a distintas prácticas y sujetos concretos- es al mismo tiempo un proceso de clasificación moral, de atribución de sentidos morales a determinados sujetos y prácticas sociales a los que se considera inaceptables, desviados, criminales. En la segunda sección de este texto trataré de demostrar cómo el proceso de internacionalización de la lucha contra la corrupción desde el ámbito judicial puede entenderse como un proceso de criminalización, en el sentido del establecimiento de patrones morales relativos a la política, la economía y la relación entre países a escala global. Ese análisis me llevará a considerar que los procesos de establecimiento de reglas morales sobre prácticas y sujetos, como es el caso del proceso de internacionalización del combate judicial contra la corrupción, se prestan a ser considerados como cruzadas morales llevadas a cabo por emprendedores morales. La noción de «emprendedorismo moral» es, por ende, la segunda referencia teórica para la interpretación que aquí se propone, y con ella se buscará destacar lo que hay de agencia en el proceso de criminalización, tanto en lo que hace a la constitución de actores protagonistas de ese proceso que impone nuevas moralidades como en la identificación del sentido social de las acciones llevadas a cabo por esos emprendedores.
En relación con lo anterior, haré uso del concepto de «emprendedorismo jurídico», tomado del ámbito de la sociología del derecho, que se dedica a pensar la internacionalización y los cambios en las legislaciones nacionales en el contexto de la globalización neoliberal. Unido a la noción de emprendedorismo moral, el emprendedorismo jurídico lleva a que los agentes judiciales responsables de las cruzadas morales en la lucha contra la corrupción sean ellos también considerados innovadores e importadores de prácticas, doctrinas e instituciones jurídicas que, difundidas a escala global desde los días del fin de la Guerra Fría, acaban interiorizándose, por medio del trabajo de estos emprendedores, en el campo jurídico de países como Brasil.
La «revolución moral» y la internacionalización de la lucha anticorrupción
La internacionalización del combate contra la corrupción es un aspecto conocido en la bibliografía especializada desde los comienzos del orden global que se generó tras la Guerra Fría. Por lo general, los estudios que la abordan hacen eje en la emergencia de organizaciones, normas y mecanismos de cooperación y en el derecho internacional público y privado, volcados tanto a combatir la corrupción en las transacciones internacionales como a promover reformas institucionales en el ámbito nacional definidas sobre la base de patrones internacionales. Entre esas organizaciones, normas y mecanismos, se destacan: la Declaración sobre Inversión Internacional y Empresas Multinacionales (con puntos específicos para casos de soborno transnacional), elaborada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde) en 1976; las Reglas de Conducta para el Combate a la Extorsión y al Soborno formuladas por la Cámara Internacional de Comercio (ICC, por sus siglas en inglés) en 1977; la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas, aprobada en Viena en 1988, que incluye medidas de combate contra la corrupción (a través de mecanismos de criminalización del lavado de dinero y de restricción del secreto bancario); la fundación, en 1989, y como un desprendimiento de la Convención de Viena, del Grupo de Acción Financiera (GAFI), organización intergubernamental volcada a combatir el lavado de dinero; la fundación, por parte de ex-ejecutivos del Banco Mundial, de la organización no gubernamental Transparencia Internacional, en 1993; la recomendación hecha a los países miembros de la ocde para que adopten medidas efectivas de prevención y combate contra la corrupción en las transacciones comerciales internacionales, en 1994; la creación del Grupo de Davos, en la reunión del Foro Económico Mundial de 1995, como una asociación informal de empresarios, funcionarios públicos y especialistas para el estudio del problema de la corrupción; la recomendación a los países de la ocde de que prohíban las deducciones de impuestos por sobornos a funcionarios públicos extranjeros, en 1996; la Convención Interamericana contra la Corrupción, formulada por la Organización de los Estados Americanos (OEA) en 1996; los lineamientos para la autorregulación empresarial y las recomendaciones a gobiernos y organizaciones internacionales dictados por la icc en 1996; la revisión de las reglas para la prevención de la corrupción en los proyectos financiados por el Banco Mundial, en 1996; la declaración de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en 1996, en la que se llama a los países miembros a adoptar medidas concretas y efectivas de lucha contra toda forma de corrupción y prácticas ilícitas en las transacciones comerciales internacionales; la propuesta de la Organización Mundial del Comercio (OMC), de 1997, para un estudio sobre la transparencia y los procedimientos de contratación gubernamentales; la Convención para Combatir el Cohecho de Servidores Públicos Extranjeros en Transacciones Comerciales Internacionales aprobada por la ocde en 1997; la creación (mediante un acuerdo entre el Banco Mundial y la OCDE) del Global Corporate Governance Forum, dedicado a mejorar la gobernanza corporativa en países en vías de desarrollo y mercados emergentes, incluyendo cuestiones relativas a la corrupción, en 1999; y la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (Convención de Palermo), en 2000.
