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Los escritores más vendidos y el retraso mental

Fuentes: Rebelión

En este trabajo me propongo mostrar que los escritores españoles promocionados por el sistema de la industria cultural, del que es portavoz el diario El País, no sólo escriben de manera pedestre y apoyados en una estética -por llamarla de algún modo- obsoleta, no ya decimonónica, sino pregaldosiana y carecen por completo de un concepto […]

En este trabajo me propongo mostrar que los escritores españoles promocionados por el sistema de la industria cultural, del que es portavoz el diario El País, no sólo escriben de manera pedestre y apoyados en una estética -por llamarla de algún modo- obsoleta, no ya decimonónica, sino pregaldosiana y carecen por completo de un concepto del género novelístico y de una concepción del mundo, como todo verdadero escritor debe tener, sino que, en su incapacidad expresiva y su dificultad para pensar con madurez, se muestran ridículos y hasta risibles, rozando a veces la expresión propia de un retrasado mental. La pregunta que planteo y quiero responder aquí es, pues, la siguiente: ¿es necesario ser retrasado mental para triunfar en España hoy día como novelista? De entre los cientos de pruebas que podría aportar de la evidencia de que así es, voy a ofrecer una selección. Proceden todas de los Cuadernos de Crítica del Centro de Documentación de la Novela Española, editor asimismo de La Fiera Literaria, donde se continúa trabajando. Me ocuparé aquí de los analizados por mí: los que he llamado «cuatro grandes de la novela española» -Muñoz Molina, Marías, Almudena Grandes, Rosa Montero- y Antonio Gala y Maruja Torres, dejando para otras ocasiones a Juan Luis Cebrián, Juan Manuel de Prada, Espido Freire, Lucía Etxeberría, Eduardo Mendoza, Rosa Regás, Juan José Millás, Clara Sánchez, Benítez Reyes, Elvira Lindo y alguno más.

De estos últimos y de aquellos cuyas obras comentaré en estas páginas ya se ha demostrado en las citadas publicaciones, insisto, que carecen de estilo, su lenguaje es paupérrimo, ignoran que novelar es algo más que ponerse a contar cosas, no están en posesión de una poética personal, ni siquiera epocal; se mueven dentro de un costumbrismo obsoleto, confunden el significado de muchas palabras y destrozan la gramática, la lógica y, muchas veces, el buen gusto. No es ya que carezcan de una cosmovisión, es que ni siquiera están en posesión de un pensamiento maduro. Escriben para satisfacer a las mentalidades más romas y no muestran otro interés que el de tocar unos temas ‑todos se ve que están en el error de creer que el tema, el argumento, la peripecia, etc. son los ingredientes principales de una novela‑ que llamen la atención y sirvan para montar una campaña de publicidad- y, por supuesto, ignoran las calidades intelectuales y estéticas que el género novelístico alcanzó en la primera mitad y un poco más del siglo XX.

Todo eso ha quedado más que demostrado, como digo. Aquí voy a ampliar lo referente a la inmadurez del pensamiento de estos autores, a los que el marketing desaforado que emplea con sus obras el sistema de la industria cultural ha llevado a la fama y a que vendan desorbitadas cantidades de ejemplares; inmadurez que en ocasiones desciende a niveles inferiores: los ejemplos que he seleccionado no lo son de muestras de pensamiento inmaduro, sino, repito, de franco retraso mental. No seguiré otro orden que el de la azarosa relación que relacione una ficha con otra.

1.‑ En la página 362 de Malena es un nombre de tango, nos encontramos con un respetable trasero y sus circunstancias, que Almudena Grandes describe así: «Aprecié la calidad de su carne, su espalda inmensa, lisa, un trapecio perfecto, y las huellas circulares de los riñones como dos hoyos casi colmados, sobre un culo perfecto, el mejor, el más hermoso de todos los culos que he visto nunca, redondo y rotundo y carnoso y plano y duro y firme y elástico y claro y suave y amasable y mordible y engullible y deglutible como ningún otro culo haya existido jamás».

El carnoso trasero de tan apetitosas características es sujeto caro a la autora, que ya lo había tocado en la página 9 de Las edades de Lulú, donde se enfrentaba a un hombre desnudo y en la poco airosa postura que señala: «Un hombre, un hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado a cuatro patas sobre una mesa, el culo erguido, los muslos separados, esperando. / La carne perfecta, reluciente, parecía hundirse satisfecha en sí misma sin trauma alguno, sujeto y objeto de un placer completo, autónomo, tan distinto del que sugieren esos anos mezquinos, fruncidos, permanentemente contraídos en una mueca dolorosa e irreparable».

Dejando al margen la estupidez de las descripciones, asombra pensar en la cantidad de culos que ha tenido que contemplar esta mujer para permitirse sentencias tan rotundas y tan prolijas descripciones. Como se ve, Almudena Grandes es, además de un óptima escritora, una experta en culos, que, como ha dicho el teniente coronel Tejero, es lo más grande que se puede ser en este mundo, después de ser español. Es también culiadicta y fetichista de culos. No quisiera tener yo mi nalgar en las proximidades de su dentadura, en el momento en que a Almudena le diese el volunto de engullir glúteos y deglutirlos. No cabe duda de que, para captar las muecas de un ano y saber si es mezquino o generoso, no solamente hay que ser muy observadora, hay que haber observado atentamente muchos culos. Ante semejantes portentosas cualidades, no sabe uno qué parte descubrirse, ni si exclamar chapeau! o caleçon!«

2.- Para que se vea que es el tono general de la prosa almudenense, recordaré aquella sublime ocurrencia de un personaje de Malena es un nombre de tango, que hubiese envidiado el mismísimo Oscar Wilde. (Aunque parezca mentira, la mitad de los parlamentos de estas novelas tratan de follar y de comer mollejas. Cfr. mi «Cuaderno» Almudena es un nombre de chotis).

Llega la hermana de la protagonista a dar a ésta el parte sexual de la jornada y la informa de que Germán y ella hace ya tres meses que no follan; que ella le ha pedido hace unos días que la follara y él le respondió que ya no le interesaba follar. Entonces Malena, en un arrebato de solidaridad fraterna, mordiéndose la lengua hasta necesitar varios puntos de sutura, pregunta indignada, con los signos de interrogación mal puestos, comme d’habitude: «¿Qué le pasa a tu marido, que ahora, en lugar de polla, tiene entre las piernas una prueba irrebatible de la existencia de Dios?» Apuesto el brazo que no perdí en Lepanto a que la gran escritora creyó, mientras escribía esto, que estaba siendo muy avanzada, aguda, original, atrevida y provocadora. Ignorante sin embargo de que con las pruebas de la existencia de Dios se ha jodido a mucha gente. Lee esta chorrada record Franz Brentano y se retira a un convento.

No es menos chorra aquella escena en que la tía monja, para explicarle a Malena el martirio de santa Lucía, se saca las tetas en la capilla, las pone sobre el altar mayor y con las manos figura las cuchillas mamacidas. Lo veremos con más detalle.

3.‑ Al respetable y excepcional trasero con el que hemos trabado conocimiento en el punto anterior, empiezan a propinarle azotes. La dramática circunstancia hace que emerja con fuerza la poetisa que Amudena Grandes lleva dentro y escriba: [Los azotes en el culo se hacían cada vez más violentos] «y estallaban en mis oídos con el bíblico estrépito de las murallas de Jericó». La gilipollez de expresiones como ésta no ha sido señalada por ningún crítico literario ni fue advertida por los miembros del jurado que otorgaron a Las edades de Lulú, una novela de costumbrismo sexual casposo, el premio «La sonrisa vertical» de literatura erótica, que la ha hecho vender veinticinco ediciones. (En el «Cuaderno de Crítica» Las edades de Almudena Grandes he demostrado demuestra que no es ni de lejos una novela erótica y que Almudena no tiene idea de lo que es erotismo.)

4.‑ «Su culo ‑sigue en clave lírica‑ temblaba como los muslos de una virgen añosa en su noche de bodas». Ante generalizaciones o afirmaciones sin fundamento como ésta, a que tan aficionados son los fabricantes de bestsellerados, sobre todo Muñoz Molina, como veremos, uno no tiene más remedio que preguntarse por cuántas vírgenes añosas habrá sorprendido Almudena Grandes en su noche de bodas. ¡Hasta el más lerdo sabe que lo que les tiembla es el mondongo!

5.‑ El del sexo es uno de los campos más frecuentados por los más vendidos. Aunque volveré sobre Almudena Grandes, cuyo venero de patochadas es inagotable, quiero fijarme ahora en Javier Marías, para quien no caprichosamente han pedido el Nobel cerebros tan poderosos como Eduardo Mendoza, Guillermo Cabrera Infante, Rafael Conte, Miguel García Posada y el propio Javier Marías, y a quien Fernando Savater ha comparado con Cervantes y Dostoievsky. Lo que sigue puede encontrarse en la página 145 y s. de su novela Todas las almas:

«Tengo la polla dentro de su boca, pensé al tenerla.

