El relato victimista del PT, la división de las izquierdas, la ausencia histórica de autocrítica y apostar por la polarización ayudaron a la ultra derecha a tomar el poder en Brasil
Giro al centro
La llegada de Dilma Rousseff a la presidencia en 2011 acentuó el giro al centro del gobierno petista. El nombramiento de Ana Buarque de Hollanda como ministra de Cultura, que se alejó de la cultura libre y la cultura viva comunitaria de la era Gilberto Gil, fue un primer gesto. La agenda verde fue prácticamente inexistente. Dilma construyó decenas de presas en la Amazonia, como la polémica Belo Monte.
Al mismo tiempo, Dilma abrazó la neoliberal Agenda Brasil que pretendía introducir el copago en la sanidad pública o transformar reservas indígenas en tierras productivas. El nombramiento del pastor evangélico Marcos Feliciano como presidente de la Comissão de Direitos Humanos e Minorias marcó el retroceso del Gobierno Dilma en cuestiones morales. Antes del Mundial de Fútbol, Dilma aprobó la Ley Antiterrorista que llevó a cientos de manifestantes a la cárcel. La gestión de Dilma abrió una brecha con movimientos sociales y activistas que no han vuelto a votar al PT, ni siquiera contra Jair Bolsonaro. El voto nulo fue el mayor desde 1989, un 7,3%.
Abandono de territorios
Algunos de los proyectos territoriales estrellas del Gobierno Lula, como los Pontos de Cultura, se estancaron con Dilma. El Estado apenas consiguió tener presencia en los territorios más coflictivos con proyectos como las Unidades de Pacificação Policial (UPP) de Río de Janeiro, asociados a la represión. El ecosistema de organizaciones y de iglesias progresistas cedió espacio a las iglesias evangélicas. En el interior de Brasil, el eterno retraso a la reforma agraria alejó a la Comissão Pastoral da Terra (CPT) del PT.
En las ciudades, las iglesias evangélicas construyeron una verdadera red comunitaria de apoyo mutuo. Los partidos de izquierda han estigmatizado al mundo evangélico, a pesar de que hay organizaciones progresistas como la Teologia da Missão Integral. El ascenso de Bolsonaro en las favelas, en la clase C (clase media baja) y en ciudades castigadas por la violencia ha crecido en el hueco dejado por la izquierda. Talíria Petrone, elegida diputada federal por el PSOL, afirma que «la izquierda tiene que volver a los territorios», pero «no para llevar una verdad, si no para escuchar«.
Hegemonía de las izquierdas
Hasta el pasado mes de junio, muchos barones del PT habían aceptado sumarse a la candidatura de Ciro Gomes, del Partido Democrático Trabalhista (PDT). Jaques Wagner, peso pesado petista en el ultrapetista nordeste, avalaba un pacto que abría el camino a un frente de izquierdas junto al Partido Socialista Brasileiro (PSB), el segundo en importancia en la izquierda, el Partico Comunista do Brasil (PcdoB) y, posiblemente, el Partido Socialismo e Liberdade (PSOL). Lula y Gleisi Hoffman, presidenta nacional del PT, boicotearon el acuerdo. Hoffman llegó a decir que Ciro no adelanta al PT ni con una reza brava («con un rezo potente»). El propio Lula consiguió desde su celda que el PSB se alejara de Ciro, a cambio de acuerdos regionales.
El analista político Marcos Nobre sostiene que Lula ha machacado a los dos candidatos que han intentado disputar su legado: Marina Silva y Ciro Gomes, ambos ex ministros de Lula. En 2014, el PT lanzó una dura campaña contra Marina Silva para alejarla del segundo turno. En 2018, Ciro Gomes recibió los golpes del PT. Ciro, visiblemente resentido y pensando más en su propio futuro, no apoyó a Fernando Haddad en el segundo turno. Mantener la hegemonía de la izquierda fue siempre la prioridad del PT. Por eso sus gobiernos buscaron alianzas con la derecha, no con la izquierda. Por eso no ha existido frente amplio en 2018.