La lista anterior, sin ser exhaustiva, presenta algunas de las iniciativas internacionales recurrentemente mencionadas en los estudios sobre el combate internacional contra la corrupción; se trata, por lo demás, de iniciativas que en general producen efectos duraderos -como ocurre con las convenciones internacionales o el trabajo de la ong Transparencia Internacional- o bien generan nuevas acciones puntuales, como en las actualizaciones de las recomendaciones elaboradas por la gafi en 1996, 2001, 2003, 2012 y 2018. De cualquier forma, su análisis nos permite señalar algunos elementos importantes para la construcción de la interpretación que aquí se propone.
El primero de estos elementos se relaciona con el fuerte vínculo que tales medidas establecen entre los ámbitos internacional y nacional, en tanto se trata de recomendaciones a países miembros de organismos internacionales o de compromisos que esos países asumen para, dentro de sus propios sistemas políticos y legislativos, adoptar medidas de combate contra la corrupción nacional e internacional, al tiempo que se insertan en mecanismos internacionales de cooperación. Aunque esto pueda resultar evidente para los analistas de la dinámica del derecho y las relaciones internacionales -que operan básicamente por medio de adhesiones nacionales voluntarias a normas internacionales, con frágiles mecanismos de sanción y efectivización de esas normas-, lo cierto es que la primera opción en las estrategias internacionales de combate contra la corrupción, incluso cuando la cuestión se plantea desde un ámbito internacional, pasa por la promoción de reformas institucionales y legislativas a escala nacional. En este sentido, cualquier análisis de los cambios institucionales en la lucha contra la corrupción en un país como Brasil debe tener en cuenta las fuerzas que, en el ámbito global, operan en favor de la reforma en el ámbito nacional, sobre todo cuando se trata de reformas jurídicas.
El segundo elemento relevante se vincula a la centralidad de las cuestiones comerciales, que son el eje de articulación del combate internacional contra la corrupción y que apenas van a aparecer, de manera secundaria, relacionadas con agendas específicas de justicia criminal y seguridad. En este sentido, se destaca la Convención de Viena (1988), un documento internacional que ha orientado distintas políticas nacionales de lucha contra la corrupción desde el ámbito jurídico y que asimismo permite conectar dos dimensiones del problema de la corrupción que serán analizadas más adelante: la eficiencia de la gobernanza política y económica y la virtud de un orden global comprometido en erradicar delitos que provocan fuerte rechazo social, como el narcotráfico y el terrorismo.
Este segundo elemento conduce al examen de un tercer factor a destacar en el análisis de las iniciativas internacionales como las que enumeramos en la lista anterior: la concentración del grueso de esas iniciativas en la década de 1990, momento que coincide con el periodo de mayor expansión del libre comercio, la virtualización digital de las finanzas internacionales y la apertura de los llamados «mercados emergentes». Por último, y también vinculado al factor anterior, se destaca el rol de la ocde como la gran impulsora de ese tipo de iniciativas, de manera bastante pionera a fines de los años 70 y ya como un actor recurrente tiempo después, participando sola o en sociedad con otros organismos (como el Banco Mundial) en la construcción de modelos internacionales de lucha contra la corrupción.