«Que tenga la polla en la boca de Muriel es incomprensible.

«Ahora no bebe ni fuma ni dice nada, porque tiene mi polla en la boca y está distraída, y sólo eso cabe. Yo tampoco hablo, pero no estoy distraído, sino que estoy pensando.

«Con ella no echo en falta lo que siempre hecho en falta cuando me acuesto con Clare: que la polla tenga ojo.

«Tengo la polla en su boca o ella tiene su boca en ella, puesto que ha sido su boca la que ha venido a encontrarla».

Algún exaltado ha dicho que quien escribe una cosa así es un capullo, pero bueno, tampoco hay que exagerar ni oponerse a la libertad de expresión. Téngase en cuenta además que un grupo de sesenta especialistas españoles, entre los que se encontraban sabios como Fernando Savater, José María Castellet, Rafael Conte, Ramón de España, Miguel García Posada, J.A. Masoliver Ródenas, Santos Sanz Villanueva, Darío Villanueva, Robert Saladrigas, Luis Suñén, Andrés Trapiello, Jorge Herralde, Esther Tusquets, José María Guelbenzu, Javier Marías, Vicente Molina Foix, Rosa Montero, Maruja Torres, Luis Goytisolo, Antonio Muñoz Molina y Pere Gimferrer, declararon esta novela la mejor publicada entre 1975 y 1991, después de que otros y varios de éstos le otorgaran el Premio de la Crítica de 1993 y la Real Academia Española, el Fastenrath de 1995. Todo el libro está escrito, y tal vez ello explique muchas cosas, como las últimas líneas entrecomilladas, por lo que constituye un homenaje a la sintaxis y a la lucidez en la expresión. Y qué decir de alguien tan clarividentemente observador, como para pensar que tiene algo en la boca cuando lo tiene, aunque en el fondo le resulta incomprensible tenerlo? Si el mejor crítico de España, García Posada, ha declarado el endecasílabo de Luis García Montero que reza: «Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi», el verso emblemático de la poesía española del siglo XX, yo reclamo el mismo honor, en el campo de la prosa, para la frase de Marías: «Tengo la polla en su boca, pensé al tenerla».

6.‑ Todas las bestselleradas son muy dadas a las ingeniosas ocurrencias, especialmente en el ámbito de su imaginario sexual. A la heroína -en la que a todas luces se encarna la autora‑ de la novela de Maruja Torres Un calor tan cercano, la llaman para decirle que su madre ha muerto. Ella duda si asistir o no al sepelio de la autora de sus días. Se decide por el «no», pretextando que «la muerte me da siempre ganas de joder». Como Almudena Grandes, es seguro que pensó que, con semejante declaración, iba a impresionar al lector. A mí, por lo menos, no, pues conozco muchos casos de personas que sufren semejante sensación cuasi sinestésica. El más cercano, el de una charcutera de Lavapiés, a la que le pasa lo mismo, pero en dirección contraria: apenas le pellizcan una teta, se pone a entonar un responso.

7.‑ Y, siguiendo con las agudas ocurrencias, otra de Javier Marías en el libro de casi cuatrocientas páginas –Negra espalda del tiempo‑ que escribió para exaltar otro suyo que he citado con anterioridad en un contexto empollado: dice que los profesores de Oxford a quienes no citó en Todas las almas se sintieron «molestos y ofendidos», «vilipendiados o escarnecidos», porque ‑afirma‑ «lo peor es no figurar allí donde hubo posibilidad de hacerlo». Lo que es una gran verdad, lo admito. En los tiempos en que ejercí de bombero, tuve ocasión de comprobar muchas veces que el gran pesar de los supervivientes de una catástrofe era no figurar en la lista de fallecidos, en la que tuvieron la posibilidad de figurar.

8.‑ Pero sigamos con las genialidades de tema sexual, que son las que más se llevan. Quien se autobestsellereda con las aventuras de Manolito Gafotas ‑llamar Manolito Gafotas a un heroino de cuentos infantiles ya estaba anticuado en tiempos de Elena Fortún‑, Elvira Lindo, llamada Viruca Lindurri por Bicoca del Fresno, Isabel Sartorius, Marisa de Borbón, etc., asíduas del gimnasio al que ella acude, y que es donde, según ha escrito (El País, 11 de marzo de 2001), «se reune el cogollito del barrio de Salamanca», es muy dada a las confidencias sobre los temas más íntimos, convencida, se advierte, de que a todo el mundo le interesan. El 15 de abril del citado año, informaba de que a ella no le gustan los hombres que la tienen pequeña, sino los que, como Francisco Rabal, «la tienen grande y partida en dos». Para demostrar que no ha perdido el tiempo en el cursillo de pollas comparadas al que había asistido, añade que ella sabe que Bardem la tiene más grande que Banderas, por lo que prefiere al primero. Pese a todo, da a entender que hasta el presente ha sido fiel a «su santo», como llama a «su marido», no si antes aclarar que es académico, quince veces en cada artículo. Sobre la base de un típica moral posmoderna, contaba el 1 de julio cómo se contuvo, estando tomando un gintonic con Joaquín Oristrel en un hotel de Bilbao. No se pusieron a joder en seguida, como por lo visto es obligatorio en ese mundo suyo, sino que se abstuvieron «con una fidelidad hacia nuestras parejas rayana en la santidad» (así de vulgarmente escribe, sí). La continencia en la vida cotidiana de esta santa, que con virtuosa sencillez informaba al pueblo español (15 de agosto) de que suele leer la prensa mientras caga, la impulsa a «hacerse pajas mentales» (15 de abril) junto a su marido, don Antonio Muñoz Molina, al que toma evidentemente por un calzonazos, mientras reposan juntos sobre un colchón Pikolín Springwell relleno de visón: Viruca Lindurri siempre precisa el nombre de las buenas marcas de sus braguitas, sus compresas, sus chales, como el Benarroch que llevaba el día que ‑supremo gesto de sinceridad‑ confesó haber padecido un ataque de almorranas durante una representación de Parsifal. Hubo de salir corriendo hacia su casa donde, merced a la aplicación por su santo de una crema en su lugar descanso, sintió un alivio tan grande que gritó: » gracias, Hemoal!» (Seguramente le cobró al laboratorio). Pero no sólo presume de ropa y de chismitis, también de su tipo, dando a entender que está muy buena ‑si es así, se explican «las tentaciones de Oristrel-, por lo que «sus criados», cuando hablan con ella, le miran las tetas (20 de agosto y passim). Pienso que todo esto es digno de una de las más apreciadas intelectualas de PRISA, que confesó una vez (11 de febrero de 2001) que prefiere ir de compras a leer.

9.‑ Pero ni una línea más sin traer a estas páginas, que inmortalizarán al cogollito de la novela española hodierna, a la niña de mis ojos, Rosita Montero, sin duda Rosa de Pitiminí en el gimnasio al que acude. Ella se lo merece todo, dada su continua y benéfica influencia en el mundo y la sociedad del puente de los siglos. Jamás olvidaré que, cuando ella escribió ‑primera línea de una columna memorable‑: «Estoy harta de oír hablar de Eliancito», el presidente Clinton reunió en el despacho oval a los de la mesa redonda y entre todos modificaron la política usaca en el Caribe. Voy a comentar in extenso el primer capítulo de su extraordinaria novela La hija del caníbal, mediante una selección de lo que será en su día el exhaustivo ensayo El padre de la caníbal. ¡Qué bien lanzada estuvo la magna obra por Espasa!… ¡Aquella rosa miles de veces florecida en las grandes superficies, que eclipsó durante meses la del PSOE!

10.‑ El primer párrafo de la novela de Rosa Montero, La hija del caníbal (en adelante, Caníbal), después de unas confusas líneas de filosofía de la confusión, concluye con estas líneas: «Cuando aquel día mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el aeropuerto de Barajas». Bueno, hay que comprender que cada uno cambia su vida como puede. Lo importante ahora es señalar que la alusión a la analítica trascendental kantiana constituye lo que en el Centro de Documentación de la Novela Española llamamos un pinito cultureta, algo que resulta chocante cuando no ridículo. En este caso, viene a ser además un clarísimo homenaje de la autora a su maestra, Almudena Grandes, tan aficionada ella a demostrar su sapiencia. Una sapiencia de la que generosamente hace partícipes a sus lectores, a veces mediante ejemplos que han pasado a ser de obligada cita en los colegios de monjas.

En el segundo párrafo, nuevo toque almudentarra: «Ramón era mi marido: llevábamos un año casados y nueve años más viviendo juntos». Queda clara su progresía. Lo malo de estas progres es que siempre, al cabo de una década corta, vuelven a caer en lo convencional católicoadministrativo. Pena que Rosa no aclare, como hubiese aclarado su maestra, si Ramón follaba mucho o no follaba nada, ni si le gustaban o no las mollejas. «¿Cómo se puede follar, ha dejado escrito Grandes, con un hombre al que no le gusten las mollejas?»