Ausencia de frente democrático
En el segundo turno, no hubo una «alianza a la francesa» contra la ultraderecha. Fernando Henrique Cardoso, expresidente de Brasil por el conservador Partido da Social Democracia Brasileira (PSDB), se desmarcó. Ciro Gomes, el otro gran nombre de la izquierda, se fue de vacaciones y se mantuvo neutral. Marina Silva declaró un tímido apoyo crítico a Fernando Haddad. A pesar del alud de peticiones para una Concentración Democrática Yá, Haddad no convocó reunión de urgencia. El PT pensó más en el partido que en el Estado. Tanto Ciro como Marina evitaron subirse a la campaña del PT, pensando ya en la carrera electoral de 2022. Ni izquierdas ni derechas estuvieron a la altura del momento.
Entrega de símbolos
Tras el susto del primer turno, la campaña del PT cambio radicalmente. La figura de Lula desapareció. La bandera brasileña sustituyó al color rojo. Desde las revueltas de junio de 2013, la izquierda se alejó de los símbolos patrios. En un país en el que las clases populares abrazaron casi siempre la bandera, renegar a ella no fue una buena idea. Cuando empezaron a surgir los cacerolazos contra el Gobierno de Dilma Rousseff, la izquierda rechazó también este ritual asociado a los movimientos sociales.
«Ellos o nosotros»
El 18 de marzo de 2016 Lula dió un discurso en la Avenida Paulista de São Paulo en el que acabó de redondear el «ellos o nosotros». Ellos «compran ropas» en Miami, dijo, y nosotros «compramos en la 25 de março», una calle populachera. El PT aceptaba la polarización como terreno de juego. Este binarismo huía del espíritu de las jornadas de junio de 2013, unas revueltas multifacéticas y transversales. Previamente, el Gobierno de Dilma ya había criminalizado a los movimientos críticos con el Mundial de Fútbol, definiéndoles como «antipatriotas».
Durante las elecciones de 2014, el PT apostó por la vieja polarización con su enemigo tradicional, el PSDB, para traer de vuelta a los críticos por la izquierda. En 2016, Lula completó su alejamiento con los nuevos movimientos, arrastrando la versión oficial del PT. El mismo Fernando Haddad publicó un artículo en la Revista Piauí en junio de 2017 culpando a junio de 2013 de todos los problemas. En 2018, la candidatura de Lula incitó a la polarización. Y alimentó el movimiento «anti Lula». Inicialmente, el sistema intentó que el anti Lula fuera el millonario João Dória.
Finalmente, la guerra de tronos del PSDB relegó a Dória a ser candidato a gobernador de São Paulo. El fracaso del plan «Dória presidente» dejó vía libre a Bolsonaro. El PT evaluó que el segundo turno ideal era contra Bolsonaro. Numerosos petistas, como Breno Altman, manifestaron esa predilección por Bolsonaro.
Víctima de su propio relato
En la campaña electoral de 2014, algunas corrientes del PT intentaron renovar las narrativas y las estéticas. Surgieron iniciativas como Podemos Mais, imitando los tonos del partido español Podemos, así como eventos y acciones para conectar con las revueltas de 2013. Desde el golpe parlamentario a Dilma de 2016, el relato del «candidato Lula», más similar al PT de 1989 que al de 2002, adoptó un ángulo ultra izquierdista. La paradoja es que estas elecciones no polarizaron los extremos, Jair Bolsonaro y Guilherme Boulos, del PSOL. Fernando Haddad ocupó un extremo que no le correspondería por su programa. Tener a la comunista Manuela D’Ávila como candidata a vicepresidenta redondeó este relato rojo del PT, tan distante de las prácticas centristas de Dilma. El PT, víctima de su propio relato, le puso en bandeja a Bolsonaro sus discursos anticomunistas. El giro de Haddad en el segundo turno huyendo de los símbolos petistas llegó tarde.
Culturas estigmatizadas
Bolsonaro también ha arrasado en las periferias urbanas. En las favelas de Río de Janeiro, donde reina el funk carioca despreciado por los artistas de culto, Bolsonaro es el nuevo mesías. El desprecio cultural a los evangelistas, que producen un gigante mercado musical y cinematográfico, revela la incapacidad de la izquierda de escuchar nuevos lenguajes, sensibilidades, asuntos (como la familia o la seguridad) y cosmovisiones. «Si la izquierda hegemónica continúa comportándose como en los últimos años, fundamentalmente antipopular y autocentrada, el autoritarismo encontrará un suelo cada vez más fértil», afirma Rosana Pinheiro-Machado.