Un análisis más detenido de las iniciativas que involucran a la ocde nos lleva a introducir a Estados Unidos en los procesos históricos e institucionales aquí interpretados. Las primeras intervenciones de la ocde tuvieron fuerte incidencia en el gobierno estadounidense ya en los años 70. eeuu había buscado instalar, junto con el Consejo Económico y Social de la onu (ECOSOC), un acuerdo internacional sobre pagos ilícitos, en una iniciativa que acabó por ser abandonada en 1979 por distintas razones (el clima de desconfianza durante la Guerra Fría, las acusaciones hechas por distintos países industrializados según las cuales eeuu quería establecer por medio de esa vía una política unilateral, y la pretensión de algunos países en desarrollo de que el concepto de «pagos ilícitos» incluyera los recursos destinados al régimen del apartheid en Sudáfrica). Aunque la declaración de la ocde de 1976 fue considerada muy poco eficaz, los esfuerzos estadounidenses junto con esa organización acabaron teniendo éxito en las recomendaciones de 1994 y 1996, que sí introdujeron cambios efectivos en el ámbito interno de los países miembros.
Otra fuerte influencia de eeuu en la internacionalización del combate contra la corrupción ha sido la Ley sobre Prácticas Corruptas en el Extranjero (Foreign Corruption Practices Act, FCPA), sancionada en 1977, cuyo alcance extraterritorial es una muestra del esfuerzo que el país estaba poniendo en construir, junto con la onu y la ocde, las nuevas normativas internacionales para la materia. Elaborada en respuesta a los escándalos de Watergate (que incluyeron aportes ilegales de empresas a la campaña por la reelección de Richard Nixon) y de la empresa Lockheed (la firma estadounidense pagó coimas a funcionarios públicos japoneses, lo que provocó la renuncia y el juicio al entonces primer ministro Kakuei Tanaka), la fcpa le dio alcance internacional al law enforcement de ese país sobre toda empresa estadounidense en el exterior que quedara involucrada en actos de corrupción.
Las restricciones que impuso la fcpa, junto con la resistencia moral y política a que legislaciones de ese tipo acabaran siendo atenuadas o revertidas, llevaron al lobby de intereses empresariales estadounidenses a tomar un rol activo en alentar a la diplomacia de ese país a exportar similares modelos de restricción y criminalización a la órbita legislativa de otros países, a fin de que las empresas competidoras radicadas fuera de eeuu tuvieran que operar en marcos jurídicos similares. En la década de 1980, la fcpa sufrió una enmienda y su aplicación se extendió a empresas extranjeras que operaran en territorio estadounidense, incluso en casos en que la acusación de corrupción se produjera en otra jurisdicción nacional. Este fue, quizás, el punto de inflexión que acabó por llevar a los analistas más entusiastas de este tipo de procesos internacionales a hablar, ya en los años 90, de una «revolución moral». Suele afirmarse que el problema de la corrupción articula dimensiones morales y legales; en este sentido, el proceso de su internacionalización visto como una fuerza revolucionaria o como parte de una ética global presenta dos aspectos que, en el presente análisis, serán explorados de manera crítica.
El primero es la consideración de la corrupción como un obstáculo a la libre competencia y a la libre circulación de mercancías. La perspectiva de un inminente triunfo de las fuerzas liberales en la economía y la política que movilizó a los defensores de la globalización neoliberal en la década de 1990 conllevaba, de este modo, la idea de que en ese nuevo orden mundial la corrupción sería algo disfuncional y, por lo tanto, intolerable. En este primer aspecto, la concepción de una gobernanza global, ética y funcional abarca tanto la economía como la política, es decir, tanto la gestión de las empresas como la de un Estado, articulando virtud y eficiencia.
El segundo aspecto en el proceso de internacionalización del marco jurídico contra la corrupción, el combate a la corrupción como parte de una ética global, tiene mucho que ver con las relaciones de poder establecidas entre los países al final de la Guerra Fría. Para distintos analistas de aquel periodo, y ante todo para los especialistas que surgieron y se consolidaron en el escenario internacional de los años posteriores, la cuestión de la corrupción como problema moral y legal atañe esencialmente a los países en vías de desarrollo que atraviesan procesos de transición política y apertura económica, donde los índices de crecimiento son erráticos y la pobreza es un elemento persistente.
Ética global y políticas anticorrupción
Los procesos de exportación e importación del combate contra la corrupción desde el ámbito jurídico, establecidos de acuerdo con los patrones morales recién descritos, se llevan a cabo por medio de distintos mecanismos, que se sintetizan en el gráfico.