11.‑ Un buen ejemplo: Malena, el celebérrimo personaje de Almudena, va a visitar, como dije, a su tía monja a un convento madrileño. Como suele ocurrir cuando el visitante es familiar cercano de la profesa, la recibe en pie, cabe el altar mayor de la capilla. Henchida, como su creadora, de sentimientos didácticos, le cuenta la historia de Santa Ágreda. Una docena de veces emplea para ello la palabra «tetas» ‑como parece ser preceptivo cuando se conversa en lugar sagrado‑, ni una sola «pechos» o «senos». En arrebato cariñoso, la sobrina, conmocionada por el relato, grita: » Tú no te cortes las tetas!» La buena monja, que sin duda no había considerado siquiera la posibilidad ni en uno de sus peores momentos ‑tampoco las monjas se están cortando las tetas todos los días porque lo hiciera Santa Ágreda‑, lo que sí quiere es que la sobrina se entere bien de lo sucedido. Se levanta el hábito de burda estameña, se saca su hermoso par, lo coloca sobre el ara sacra y, simulando con la diestra una guillotina, ilustra el relato con elocuente demostración.

12.‑ Seguimos en Caníbal: Pág. 9.‑ «A Ramón se le ocurrió ir al servicio». ¡Qué ocurrencias tenía Ramón! A Rosa, ésta, según dice, no le hizo mucha gracia. Mas se tranquiliza pronto: «Pero faltaba todavía bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente, muy cerca, a la vista, apenas a treinta segundos de mi asiento». Por esta precisa lección de geografía aeroportuaria (en la primera versión del libro, estaba prevista la inclusión de un plano), se adivina que Rosa se propone introducirnos a través de una fantacientífica star gate.

Pág. 10.‑ En cuestiones de fondo, Rosa no está de acuerdo, sin embargo, con su maestra. Encuentra a su marido «sobrado de nalgas». «Ah, pequeña saltamontas, le hubiese dicho Grandes, especialista en culos como vimos, de eso nunca tienen bastante».

Id.‑ En la etopeya que de su cónyuge traza la novelista, aprovechando el tiempo que él dedica a sus necesidades mayores o menores, lo pone a parir un burro. Tan mal deja al eventual meando (y/o cagando), que uno llega a la conclusión de que, si lleva conviviendo con él diez años, tiene que tener más estómago que una vaca tibetana.

Pág. 11.‑ Primer motivo de estremecimiento para el lector desprevenido: Ramón tarda demasiado en salir del urinario. ¡Menos mal que Rosa entretiene la espera pensando en la Venus de Willendorf! ¿Qué se creían ustedes? ¿Que una discípula de Grandes iba a pensar en la de Milo, de la que habla todo el mundo?

Id.‑ Lo cual no le impide llevar la cuenta de lo que tardan otros en llevar a cabo su micción: «Del servicio de caballeros entraban y salían los caballeros (si era un servicio de caballeros, Rosita, ¿quiénes iban a entrar y salir? ¿Los escuderos?), todos más diligentes que mi marido». Quizá la suya fuera, especula el lector, echando un cable al acusado, una micción imposible. En cualquier caso, encuentra que no es razón para que su señora, según nos dice, empiece a odiarle.

Id.‑ En vista de lo cual, dice Ella, «dediqué unos minutos de reflexión a lo llenos que están los aeropuertos últimamente de ancianos en carritos». Nada como una reflexión profunda para mantener la mente despejada. Tan horadante es la reflexión monteresca, que emplea veinte líneas en contarnos lo que sienten las viejas ‑si no lo sabe Rosa, ¿quién lo va a saber?‑, y resulta ‑¿quién lo hubiera dicho?‑ que las viejas, todas, son unas malvadas.

Id.‑ En representación de todas las perversas vejestorias que por allí pululan ‑en gran cantidad, como ya sabemos que sucede últimamente‑, una, a la que Rosa «estaba contemplando a hurtadillas», «levantó la cabeza súbitamente y clavó en mí su mirada lechosa: ‘Hay que disfrutar de la vida mientras se pueda’, dijo con una vocecita fina pero firme; y luego sonrió con evidente y casi feroz satisfacción. Es la victoria final de las decrépitas».

Id.‑ «Y Ramón no salía. Estaba empezando a preocuparme». ¿Se le habrán atragantado sus amplias nalgas en el inodoro?, se pregunta el lector solidario.

Págs. 11‑12.‑ Nuevo homenaje a Almudena: «Un día, en otro aeropuerto, vi a un hombre que me recordaba a un ex-amante. ¡Qué mocitas más modernas!, exclama el lector verecundo e inocente. La Rosa, la Almu, la Etxeberría, la Torres… Se pasan la vida de amante en amante y sigo para delante. Son verdaderamente expertas en la materia. No digo en la literaria, claro.

Pág. 12.‑ ¿Es o no es el ex‑amante? «Por momentos se me parecía a él como una gota de agua». Extraña gota, se perfila el lector para entrar al quite, que se parece a un ser humano. ¿O será que lo que quiso decir Rosita es que se parecía a él como una gota de agua a otra gota de agua? Escriben tan deprisa estas niñas, apremiadas por el Juancruz de guardia, que no hacen más que meter la pata.

Id.‑ Rosita continúa observando al presunto ex: «el mismo cuerpo, la misma manera de moverse, el mismo pelo liso y largo recogido en la nuca con una goma, la misma línea de la mandíbula, los mismos ojos ojerosos como (aquí falta los de) un panda, las mismas generosas nalgas, el mismo documento nacional de identidad»… ¡Coño, muchacha, no lo dudes más! ¡Es él!

Id.‑. «Tan pronto me convencía su presencia (¿por qué te tenía que convencerte la presencia? ¿No era evidente?) y me recordaba de mí misma pasando la punta de la lengua por sus labios golosos, como adquiría la repentina certidumbre (sobra «repentina») de estar contemplando un rostro por completo ajeno». (¿Por completo? Si hubiese sido así, no te habría recordado a Coletas I. ¿Y ajeno? ¿Ajeno a qué? Querrías decir «diferente».

Págs. 12 y 13. ¡Llamada para su vuelo! Con las bolsas a cuestas, Rosa se dirige hacia la puerta de los vatercloses. Nuestra heroína está despendolada. Pese a ello, acierta a darse cuenta, por su gesto, de que un cincuentón que sale del servicio refleja en su rostro que tiene problemas de próstata.

Pág. 13.‑ «La desesperación y la inquietud creciente me dieron fuerzas para romper el tabú de los mingitorios masculinos (territorio prohibido, sacralizado, ajeno) y entré resueltamente en el habitáculo». (Sic, lo juro, no añado nada… Sólo llamo la atención sobre el hecho de que, ciertamente, en los servicios de señoras, no sacralizados, entra quien quiere del otro sexo). (No se pierda el lector siempre sediento de saberes, en esta página, la prolija y precisa descripción de un retrete).

Id.‑ «Perdón, voceé, pidiendo excusas al mundo por mi atrevimiento», clama Rosita en un alarde de ironía fina, luego de su inspección transgresora, de su profanación del santuario de la masculinidad. Pasma la amplitud de miras que tienen los bestsellerados. Palmira Gadea, la protagonista de Más allá del jardín, de Antonio Gala, tras un disgusto familiar, decide «ponerse disposición del mundo». Ésta, ya lo han leído, le pide excusas.

13.- Caníbal pág. 13: El odio que Rosa siente por su marido es como un Winchester 73: «odio de repetición, seco y fulminante». Aunque lo mejor viene a continuación: [uno de esos odios] «que tanto abundan en el devenir de la conyugalidad».

Id.‑ La pérdida de Ramón (Ramón Iruña Díaz, para ser exactos, de los conocidos Iruña de la Comunidad Europea), porque por perdido hemos de darle, por muy optimistas que nos hayan enseñado a ser nuestras madres, se compensa con un aumento del número de empleados de Iberia junto la puerta de embarque: «desde lejos pude ver que no estaba. Eso sí, había aumentado el número de empleados de la compañía. Ahora había dos hombres y dos mujeres uniformados». Precisión por encima de la angustia, como aconsejaba el estagirita.

Id.‑ Una de las mujeres, «supongo que con la pretensión de consolarme», le dice: «No se preocupe, pasa muchas veces. Luego resulta que aparecen bebidos, por ejemplo». (¿Por qué por «ejemplo», Rosita, ¿Es que otros aparecen también comidos y merendados?). Bajo juramento declaro, yo, miembro emérito del Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, que me he entrevistado con el director de Iberia, el mismísimo don Antonio Iberia, quien, con una mano en la Biblia y otra en el Cuaderno de Bitácora, me ha asegurado: «Los empleados de Iberia están programados para no decir tales sandeces. Tomaré medidas».