El sentimiento anticorrupción
Tras el escándalo del Mensalão, que reveló en 2005 un esquema de pagos mensuales ilegales a la base parlamentaria aliada, no hubo autocrítica. Cuando estalló el Petrolão, un monumental escándalo de corrupción de la empresa pública Petrobrás, el PT adoptó la postura de víctima. La narrativa petista impugnó la totalidad de operación anticorrupción Lava Jato empujada por el juez Sérgio Moro. Defender la pauta anticorrupción ha sido un tabú para la izquierda brasileña. Cuando Luciana Genro, que ya fue candidata a presidenta por el PSOL, elogió en la operación Lava Jato, fue masacrada. No haber disputado la pauta anticorrupción, principal indignación de los brasileños, ha sido un error garrafal. Fernando Haddad, en la campaña del segundo turno, defendió por primera vez la lucha anticorrupción. Un primer paso, que también llega tarde.
Campaña en red
No todo han habido fake news. La campaña de Bolsonaro ha sido una verdadera revolución tecnopolítica. Una campaña en red, descentralizada, con mensajes construidos de abajo arriba. No todo ha sido miedo. La campaña fue construida por millones de fans de Bolsonaro, con narrativas múltiples, fragmentadas, al servicio de la alegría y la ilusión por el cambio.
Del otro lado, el PT se ha apoyado en los grandes ideales de la izquierda, en mensajes de arriba a bajo, en centralizados lemas unitarios. Desde el año 2015, como apunta el investigador Bruno Cava, las derechas se mezclaron con una movilización real. En mayo de 2018, los camioneros pararon Brasil y articularon una revuelta en red a través de WhatsApp. La izquierda caricaturizó ese movimiento y no tardó en estigmatizarlo como derechista. La derecha capturó ese malestar. «El verdadero drama es que la victoria aplastante de Bolsonaro está siendo vivida como renovación de la esperanza y despertar democrático, como ariete antisistémico y movilización de los pobres y castigados por la crisis», apunta Bruno Cava.
Mientras la campaña de Bolsonaro adoptaba ropajes antisistema, la del PT sabía a Estado y la del ultra izquierdista PSOL parecía incluso institucional.
Ausencia de autocrítica
El PT todavía no ha entonado ningún mea culpa frente a la gestión de sus gobiernos, la crisis económica o la corrupción. Al contrario, el PT ha buscado chivos expiatorios. Culpó a los críticos por la izquierda de hacer juego a la derecha, a los isentões (los omisos) por no denunciar el «golpe» y a la ultraderecha internacional de Steve Bannon por ayudar a Bolsonaro. La narrativa del golpe, según el sociólogo Pablo Ortellado, sirvió como «estrategia discursiva para asustar a la militancia de izquierda y cooptarla en la defensa del legado lulista». También para esconder los errores. El rapero Mano Brown, en un acto de campaña de Fernando Haddad, lanzó una dura crítica: «Si (el PT) no consigue hablar la lengua del pueblo va a perder. El partido del pueblo tiene que entender lo que el pueblo quiere. Si no lo sabe, que vuelva a la base e intente saberlo». Fernando Haddad le dio la razón. Por primera vez, un líder petista parece dispuesto a hacer autocrítica, aunque llegue tarde.
Bernardo Gutiérrez, periodista y escritor hispano brasileño, escribe sobre política de Brasil desde 2001. Desde Brasil, ha cubierto todo el lulismo para medios como La Vanguardia, El Mundo, El País, Público, Eldiario.es, Interviú, Milenio (Ciudad de México), La Repubbica (Roma), Visão (Lisboa), entre otros. Autor de libros como Calle Amazonas (Altaïr, 2010), co-autor de Amanhã vai ser maior (Anna Blume, 2014) y co-editor de Junho: potência das redes e das ruas (Friedrich Ebert Stiftung, 2014).