Podemos identificar básicamente cuatro mecanismos de difusión e institucionalización de la moral global anticorrupción a través de la formulación y la promoción de políticas y legislaciones para el ámbito nacional:
a) de EEUU a los organismos internacionales;
b) de los organismos internacionales a los distintos países;
c) entre EEUU y otros países por medio de acuerdos bilaterales para la difusión y la exportación-importación de modelos y prácticas institucionales;
d) por la circulación internacional de juristas, asociada en parte al mecanismo anterior.
El primer mecanismo se corresponde con el proceso ya ilustrado en los casos de la fcpa y de la relación eeuu–ocde. Abordaremos ahora las otras tres posibilidades, tomando como referencia para ello la incorporación que hizo Brasil de los modelos institucionales surgidos en el orden de esa nueva moralidad global de gobernanza política y económica. Entre los principales instrumentos legislativos utilizados por Brasil en sus estrategias de lucha contra la corrupción están: la Ley de Deshonestidad Administrativa (ley 8429/1992), la Ley de Lavado de Dinero (9613/1998) y la Ley de Organizaciones Delictivas (9034/1995, revocada posteriormente y reemplazada por una nueva ley, la 12850/2013). Las tres legislaciones surgieron en los años 90, en un contexto político en el cual confluyeron la instauración de un nuevo orden constitucional en Brasil y la inserción del país en un orden económico abierto y global.
Si bien la exposición de argumentos de la Ley de Deshonestidad Administrativa (1992) carece de toda referencia al espacio global o a las directrices de los organismos internacionales, aun así puede ser vista como parte de la construcción institucional de la red de accountability del Estado brasileño en línea con los patrones propios de las democracias contemporáneas. En las otras dos legislaciones, en cambio, las referencias al contexto global ya son explícitas. La Ley de Lavado de Dinero -que no solo estableció delitos y procedimientos para determinar responsabilidades, sino que también instituyó el Consejo de Control de Actividades Financieras (COAF) como destacable innovación institucional- alude expresamente a los compromisos internacionales asumidos por Brasil y hace énfasis en la ya mencionada Convención de Viena, en el Reglamento Modelo sobre Delitos de Lavado Relacionados con el Tráfico Ilícito de Drogas y Delitos Conexos (cicad, 1992) y en la Declaración de Principios de la Conferencia Ministerial sobre el Lavado de Activos e Instrumentos del Delito, reunida en Buenos Aires en 1995. En cuanto a la Ley de Organizaciones Delictivas, la justificación en su primera versión detalla como objetivos del alcance de la ley el «tráfico ilegal de drogas, explotación de prostíbulos, tráfico de niños, hurto de vehículos, contrabando y piratería, terrorismo y delitos comúnmente conocidos como de cuello blanco», para luego llamar la atención sobre los riesgos que esas acciones delictivas conllevan contra «la sociedad internacional, el orden económico-financiero y las instituciones públicas y privadas».
El tercer mecanismo de difusión de modelos de lucha contra la corrupción desde el ámbito jurídico pasa por la difusión directa de políticas y prácticas estadounidenses en los países periféricos, sobre todo a través del Departamento de Estado y el Departamento de Justicia de eeuu. En el caso del Departamento de Estado, sobresalen las acciones gubernamentales clasificadas como «esfuerzos anticorrupción», que incluyen:
– prevención de la corrupción y aumento de la responsabilidad gubernamental (accountability) por medio de la asistencia directa a gobiernos y ciudadanos de países comprometidos en la lucha contra la corrupción y las reformas para el fortalecimiento de las instituciones democráticas;
– reforzamiento de la aplicación efectiva de la ley (law enforcement) más allá de las fronteras, por medio de acuerdos internacionales de cooperación entre organismos de justicia y seguridad, en vistas a compartir información, recursos y herramientas de investigación y recuperación de activos resultantes de actos de corrupción;
– focalización en el nexo entre corrupción y seguridad, por medio de acciones que demuestren el riesgo que significa la corrupción para la seguridad nacional y para la capacidad de los Estados de proteger a sus ciudadanos, impedir actos terroristas y defender la soberanía nacional.