Id.‑ ¡Lo que faltaba! El ánimo de Rosa está, como es de suponer, por la moqueta. Y entonces va la niñata uniformada, que pronto causará baja en la plantilla ibera, y le dice: «Señora, el vuelo tiene que salir, no podemos esperar a su marido […] Y a mí siempre me ha deprimido que me llamen señora». ¡Cuánto ensañamiento! Sobre viuda de facto, nominada «señora» el mismo día. Mas no pasemos por alto otra chorrada monterónea, otra sandez que igualmente hubiese descalificado el director de las consagradas Líneas Aéreas Españolas: la empleada se expresa ‑»el vuelo tiene que salir, no podemos esperar a su marido»‑ como si el piloto, con la portezuela del avión medio abierta, estuviera gritando: » Venga, suban, que se hace tarde!»

Id.‑ Ante lo irremediable, Rosa sólo tiene tiempo de aclarar, a la que dijo lo de «luego resulta que aparecen bebidos», que «Ramón es abstemio». Hizo bien. No se iba a emborrachar con gatorade.

Págs. 14 y 15.‑ Pero la del traje a rayas es más descarada e impertinente de lo que ella habría podido suponer, y le dice a su compañera, aunque en voz lo suficientemente alta como para que la presunta viajera se entere: «O se ha marchado porque sí, tan tranquilamente. ¿Te acuerdas de aquel tipo que se cogió otro vuelo para el fin de semana con su secretaria?»

Sospecho que, para los parlamentos, en especial los de los empleados de Iberia, Montero contó con la colaboración de Javier Marías. El disgusto que se habría llevado el director de Iberia con el último, que por cierto me plantea algunos problemas:

a) ¿Cómo supieron los empleados, por muy cotillas que fuesen, que aquel señor tomó otro vuelo?

b) ¿Era precavido, en contra de lo que se pensó, y estaba en lista de espera?

c) ¿Quién informó de que se largó por un fin de semana exactamente?

d) ¿Cómo descubrieron que se iba con otra mujer?

e) ¿Cómo, que esa mujer era precisamente su secretaria?

f) ¿Quién es tan improvisador como para esperar a canjear mujer por secretaria en campo tan inseguro como un vestíbulo aeroportuario?

g) ¿Quién tan tonto en este mundo como para escribir lo que hemos leído?

Pág. 15.‑ Rosa no logra «reunir algún fragmento de dignidad para decir que no, que Ramón desde luego jamás haría eso». Estoy con ella. Entre otras razones, porque, según he podido averiguar, nunca ha tenido secretaria.

A pesar de su angustia, la minuciosa autora de este novelunio tiene tiempo de dedicar un largo comentario a las consecuencias que la desaparición de Ramoncín provoca en la compañía aérea ‑tener que sacar las maletas de la bodega, retrasar el vuelo hora y media por ello mismo, apaciguar el cabreo de los pasajeros‑ y al estado de ánimo de los empleados: irritados, si queremos ser precisos.

Interviene un policía, que no parece dar demasiada importancia a la desaparición de un marido: «Mire, señora ‑dice un agente después de haber inspeccionado los retretes y no haber encontrado «nada raro»‑, yo que usted me marchaba a casa». Filosóficamente, añade: «Seguro que luego acaba apareciendo, estas cosas ocurren en los matrimonios más a menudo de lo que usted piensa». ¿Qué? se pregunta el lector ¿Que desaparezca un marido o que alguien lo haga por un bajante, después de tirar de la cadena? Sobre todo estando por medio lo que Jardiel Poncela llamaría «un marido de ida y vuelta». Y lo cierto es que no le faltaba razón. Yo, por lo menos, cada vez que voy a Barajas, me encuentro con dos o tres señoras enloquecidas, buscando a su cónyuge temporalmente extraviado. Pienso que a estos desalmados habría que aconsejarles que aprovecharan para marcharse de excursión la misa de doce o la visita al dentista, para las que no hay que sacar unos billetes tan caros.

Pág. 15.‑ Con la afición de los bestsellerados a las frases hechas, ¡qué sustos se lleva uno! Nos cuenta Rosita que la supervisora aprovecha su turbación «para quitarse el muerto de encima». Por un momento, pensé que Ramón había caído, fiambre, desde el plafond.

Págs. 15‑16.‑ Al cabo de varias horas ‑sospecho que Rosita es lenta‑, «al fin la certidumbre de que no iba a volver a aparecer se fue abriendo paso en mi cabeza». Pero sus conclusiones, en cambio, son tan rápidas como claras: «Tal vez me ha abandonado, me dije, tal y como sostenía el policía. Quizá se haya ido con su secretaria a las Bahamas». Aunque… ‑Rosita duda‑ «Aunque su secretaria tiene sesenta años». Eso no es óbice, mujer, ¡los hay con gustos muy raros! Como para salir pitando con una jamona desde el retrete de un aeropuerto.

Pág. 16.‑ La otra posibilidad en la que piensa Montero es la de que, «en efecto, esté borracho como una cuba, tendido y oculto en una esquina» (sin duda, quiso escribir «rincón»). «Pero ‑se pregunta avispadamente‑, ¿cómo había podido hacer todo eso sin abandonar el urinario?» Cuando a la vida le da por enredarse, más le valdría a uno hacer un cascabullo, como los gusanos de seda, y arrojarse en pijama a la laguna Estigia. Rosita coge un taxi, se va a su casa y… «Ramón tampoco estaba allí». Por la noche, en la cama, «insomne y desasosegada», echa de menos «los ronquidos y las toses» del desaparecido. Teme que, a la mañana, también nostalgiará el momento en que él «se frotaba la calva con monoxidil».

14.‑ Volvamos a Almudena Grandes, por alusiones. Almudena, señora de García Montero, una escritoraza capaz de sorprendernos con frases como ésta: «por un instante, rocé mi brazo con el suyo, y la hiperbólica sensibilidad que desarrolló mi piel en el curso de un contacto tan breve me dejó perpleja». Son dos adolescentes los que hablan ‑pág. 173 de Tango‑, pero, criaturas de una gran intelectual como Grandes, se expresan siempre con solemnidad, de aquesta mencionada y de aquestotra guisa: «la irritante arbitrariedad de sus afirmaciones, la taxativa estupidez de esas sentencias radicales…». Cosa no de extrañar en un libro en el que, páginas antes, hemos visto a la cocinera y a la que quita el polvo hacer un análisis exhaustivo del franquismo que para sus editorialistas quisiera el director de El Mundo. Continúa la quinceañera: «Comprendí que su crisis, de la clase que fuera, había pasado». Durante varias páginas, Malena se muestra como una psicóloga tan aguda, que el lector experimenta el deseo apremiante de pedirle hora.

15.‑ Conste que las frases y las consideraciones plenipotenciarias no las reserva Almudena para la política y la psicología: también para la sexología. «…mientras sus dedos se aferraban a mis pechos como un ejército de niños desesperados y hambrientos […], antes de que mi sujetador cayera al suelo como un cadáver de trapo.» En el mismo contexto, algunas frases que no son sólo plenipotenciarias, son, además, mayestáticas: Malena mira a Nené (p. 189) «con la característica sonrisa que algunos dioses condescendientes reservan para su eventual tropiezo con los groseros mortales». Analícese esta frase a fondo: «característica», «algunos», «eventual»… O Almudena ha contado con el asesoramiento de Eliade o de Frazer ‑en cuyo caso, debería advertirlo‑ o es tonta del culo.

16.‑ Como cabía esperar, en una escena dibujada por esa mujer liberada que es Almudena Grandes, pulvis coronat caput. Y, como de costumbre, no puede evitar demostrar una vez más que es una progre, y que disfruta del retraso mental que achaco a los bestsellerados. Anuncia el solemne momento del desvirgamiento de Malena, incompatible por cierto con la información anterior de que «sólo ha follado con un tío, Marciano» (aclaremos: Marciano de nombre, pero terrestre de nacimiento), precisando que el acontecimiento tuvo lugar «en el agro extremeño» (195‑196). Esta vez es distinto, ahora todo queda en familia: se trata de su primo Fernando, que es un mozo bien dotado: Malena intenta «reunir la punta de mi pulgar con la de los otros dedos» (192) en torno al pene fernandiano y no lo consigue. Digo yo: o una mano muy pequeña o un auténtico penélope. Mas lo mejor viene ahora: ya los tenemos follando (209), aunque sin dejar de lado, en plena faena, su culta conversación sobre todo lo divino y lo marrano. Aunque él se aplica a fondo, no puede dejar de sobresaltarse ante cierta afirmación de ella y grita: «¡No jodas!». No se comprende cómo Almudena no hizo decir a la ex‑virgen: «¿En qué quedamos?»

19.‑ La alusión a la hiperbólica sensibilidad de la piel grandesca, el ejército de niños desesperados y hambrientos aferrándose a su tetamen y esa sublime comparación del sujetador que cae cual cadáver de trapo me ha llevado a pensar, no sé por qué, en don Antonio Muñoz Molina, rey de las comparaciones elaboradas y de los afiligranados tropos. Su novela El invierno en Lisboa, única que he leído de él para mi desdicha y vilipendio, amén de otros desastres reseñados en el Cuaderno Mal tiempo en Lisboa, está constituida por varios millares de comparaciones y metáforas, cada cual más peligrosa para la salud mental del leyendo, navegante en piélago de rebuscadas imágenes y pedantes adjetivos. En ella nadie hace nada como Dios manda; en ella nada es como dictan los cánones. Un rostro «ofrece una sumaria dignidad vertical» (10); unas manos «se mueven a una velocidad que parece excluir la premeditación y la técnica» (id.); el aspecto de una persona «es el de alguien que muy a su pesar abdica temporalmente de un orgullo excesivo» (14); quien huye lo hace «como si huyera sin convicción de un despertar mediocre» (41); mirar a una mujer es «como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una desgracia (51)… A veces, sin embargo, el gran escritor es más claro y dice cosas perfectamente comprensibles: «Morton hablaba en español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y haciendo escarnio de los guardias» (57). Debo reconocer lo mucho que ha influido esta manera de escribir en mi manera de expresarme. Dos días antes de escribir esta página, una de mis hijas me pidió que fuera a recoger a mi nieto mayor, que hace un curso acelerado de uruguayo en una escuela de idiomas. Me pidió que me informase de cómo le iba al muchacho. A su pregunta, después, sobre qué me había dicho el profesor, respondile: «Me ha dicho que habla uruguayo como un trapecista que anda bajo de triglicéridos y transaminasas y sufre prurito anal, por lo que sube y baja las escaleras a toda velocidad, haciendo escarnio del ascensorista». «Comprendo», dijo mi hija, y le arreó un bofetón a la criatura.

20.‑ Pero Morton no sólo hace virguerías con el español. Habla varias lenguas y «se traslada de una a otra con la soltura de un estafador que cruza la frontera con pasaporte falso» (57). Uno piensa que, a un tipo así, sería difícil engañarle. Muñoz es de la misma opinión, especialmente si el tal se encuentra en un hotel, porque «en un hotel, nadie le engaña a uno, ni siquiera uno mismo tiene coartada alguna para engañarse acerca de su vida» (17‑18). Aguda observación; pero se ve que no pensó en la cantidad de cuernos que se fabrican en los hoteles. Ni en las facturas sobrecargadas. Ni en los congelados ofrecidos como frescos.

21.‑ No sólo de tropos vive Muñoz. Características suyas son también las generalizaciones chorridentas, como aquesta de la página 10: «Después de los treinta años, cuando todo el mundo claudica hacia una decadencia más innoble que la vejez». Sé de un lector cuarentón que, al leer esto, se cabreó y salió corriendo a ponerle un telegrama a Muñoz: «Claudicarás tú, gilipollas!» Y algunas páginas más adelante: «…pero aquella firme mirada de indiferencia o ironía era la de un adolescente fortalecido por el conocimiento. Aprendí que por eso era tan difícil sostenerla». Insultada la noble ancianidad, Muñoz no se recata ante la adolescencia. Y otra generalización estupidácea, en la pág. 13: «Un músico sabe que el pasado no existe. Esos que pintan o escriben no hacen más que acumular pasado sobre sus hombros». ¿Cómo, Muñoz, si no existe? Ante una nueva gracia, el lector se pregunta: «hasta qué abismos de gilipollez es capaz de descender este tío?»

22.- Después de autopresentarse, a lo largo de cinco páginas, como un tipo cosmopolita, escribe: «Supongo que enrojecí cuando la camarera rubia se dio cuenta de que yo la estaba mirando». Realmente, todo se puede esperar de un oscarwilde que a cada paso escribe «yo» y dice cosas como ésta ‑pág. 14‑: «Me he librado del chantaje de la felicidad […]De la felicidad y de la perfección. Son supersticiones católicas. Le viene a uno del catecismo y de las canciones de la radio». Me pregunto qué hay que escribir en España para que a un tipo, en vez de hacerlo académico, lo declaren simplemente tonto del culo. En la misma página, otra estúpida generalización: «…oscilando con una cierta indignidad de bebedores tardíos». ¿Por qué «con una cierta»? ¿Por qué afirma tácitamente que los bebedores tempraneros son dignos? ¿Sabe lo que dice o habla por hablar?

23.‑ Un amigo de Muñoz se aparta de Muñoz «junto al resplandor helado de los ventanales de la telefónica». Como Spiderman, digo yo. Pero regresa, y Muñoz comenta: «cuando lo ví volver, alto y oscilante, las manos hundidas en los bolsillos de su gran abrigo abierto y con las solapas levantadas, entendí que había en él esa intensa sugestión de carácter que tienen siempre los portadores de una historia, como los portadores de un revólver». O sea, que John Wayne, con una novela en el bolsillo, tiene una intensa sugestión de carácter, ¿no, Muñoz?

24.‑ Salto a la página 37 y leo: «Era una noche de las primeras de octubre, una de esas noches prematuras que lo sorprenden a uno al salir a la calle como el despertar en un tren que nos ha llevado a un país extranjero donde ya es invierno». Frase en verdad de una complicación inútil, como un grifo de bañera. Para alargar el libro, Muñoz acude con frecuencia a estas especies de tropos chorrunos que, cuando no resultan además cursis como éste, al menos son tonterías. Se ve, por otro lado, que no viaja mucho. En tren y de una sola cabezada sólo puedes ir a Portugal y a Francia, cuyo clima es el mismo que en el agro que nunca deberías haber abandonado. Para ir a un país de clima diferente, tendrías que coger el Transiberiano y disfrutar de bastantes despertares.

25.‑ En esta «novela», insisto, nada sucede con sencillez. Nadie, por ejemplo, oye una música y le tiemblan los tímpanos, no: «es como si […] se extraviara en la niebla y lo alzara hasta la cima de una colina desde donde pudiera verse una ciudad dilatada por la luz» (41). Si escucha una canción, ésta no le resulta agradable o desagradable, sino que encuentra que » no era más que la pura sensación del tiempo, intocado y transparente, como guardado en un hermético frasco de cristal». Y es que, por lo general, los personajes, cuando quieren oír algo, no lo hacen, como tú, lector, con atención, sino «con la atención de un joyero no del todo indecente que se aviene por primera vez a comprar mercancía robada» (61). Ante estos ejemplos, no puede extrañar que, si se toman una copa de aguardiente, no lo hagan echándose el trago al coleto, sino «con la temible soberanía de quien está solo en un país extraño» (118) o que, si se quitan las gafas, no sea para limpiarlas, «sino para mostrar a alguien toda la intensidad de su desdén» (121). Y así todo el libro, lo juro: es lo que un bestsellerado (= retrasado mental) cree que es hacer literatura. Y lo que también creen que lo es los críticos ad hoc.

26.‑ «Desde que salió del hospital vivía en un estado de permanente urgencia: tenía prisa por comprobar que no estaba muerto» (44). Supongo que si el hospital hubiese sido del Insalud, las prisas hubiesen sido por comprobar si estaba vivo. ¿Pensará esta criatura antes de escribir? Página 48: Lucrecia saca del bolso, informa, el tabaco, el lápiz de labios, un pañuelo, las llaves… Y Muñoz apostilla: «todas esas cosas absurdas que llevan las mujeres». Pero esta vez lleva razón Muñoz: si Lucrecia quiere fumar, maquillarse, limpiarse la nariz o abrir la puerta de su casa, para qué puñetas quiere los cigarrillos, el lápiz de labios, el pañuelo o las llaves? Menos absurdo sería que llevase un cogollo de lechuga y una vinagrera, por si se encuentra a Muñoz y le quiere obsequiar con una ensalada. Firme en sus ideas, el académico insiste: «no hay nada que una mujer no pueda llevar en su bolso». Por ejemplo, digo yo, otro bolso. O un SEAT Panda.

27.‑ «Floro Bloom conducía con la serenidad de quien al fin se ha instalado en el límite de sí mismo, en la avanzada medular de su vida, nunca más en los espejismos de la memoria ni de la resignación, notando la plenitud de permanecer cálidamente inmóvil mientras avanzaba a cien kilómetros por hora» (97). Sublime muestra de la sencillez expresiva muñociana.