En el caso del Departamento de Justicia, puede señalarse la relevancia que cobran las actividades de la Unidad de Estrategias, Políticas y Entrenamiento perteneciente al Área de Fraudes de ese organismo, y que incluyen, entre otras:
– la coordinación de la amplia experiencia del área en el manejo de casos complejos y multijurisdiccionales, con el objetivo de combatir de manera estratégica contra los delitos económicos sofisticados;
– el desarrollo y la implementación, junto con otras áreas, de iniciativas de acción estratégica para identificar y combatir el surgimiento de delitos «de cuello blanco»;
– la coordinación de esfuerzos interinstitucionales e intergubernamentales para la aplicación de la ley;
– el impulso a la cooperación entre agencias nacionales e internacionales y el respaldo a los fiscales en todo el país.
A partir de este contexto se explica, por ejemplo, la cooperación internacional entre Brasil y eeuu y la existencia de procesos simultáneos de responsabilidad en las dos jurisdicciones nacionales en casos recientes de corrupción en Brasil, como los de Odebrecht, Braskem y el frigorífico JBS, empresas de origen brasileño y con desempeño internacional, las tres investigadas por prácticas de corrupción en el ámbito de la operación Lava Jato y sometidas a procesos administrativos y judiciales en Brasil y en eeuu.
Por último, y llegando al punto que más nos interesa en este artículo, cabe destacar la influencia de la circulación internacional de juristas como mecanismo de exportación-importación de modelos de combate, prácticas jurídicas y discursos morales sobre la corrupción. Respecto de este ámbito, Yves Dezalay [2] formuló la noción de «emprendedores jurídicos» (legal entrepreneurs), que resulta útil para analizar la capacidad que tienen determinados juristas, portadores estructurales de un capital jurídico, político y social diferenciado, de participar activamente en aquellos procesos de exportación-importación de prácticas y modelos jurídicos y de generar innovaciones en sus lugares de origen, luego de haber hecho recorridos académicos y de calificación individual en instituciones universitarias y judiciales de eeuu.
Los emprendedores jurídicos serían, en definitiva, los agentes de transformaciones operadas en el nivel estructural por cambios en el orden global (la emergencia de una nueva ética de la gobernanza política y económica global) y por las reformas institucionales (por medio de las cuales ciertos modelos políticos y legislaciones de lucha contra la corrupción se diseminan por el mundo y se interiorizan en países periféricos como Brasil). Los estudios sobre las transformaciones del campo jurídico brasileño arrojan variadas evidencias de ese proceso por el cual los cambios culturales e institucionales en el derecho y las prácticas jurídicas nacionales se relacionan con las trayectorias individuales de juristas que invierten en formación especializada y en acumulación de capital simbólico, recurriendo para ello al tránsito académico y profesional por el exterior, lo que da un carácter central al derecho estadounidense como referencia política y cultural de esas transformaciones.
Respecto del protagonismo judicial que en los últimos tiempos ha cobrado la operación Lava Jato, hay evidencias de emprendedorismo jurídico en las trayectorias de figuras destacadas dentro de aquella articulación policial y judicial. Tal es el caso del juez Sérgio Moro, responsable de los procesos emprendidos por esa operación en la primera instancia de la Justicia Federal, entre ellos los que condujeron a la condena del ex-presidente Luiz Inácio Lula da Silva. Moro ya había actuado antes en otros resonantes casos de corrupción, como el del banco Banestado (considerado el embrión del Lava Jato) y el del llamado mensalão, el escándalo de los pagos ilegales a parlamentarios (en este último lo hizo en calidad de asesor de la jueza del Supremo Tribunal Federal Rosa Weber). Y hay que agregar que la jurisdicción en la que actúa Moro, en la ciudad de Curitiba, se especializa en delitos financieros, pero además el magistrado invirtió personalmente en formación académica y profesional en la misma área. Además de ser doctor en Derecho y profesor universitario, autor y traductor de libros y artículos sobre delitos financieros y sus mecanismos de combate, el juez Moro realizó diversos cursos de perfeccionamiento en eeuu, entre ellos el Programa de Formación para Juristas, en la Escuela de Leyes de Harvard, y otro curso sobre prevención y combate al lavado de dinero ofrecido por el Departamento de Estado.