(Nota al margen: El lenguaje de una novela, sin perjuicio de que sea bello, tiene que ser, antes que nada, preciso y funcional, puesto que su misión no es hacer gorgoritos con las palabras, sino levantar una realidad, la realidad ficticia, delante del lector, con la mayor expresividad, bulto y consistencia. La mente del lector actuará como una pantalla, donde se espeja lo dicho por el novelista. Ningún lector «verá» nada si lo atolondran con generalizaciones memas, imágenes cursis y metáforas rebuscadas. El lector interesado puede consultar mi Teoría de la novela, Anthropos, Barcelona, 2005).

28.‑ De un personaje que cuenta a otro sus andanzas, no dice de éste, por ejemplo, «se le notaba cabreado», sino «era, [el efecto del relato,] como beber lentamente una de esas perfumadas ginebras que tienen la transparencia del vidrio y de las mañanas frías de diciembre, como inocularse una sustancia envenenada y dulce que dilatara la conciencia más allá de los límites de la razón y del miedo» (123). Con lo cual, nadie, pero sobre todo los que no han probado la ginebra perfumada, no se entera de cómo se siente el personaje.

29.- Biralbo entra en un bar (126), pero no metiendo una pata y después la otra, sino «como quien cierra los ojos y se lanza al vacío». Y ¿qué es lo primero que ve? Pues que de una puerta, «más al fondo, salió un hombre ciñéndose el pantalón con una cierta petulancia, como quien abandona un urinario» (127). (¡Muñoz! Si tú eres petulante mientras te abrochas la bragueta, no cargues con el mismo vicio a los demás): Por otra parte, a estas altura, resulta hasta lógico que quien entra en un bar como entró Biralbo, vaya hasta el fondo «sintiendo que atravesaba un desierto»; más aún: «cruzó toda la lejanía del salón para llegar a los lavabos [donde] pensó que había pasado mucho tiempo desde que se separó de Malcolm [el que lo acompañaba en la apasionante aventura]. Se acerca ¿y ya está? ¡Qué va! Lo hace «como si nadara contra una corriente entorpecida de malezas».

30.‑ Otro ejemplo de generalización tontorrona: «nada une más a dos hombres que haber amado a una misma mujer». Debió de haber escrito esto después de haber leído la noticia de uno de los mil trece asesinatos cometidos durante el año en curso, de un hombre por otro colega en amores. Y otro, más grave, porque pudo tener luctuosas consecuencias: «los verdaderos solitarios establecen el vacío en los lugares que habitan y en las calles que cruzan». Me ofende personalmente. ¿Se atrevería Muñoz a sostener en mi cara que, porque no establezco ningún vacío, no soy un verdadero solitario? Más adelante (186): «Tenía el aire de ávida soledad de quien acaba de bajarse de un tren». Este tío me hace sentirme un bicho raro: hace unos días, me bajé de un tren y no tenía aires de nada. Recuerdo que bostecé y después me senté en una carretilla para atarme los cordones de un zapato.

31.‑ Ni los aceptables e inocentes tranvías lisboetas se libran de los afanes metaforizantes del académico Muñoz. Pasan «como buques a la deriva» (143). Biralbo, que está en la acera, no por precaución, sino «como en la cornisa de un edificio por el que fuera a desplomarse» (¿él? Desplomarse parece más propio del edificio) (144). Consecuentemente, el acerado «se queda inmóvil, con los ojos y la boca muy abiertos, con sudor en la cara y saliva manchándole los labios» y mira al digno representante del transporte público, «como quien mira en una estación el tren que ya ha perdido». Decide echar a andar y «caminar hacia él como hundiéndose a cada paso en una calle de arena». Bien, pues resulta que el que tantas aventuras corre por mirar un tranvía, forma parte de un cuarteto de modestos músicos que tocan en un bar. Cuando llega al bar, tras atravesar, al menos mentalmente, el Sahara, el Gran Cañón del Colorado, y navegar por el Yenisei, se dispone a actuar con sus compañeros. De los cuatro, uno sale «como el que sale a que se lo coman los leones». Otro, «con el rápido sigilo de ciertos animales nocturnos». El tercero, «con un gesto de desprecio impasible». Para nuestro amigo el aventurero, poner las manos en el teclado del piano «fue como asirse a la única tabla de un naufragio» (querría decir «a la única que quedaba», porque un naufragio produce muchas tablas). ¡Pero si es un quinteto! Hay uno más que «se detiene al filo del escenario levantando muy poco los pies de la tarima, como si avanzara a tientas o temiera despertar a alguien». Y llega la hora de empezar a soplar, aporrear o lo que se tercie (180). Uno se lleva la trompeta a la boca «como si se estuviera preparando para recibir un golpe». Otro da la señal de empezar «como si acariciara un animal». Un tercero «siente que le estremece una sagrada sensación de inminencia». Un cuarto toma su instrumento ‑el musical, se entiende‑ «ávidamente esperando y sabiendo». Al último, «le pareció que escuchaba el susurro de una voz imposible, que veía de nuevo el absorto paisaje de la montaña violeta y el camino y la casa oculta entre los árboles» (181). ¡Santo cielo! Pero ¿es que ni uno solo pudo salir andando tranquilamente y dispuesto a soplar con sencillez la flauta?

Abandono a Muñoz, no sin pesar; a Muñoz el de la RAE, uno de los dos principales protagonistas de la gran estafa que ha cometido la industria cultural en general, PRISA en particular, con los inocentes lectores españoles de la llamada democracia, para ocuparme del otro: Javier Marías.

Alguien, en el Centro de Documentación de la Novela Española, se ha preguntado seriamente si no será Javier Marías una especie de Forrest Gump de la literatura: alguien que, con un coeficiente mental de menos del setenta por ciento, triunfa en una sociedad dominada por el marketing y los valores económicos. Creo que voy a probar que así es, en efecto. Para comodidad del lector y mía, empleo las siguientes abreviaturas de los títulos de las novelas de las cuales extraigo las perlas de la sabiduría y las pruebas de sutil humor: TA: Todas las almas; HS: El hombre sentimental; TH: Travesía del horizonte; CB: Corazón tan blanco; MB: Mañana en la batalla piensa en mí, y NE: Negra espalda del tiempo.