Similar es el caso de los fiscales de la República que conforman el equipo de tareas del Ministerio Público Federal (mpf) dedicado a la operación Lava Jato. Todos sus integrantes realizaron una sólida inversión profesional especializándose en la lucha contra la corrupción antes de desempeñarse en el mpf, formación que en algún caso -como el de la fiscal Isabel Groba Vieira, que fue auditora del Tribunal de Cuentas federal- se extiende a otras carreras ejercidas con anterioridad. Por lo menos cinco de los fiscales del equipo tienen una maestría o un doctorado en Derecho, y uno de ellos, Orlando Martello Junior, es máster en Gestión y Políticas Públicas.
Sin embargo, son las trayectorias de los fiscales Deltan Martinazzo Dallagnol (coordinador del equipo de tareas) y Carlos Fernando dos Santos Lima (considerado el «decano» del grupo) las que mejor encarnan las características del emprendedorismo jurídico y la circulación internacional de juristas que pretendo analizar. Dallagnol cursó el Latin Legum Magister o Máster en Leyes, que en teoría equivale a una maestría en Brasil, en la Escuela de Leyes de Harvard, con una tesis sobre pruebas circunstanciales en el proceso penal por medio de la cual claramente apuntó a introducir en la práctica jurídica brasileña nuevas formas de conceptualizar y dar curso investigativo y judicial a las pruebas de delitos. Dallagnol hizo cursos de perfeccionamiento en el combate contra delitos financieros dictados por el mismo mpf y por el Ministerio de Justicia brasileño, y tiene una producción bibliográfica propia dedicada a temas de lavado de dinero y colaboraciones testimoniales de arrepentidos (en el marco de la «delación premiada» tan recurrente en la causa del Lava Jato). A la publicación en Brasil de esos trabajos, realizados muchos de ellos en eeuu, se suma la coautoría de un libro por Dallagnol y otros cuatro miembros del equipo de tareas de la operación Lava Jato [3], entre ellos el fiscal Lima, quien también se desempeñó en su momento en el caso Banestado, fue coordinador de la Procuraduría General en Paraná e hizo su maestría en Derecho -con eje en el tema de delitos financieros- en la Universidad de Cornell, en EEUU.
En el análisis de las trayectorias individuales de los fiscales del Lava Jato surgen otros elementos que indican su conexión con los circuitos internacionales de producción de expertise anticorrupción. Diogo Castor de Mattos fue el representante de Brasil en el Encuentro Mundial de Peritos en Tipologías de Lavado de Dinero, promovido por la gafi en 2014; Isabel Groba Vieira participó en el diseño del acuerdo entre Brasil y Suiza para bloqueo de valores provenientes de actos de corrupción. Y, finalmente, el conjunto de los fiscales del equipo de tareas obtuvo dos premios importantes que otorga el circuito internacional de la lucha contra la corrupción: el premio anual de la Global Investigations Review (portal especializado en contenidos anticorrupción, con sede en Washington) en la categoría «Órgano de persecución penal», en 2015, y el Premio Anticorrupción, otorgado por Transparencia Internacional, en 2016.
Los emprendedores jurídicos como emprendedores morales
De todos modos, como pretendo mostrar, el protagonismo de estos juristas no debe ser entendido simplemente a partir de su espíritu emprendedor a la hora de introducir cambios institucionales y culturales en el ámbito jurídico brasileño, a partir de su participación en los circuitos internacionales de exportación e importación de prácticas y modelos de combate contra la corrupción. Además de emprendedores jurídicos en un sentido técnico-profesional, estos juristas pueden ser considerados auténticos emprendedores morales en cualquiera de los dos sentidos que Howard Becker [4] sugiere al respecto: el de imponedores de reglas y el de creadores de reglas.
El primer sentido se pone de manifiesto cuando los juristas involucrados en el Lava Jato, en sus intervenciones públicas respecto a la corrupción y a su propia actividad profesional anticorrupción, ponen claramente el acento en la dimensión moral del problema por encima de la dimensión legal. Esto se hace evidente, por ejemplo, cada vez que los miembros del equipo de tareas comparan la corrupción con un «cáncer» que hay que «extirpar» por medio de la acción judicial [5], o cuando caracterizan un esquema de corrupción que han investigado como «diabólico» [6]. El segundo sentido se revela cuando esos mismos juristas, además de traducir en términos explícitamente morales sus prácticas jurídicas ordinarias, se proyectan en el espacio público como reformadores de leyes e instituciones, también sobre la base de enfoques morales del problema de la corrupción. Uno de los prototipos de estos creadores de reglas es el que Becker denomina «cruzado reformista».
Al cruzado reformista le interesan los contenidos de las normas. Las reglas existentes no lo satisfacen pues existe un mal que lo perturba profundamente. Siente que nada estará bien en el mundo hasta que haya normas que corrijan ese mal. Opera desde una ética absoluta: lo que ve es malo, total y absolutamente malo, sin matices, y cualquier medio que se emplee para eliminarlo está justificado [7].
De manera bastante explícita, la idea de una «cruzada» contra la corrupción es muy recurrente en las intervenciones públicas de los emprendedores jurídicos y morales del Lava Jato. Así presenta el juez Moro, por ejemplo, la operación Mani Pulite, que enfrentó a la mafia y la corrupción política en Italia en los años 90 -«una de las más exitosas cruzadas judiciales contra la corrupción política y administrativa» [8]- y en la que busca inspiración para combatir la corrupción en Brasil. La expresión reaparece en el discurso del juez Marcelo Bretas, que extendió la causa del Lava Jato a Río de Janeiro: «Estamos en una cruzada contra la corrupción» [9].
Las intervenciones públicas de Moro respecto de la coyuntura reciente dejan ver otras características del cruzado reformista analizado por Becker: la insatisfacción con las reglas existentes, que se manifiesta en planteos según los cuales hace falta ejercer presión sobre los «líderes políticos anquilosados» para que adopten una «postura reformista» frente a la corrupción sistémica («aunque es muy frustrante ver cómo esto se posterga» [10], añade el juez en cuestión); la ética absoluta, que se manifiesta en la afirmación de que «la vergüenza es de ellos [los opositores y críticos del movimiento anticorrupción]» [11]; y la justificación de los medios necesarios, caracterizados como «remedios extraordinarios», «métodos especiales de investigación» o «medidas judiciales fuertes» para interrumpir el «círculo vicioso» de la «corrupción sistémica» [12].
La idea de una cruzada reformista en el combate contra la corrupción, de fuerte contenido moral, está también presente en la acción de los fiscales de la Procuraduría General, quienes, más allá de su actuación directa en el proceso, llevaron adelante una campaña pública en favor de una reforma legal e institucional de las políticas anticorrupción y de la concientización. En este sentido se entiende la campaña «Diez medidas contra la corrupción», que propone una serie de modificaciones legislativas y exhibe a esos mismos miembros del equipo de tareas de la Procuraduría como sus principales propagandistas y coordinadores, dando conferencias y participando de actividades junto con representantes de organizaciones de la sociedad civil e instituciones judiciales y políticas, con la participación eventual del juez Moro.
En la cruzada de los fiscales se reproduce asimismo aquel rasgo de una ética absoluta, constatable en las fuertes reacciones que esos fiscales del equipo de tareas expresaron cada vez que sus propuestas de reforma enfrentaban oposición o intentos de modificación en su trámite parlamentario. Durante la Conferencia sobre Soborno y Corrupción Internacional organizada por el fbi, el Departamento de Justicia y la Securities and Exchange Comission (equivalente a la Comisión de Bolsa y Valores) estadounidenses en noviembre de 2016, la fiscal Thaméa Danelon, una de las impulsoras de la campaña «Diez medidas», defendió la aprobación íntegra de las propuestas de la Procuraduría General «para que la sociedad, la principal víctima de los saqueos a las arcas públicas, no siga siendo penalizada y los corruptos, beneficiados» [13].