32.‑ Como se verá, algunas de las patochadas de Marías se potencian por su tremenda incapacidad para una expresión clara y gramaticalmente correcta. Adviértase la finura de su humor, la sutileza de su razonamiento y la agudeza de su ingenio en afirmaciones o comentarios como los siguientes: «Se murió en seguida, de golpe, a lo mejor para no despertarme» (TA 13); «Era muy joven y por tanto no elegante» (TA 25); «Tampoco recuerdo cómo le dirigí la palabra» (id.). Pues, seguramente, abriendo la boca y articulando sonidos más articulados que tu prosa; «El adulterio lleva mucho trabajo» (TA 32). Se ve que no ha catado ninguno; «Su vida personal era un blanco» (TA 38), queriendo decir que no se sabía nada de ella; Los estudiantes se preparan para salir «en cuanto haya certeza de que la noche ha llegado» (TA 136). ¿Cómo se adquirirá la certeza de que ha llegado la noche?; En el punto 4, me referí a la felación que, de manera sublime, describe Marías en las páginas 144‑145 de esta excepcional novela que el comité de sabios llamado «de los sesenta» declaró la mejor de una década. Pero no dije que, en plena faena, el protagonista/autor se pone a informar al lector de que, cuando niño, jugaba con plastilina y a preguntarse si el niño de Clare lo hará también; «Comer Blake y Ryland además han muerto, por lo que mi parecido con ellos también ha disminuido» (TA 241). Sutil; «Barcelona es mala ciudad para morir en ella» (HS 75). Me pregunto por qué dirá esto: he conocido a muchos que han fenecido en la Ciudad Condal y no han presentado ninguna queja; en la pág. 96 de esta misma novela, se declara dispuesto «a convocar una puta en mi habitación». No aclara si lo hizo mediante papel timbrado; «Manur esperó cuatro días para empezar a morirse» (HS 161); en la página 161 de HS, un personaje se suicida «con una pistola de su propiedad»: como debe ser, supongo; seguro que Marías conoce a muchos que se han suicidado con una pistola alquilada y se han lucido; Para demostrar la buena conducta de un tal Kerrigan, un personaje le dice a otro en la p.161 de TH: «¿Sabe? Kerrigan no ha vuelto a matar a nadie desde que acabó [la semana pasada] con Reginald Holland». Una muchacha se suicida «con la pistola de su propio padre» (CB 11). ¿Se imagina el lector lo que hubiesen cambiado las cosas si se llega a suicidar con la pistola del padre de una amiga?; «Quizá porque fue un matrimonio tardío, mi edad era de treinta y cuatro años cuando lo contraje» (CB 18); la esposa del protagonista se muestra «cuanto más corpórea y continua, más relegada y remota» (CB 33). Quizá por eso (34) «a la mañana siguiente, su cuerpo volvería a ser corpóreo»; En la p. 53 de CB se refiere a «una vaca benefactora y amiga». Sin duda, la de la Central Lechera Asturiana; «Esa noche, viendo el mundo desde mi almohada con Luisa a mi lado, como es costumbre entre los recién casados» (CB 145). Esto es una chorrada; ¿pretende también ser una gracia? Si es así, más le valdría al gracioso atarse una piedra de molino al cuello y deshacerse de todas sus corbatas; [Los domingos, absolutamente todos los traductores de español de la ONU] «sólo pueden dedicarse a […] pasear un poco, mirar desde lejos a los toxicómanos y a los delincuentes futuros […], leer el New York Times gigantesco durante todo el día hasta beber zumos energéticos o de tuttifrutti» (CB 159); «Estuvo casada cuando era más joven» (CB 162). Lo que haga cuando sea más vieja ¿cómo lo vamos a saber, Marías?; «Estaba inmóvil, luego no cojeaba» (CB 173); Pasé por el cuarto de baño y me puse una bata (estuve tentado de utilizar el albornoz como bata, pero no lo hice» (CB 201). Sublime decisión. Hace bien Marías en transmitirla al lector. Son precisiones que instruyen sobre la psicología de los personajes o el retraso mental del escritor; «la postura dejaba las bragas al descubierto y esas bragas a su vez las nalgas en parte, eran una bragas menores» (MB 17). Otra acertada precisión. Es sabido que a las bragas menores les pasa lo que a las órdenes menores según el Derecho Canónico: no autorizan a decir misa; «uno no sabe qué estaba ocurriendo en una casa un segundo antes de llamar al timbre e interrumpirlo» (MB 47). Esto es muy cierto. «Estaba descalzo y de este modo no se puede actuar ni decidir nada» (MB 63). Otra verdad: por eso los jueces y los primeros ministros llevan siempre zapatos; [Las prendas del niño quedan, colgadas, a respetable distancia del suelo del armario. Apunta el avispado autor: «así quedarían hasta que fueran creciendo» (MB 65). Como es de suponer que el armario estuviese en un cuarto, las podríamos llamar ‘prendas en cuarto crecientes’; Ante ésta ya me decubro: «No podemos estar más que en un sitio al mismo tiempo» (MB 69); «como si la mujer hubiese visto a alguien, tal vez a mí con mi taxi a la espalda» (MB 80) ¡Forzudo Marías!; Forzudo, también cosmológica y antropológicamente hablando: en la pag. 97 de MB se refiere «a la que fue aún más niña pero mucho mayor más tarde». Este prodigio sólo lo puede protagonizar un personaje de Marías; «…un individuo chato, o era efecto de las gafas negras un poco grandes» (MB 104. Y es que hay gafas, ciertamente, que hacen crecer las narices; «Mi teléfono sonaba a veces a cualquier hora» (MB 204). Hay teléfonos desconsiderados, no cabe duda; Este sabe de todo, filosofa sobre todo en su elegante prosa: «Los hombres tenemos la capacidad de meter miedo a las mujeres con una mera inflexión de la voz o una frase amenazadora y fría, nuestras manos son más fuertes y aprietan desde hace siglos. Es todo chulería» (MB 219). «Las mujeres nunca nos conceden lo que les pedimos cuando nos llaman por nuestros nombres» (MB 250). No le preguntes, lector, cómo prueba esta estúpida generalización: lo pondrías en un aprieto. La siguiente es sublime: Marías llega, en espionaje nocturno, al dormitorio de su ex‑mujer; observa y concluye agudamente: «en la cama no estaba yo, sino otro hombre» (MB 262). «Prefirió incorporarse. Es difícil comunicar una muerte tumbado» (MB 286); Otro gran descubrimiento: «Con los muertos no hay más trato y nada puede hacerse al respecto» (MB 293); Téllez hace delante de Marías «diversas llamadas telefónicas con pretextos varios» (MB 302) . Tal vez Marías esperaba que llamase siempre para lo mismo; Está Marías solo, a las doce de la noche, en un descampado y dice. «Encendí un cigarrillo con mis propias cerillas» (MB 329). Comprende, Marías, que, en aquellas circunstancias, difícilmente hubieras podido encenderlo con las cerillas de Teodoredo. «Dean aún tenía energía y ánimo para comer sentado» (MB 330) Lógico: si hubiese estado anémico y desanimado, hubiese comido en pie.

Me queda por contemplar otro libro ‑jamás novela‑ de Javier Marías, Negra espalda del tiempo, la prueba de más peso que puedo aportar de la tesis de este capítulo a su respecto. Pero me voy a dar un respiro, que aprovecharé para liquidar, en la grata compañía de Almudena Grandes, su relato de las andanzas de Malena López de Zúñiga, Álvarez de Pizarro, Alcántara-Espinosa de los Monteros, que así es su apelación completa según su creadora.

33.‑ En la página 225 de Malena es un nombre de tango, hay un párrafo digno de mención: uno de esos párrafos que hacen lamentar que fuera Julio César, y no Almudena Grandes, quien escribiera la historia de la guerra de las Galias: «Eché a andar despacio por la calle Velázquez, y no la dejé hasta la esquina con Ayala. Entonces torcí a la izquierda, crucé la Castellana, y subí por Marqués del Riscal hasta encontrarme con Santa Engracia. Doblé la esquina, esta vez a la derecha, y seguí andando hasta Iglesia.» Debo reconocer que estas aventuras, entre Somerset Maugham y Robert Louis Stevenson, me ponen muy nervioso. Hubo un momento en que, sin en vez de tirar hacia Marqués de Riscal, regresa hacia Hermosilla, a mí me da un infarto.

34.- Todo se puede esperar de quien escribe frases tan originales como «buscaba desesperadamente un argumento del que colgarme como de una liana salvadora en plena selva» (225). O esta otra de la pág. 226: «la tensión hacía estallar por fin una misteriosa válvula alojada en mi interior». Claro que con personajes como Tomás, que adivina, con sólo una mirada, para qué ha ido Malena a la casa, pero se comporta como si no sospechara nada… ¡Ay, Almudena! Entonces, ¿cómo sabe ella que lo adivinó y tan rápidamente? En la misma página, y como era de temer, libre de la válvula, «mi cuerpo se desinflaba por dentro», librándose de la rigidez «como de un herrumbroso e inservible escudo».

35.- La cantidad de párrafos que dedica Malena a las difíciles menstruaciones de su hermana presupone la errónea creencia de que eso pueda interesarle a alguien.

36.- El papá tiene una intervención académica: «Lo que más me jode, coño, lo que más me jode…» Y Malena se queda inmóvil, «intentando procesar las palabras que acababa de escuchar». No dice si, una vez procesadas, las mandó al ciberespacio, para recreo, gala y ornato del pensil florido. Las siguientes -«joder, Malena, cojones»- se quedan sin procesar. No importa, ya vendrán otras. En este campo, Almudena compite con las mejores marcas.

38.- Pág. 247.- La abuela aconseja a Malena que coma mucho, que es lo único que consuela. Dice Malena: «Seguí su consejo, engullí como lo habría hecho un condenado media hora antes de su ejecución». Otro tropo por semejanza digno de la autora. Aunque algún reo, por haberse vuelto lelo a última hora, haya comido como un limón (una lima muy grande) media hora antes de ser ultimado, no es precisamente un condenado, a treinta minutos de su ejecución, el más serio aspirante a ser la imagen prototípica del detentador por antonomasia de un apetito insigne.

39.- Pág. 251, ant y ss.- La forma en que Malena/Almudena se procura un árbol genealógico rojeras es tan ingenua que parece tonta. Resulta que su abuela fue la única catedrática de la España de su tiempo (lo que no le impide recordar trances de su vida propios más bien de una indigente) y, siendo así, no es de extrañar que también la única burguesa izquierdista de los felices treinta. Por si el lector no se lo cree, ella misma enumera todo aquello de lo que era partidaria: la reforma agraria, la abolición de los latifundios, la enseñanza obligatoria y gratuita, la ley del divorcio, el estado laico, la nacionalización de los bienes de la Iglesia, el derecho a la huelga y el fichaje de sólo dos extranjeros por equipo. Probablemente, la ahora venerable anciana fue la musa de Besteiro, Prieto y Largo Caballero, aunque se olvidase del horario de treinta y cinco horas y de las falanges macedónicas ¡Pero esto es una novela, doña Almudena, o pretende serlo! Y en una novela no se puede dibujar el pasado de un personaje a base de tales simplezas, tomadas de un folleto de quiosco sobre ¿Qué es el socialismo? Y no queda en eso la lección de política almudentarra. La abuela sigue: «pero siempre fuimos por libre, y nunca llegamos a ser marxistas, siempre nos faltó disciplina para eso». ¿Se enteran los intelectuales? Para ser marxista no hay que creer ciertas cosas, experimentar otras, haber llegado a conclusiones después de observar la historia, la realidad y haber hecho una buena lectura de Marx y Engels. Basta con ser disciplinado.