Cuando, días después de aquellas declaraciones, la Cámara de Diputados aprobó las medidas propuestas por los fiscales, aunque añadiéndoles algunos cambios, la fiscal Danelon opinó que la propuesta original había quedado «completamente desfigurada» y descalificó a los críticos de la propuesta diciendo que «el Ministerio Público (Procuraduría), la Policía y los jueces están tratando de poner en limpio al país, pero los que están involucrados en la corrupción no quieren; quieren que las cosas sigan como están o que empeoren» [14]. En igual sentido se manifestó el fiscal Dallagnol después de que el Congreso añadiera a las «Diez medidas» un apartado sobre el peligro de abuso de autoridad de policías, jueces y fiscales en sus actividades de combate contra la corrupción; según Dallagnol, ese fue «el golpe más duro contra la investigación del Lava Jato en toda su historia», así como una señal de la existencia de un «evidente conflicto de intereses entre lo que quiere la sociedad y lo que quiere el Parlamento. Se instala la dictadura de la corrupción» [15].
Consideraciones finales: ¿es posible la salvación por la mano derecha del Estado?
Pensar el combate jurídico contra la corrupción en sus dimensiones morales e institucionales es importante para comprender los procesos legales, sociales y políticos de criminalización cara a cara con sus contenidos morales, que muchas veces se camuflan bajo las formalidades y los discursos oficiales. Conocer esos contenidos morales permite, a su vez, emprender un análisis más preciso de los presupuestos y de los efectos de la «mano derecha del Estado» (el conjunto de instituciones económicas y penales de la gobernanza neoliberal, entre las que se incluyen estas políticas y moralidades anticorrupción que emergieron a escala global en los años 90) sobre la dinámica política y social de las democracias jóvenes como la brasileña.
El surgimiento, en los años 90, de una nueva ética global para la gobernanza democrática y capitalista acabó imponiéndose en países en transición política y económica y sirvió de referencia para la construcción institucional de esas nuevas democracias liberales. Brasil se insertó en ese proceso, y la relación entre corrupción, democracia y economía de mercado debe ser comprendida a partir de esa inserción. Esta, sin embargo, está mediada por procesos específicos de importación de los modelos institucionales y los contenidos morales de las políticas anticorrupción. La producción legislativa del Estado brasileño que apunta a incorporar esos modelos de política anticorrupción se dio, asimismo, en el seno de un proceso de implementación de un orden constitucional democrático, económicamente intervencionista y socialmente generoso. En gran parte fortalecidas por ese nuevo orden constitucional, las mismas instituciones y carreras jurídicas responsables de asegurar las promesas constitucionales en términos de derechos sociales y políticas públicas son las que protagonizan la cruzada anticorrupción que marcó la coyuntura política de estos últimos años.
En sintonía con el fortalecimiento institucional del sistema de justicia, la circulación internacional y el emprendedorismo de los juristas avalados por estructuras que otorgan capital simbólico (jurídico, cultural, social, académico) ayudan a comprender los rumbos y el protagonismo que las instituciones judiciales han tenido en los últimos 30 años, desde ser portadoras de promesas de democratización a ser tutoras de una democracia deslegitimada. En su combate contra la corrupción, el emprendedorismo jurídico viene acompañado de emprendedorismo moral, que transforma a esos mismos juristas, ya bastante empoderados en virtud de la expertise legal en las nuevas configuraciones jurídicas y políticas adoptadas en el país, en agentes políticos capaces de ponerse al frente de una cruzada moral reformista, preocupada no solo por la modernización del derecho y las instituciones de justicia sino también por la reforma moral de la política, la economía y la sociedad brasileñas.
En relación con esto, el ya conocido voluntarismo político de las instituciones volcadas a la defensa de una sociedad (según su punto de vista) hiposuficiente, y que hasta cierto momento podía mostrarse anclado constitucionalmente, pasa a extrapolar los parámetros institucionales y legales otorgados por la Constitución en función de las políticas anticorrupción consolidadas en los años 90, para así proyectar a los jueces y fiscales como los salvadores y reformadores en un orden político y económico corrupto. Un proceso que, sin embargo, ocurre en una cultura política en la cual el elogio de la violencia estatal y del autoritarismo político se da en detrimento de la protección de los derechos humanos y la garantía de las libertades civiles. Puede temerse, por ende, que si la «salvación» contra la «dictadura de la corrupción» viene de la «mano derecha» de un Estado inserto en un orden geopolítico, económico y moral neoliberal, esto no haga sino volver más inciertos y peligrosos los efectos de la cruzada anticorrupción sobre la frágil democracia brasileña.
Notas