40.- Líneas antes de iniciarse este chorreo cataratil de estupideces encadenadas, Malena nos ha dicho a los lectores penitentes que todavía la seguimos, que el pasado de la abuela había sido siempre un misterio. En familia, según nuestra cronista e informante ad nauseam, se hablaba, cuando se hablaba, de ese pasado a través de sobreentendidos, medias palabras y entre miradas cargadas de segundas intenciones. Pero esta afortunada noche, la buena mujer coge carrerilla, abre el tarro de la manteca y ¡madre mía! le dicta a la nieta su autobiografía, con notas a pie de página. «Bueno, pero, resumiendo, viene a decir Malena, ansiosa de adornar lo más posible su pedigrí, vosotros votábais a los rojos». «Ni hablar», corta la respetable dama sorprendiéndonos a todos. Ella ni se acercaba a las urnas. En cuanto a él: «Tu abuelo, cuando se decidía, votaba por los anarquistas, sólo por joder». ¡Lo que son las cosas! Almudena lampando durante media novela por que el abuelo aparezca como el prototipo del intelectual de izquierdas y resulta que el buen hombre votaba, no por convicción profunda ni como resultado de una seria reflexión, sino «por joder». Un retrasado mental. Como la autora.

41.- Los gloriosos antecedentes progres de la parlanchina dama no fueron únicamente políticos. Precisamente conoció al abuelo «una noche de juerga en el Gijón… Yo bailaba el charlestón medio desnuda encima de una mesa y él se acercó a mirarme». Me sobrecojo. En España, donde hasta las putas son decentes y devotas de algún santo, esto de bailar en pelota sobre una mesa del café Gijón en los años treinta tiene mucho mérito. «Mi rostro, comenta niña Malena, se desencajaba de asombro». Lo comprendo, criatura. También el mío se desencaja. Y mi severo gusto. Y es que todo en este libro son sorpresas y suspenses. El futuro abuelo no busca a su futura esposa, después de aquella memorable noche, por sus tetas, ni por sus pezones que, subrepticiamente, el muy pícaro ha rozado, ni por su culo, sino porque conoce «su pasión por la Edad Media, que siempre le había parecido el segmento más interesante de la historia de España». Debió de ser entonces cuando los Alcántara adoptaron como escudo un libro de don Carlos Seco, en campo de gules, entre dos tetas unidas por un segmento.

42.- «Siempre he sentido un poco de lástima por los hombres que se esfuerzan en comportarse como caballeros». Lo anotamos, Almudena. Si alguna vez coincidimos, no nos comportaremos como caballeros, sino como lo que somos.

43.- Págs. 274-275.- Y, al final, resulta que los sedicentes modernos son más machistas que el tercer huevo de Colón. Él se harta de tener aventuras extramatrimoniales. Ella tiene derecho a hacer lo mismo, aunque sólo en teoría y con el solo fin de «conservar mi propia identidad». Porque si de verdad algún fulano «la mira al escote en una fiesta» (nada nos dice sobre si la obscena curiosidad tenía lugar en horario laboral) el futuro anciano «se ponía de una mala leche que no había quien lo aguantara». ¿Y si ella bailaba con otro? Pues, según recuerda muy bien la abuela, «se ponía morado», como los ojitos de María de la O, de tanto sufrir

44.- Quede claro (pág. 279) que los viejos no celebraron nunca la Nochebuena, pero sí la Nochevieja. Lo contrario nos hubiese escandalizado. Como nos escandaliza, a fuer de modernos consecuentes, que les pusieran Reyes a los niños. ¡Qué barbaridad! Almudena comprende el desaguisado ideológico y obliga a la vieja a excusarse: «ya ves tú, qué absurdo, en el fondo era estúpido, porque no éramos creyentes…» La que es estúpida y absurda, Almudena, es esta explicación vergonzante, que ofende la inteligencia del lector hispano, partidario de los magos y de sus roscos, sea creyente, sea de la rama lagarterana, bética, de secano o carmelita descalza.

45.- Malena idea reconquistar a Fernando a base de anuncios por palabras en el Hamburguer Rundschau (la autora no dice cuánto le costó la campaña y es un dato que el lector concienzudo echa de menos), el más ingenioso de los cuales reza así: «Si sólo te sirvo para follar, llámame. Iré a follar contigo y no haré preguntas». Por lo que se ve, el hispanoalemán no respondió al requerimiento apasionado. Menos mal. Porque si, al gasto de la publicidad mediática, hubiese tenido que añadir un billete de Lufthansa, habría sido el polvo más caro de la historia.

46.- Una buena noticia, que alegra al lector sensitivo y solidario: a Almudena/Malena le gustan mucho las mollejas. Pero… primer contratiempo matrimonial serio: a su flamante marido le dan asco. En dos medias páginas, resuelve Almudena el contencioso de las mollejas, que a Malena le sirve para llegar a una conclusión: «no debe una acostarse con un hombre al que no le gustan las mollejas».

47.- Otra de las cosas que Malena tiene que reprocharle a Santiago, además de su actitud antimollejista, es que no grita «¡Hala, Madrid!» mientras se corre. Como lo leen.

48.- Grandes se transfigura -una vez más- en Grandilocuente. Acaba de conocer a un tipo muy feo y, apenas se encuentra con él dentro de un ascensor, ya empieza la danza: «su mano derecha se coló dentro de mi abrigo, y su pulgar recorrió mi pecho izquierdo con el gesto de un alfarero que elimina la arcilla sobrante de la superficie de una vasija recién hecha». Breve lección que le doy desinteresadamente a la mollejadicta: ¿Tú qué pretendías, Almudena? Sin duda, despertar en el lector la sensación de ese tacto que recibe tu asequible personaje. Pues, mujer, déjate de comparaciones ridículas, tan plenipotenciarias y ambidextras que, al final, en este caso, en vez de hacernos pensar en una caricia, nos hacen pensar en un botijo.

49.- Pág. 341: Aunque no es amor lo que Malena siente por el feo, es algo que le produce efectos turbadores. Tanto que si al principio oye simplemente palabras, muy pronto empieza a oír una «combinación de fonemas que había dicho y escuchado miles de veces, siempre aplicada a un mismo campo semántico». Una encuesta realizada por mí personalmente, me ha llevado al descubrimiento de que los lectores de Grandes no saben lo que son fonemas ni campos semánticos y creen que con el término fonemas se refiere a los cataplines del feo, con quien Almudena echa un polvo al aire libre, en un campo de esos.

50.- A Malena la advierte «un sexto sentido». Sin embargo, dice, «fui incapaz de prever el peligro». Pues, para eso, le habrían bastado los cinco de toda la vida.

51.- Hay conflictos matrimoniales que, verdaderamente, tienen difícil solución. Pocos, sin embargo, tan trágicos como el que estalla entre Malena y Santiago. Cuando se unen mediante los sagrados lazos del matrimonio eclesiástico, ella «ya sabía que no comía vísceras -recordemos la terrible escena de las mollejas-, ni siquiera callos, aunque hubiera nacido en Madrid». ¡Vicioso repungnante! piensa el lector solidario y cocidista. De cualquier forma, su incomprensible actitud anticallestre no es nada. «Poco a poco, nos cuenta Malena, fui descubriendo que tampoco comía percebes, ni ostras, ni almejas, ni bígaros, ni erizos de mar, ni caracoles, ni angulas, ni chanquetes, ni pulpo, ni las frituras variadas de los bares. Tampoco probaba la cecina, ni el codillo, ni la oreja, ni el morro, ni las manos de cerdo, ni el cochinillo asado, ni el rabo de buey, ni la caza, con la única excepción de las codornices de granja, porque de todo lo demás -patos, liebres, perdices, faisanes, jabalíes, corzos o ciervos- no sabía nada, ni cómo, ni dónde, ni quién, ni con qué manos, limpias o sucias, los habrían abatido y recogido del suelo. Por razones similares (tan alterada está Malena, que no se acuerda de que no ha dado ninguna razón), por razones similares, rechazaba los productos de matanza casera». Comprendemos el drama de Malena. ¿Qué se puede hacer con un individuo así, salvo tenerle pan de molde, jamón de York y yugures en la nevera? El problema, cuya exposición ocupa página y media de esta importante novela, se agrava con lo siguiente: «No se atrevía con algunas verduras frescas, ni espárragos, ni acelgas, ni remolachas, y naturalmente, tampoco con las setas, con la única excepción de los champiñones de lata, los únicos que le ofrecían garantías suficientes de haber sido bien lavados, y descuajeringaba lechugas, lombardas, repollos y escarolas con una precisión neurótica, poniendo cada hoja debajo del chorro del agua fría y frotando las manchas de tierra con el cepillo cilíndrico que yo usaba para fregar los vasos, hasta que encontraba una lombriz, y entonces, tiraba la planta entera a la basura, así que muchos días nos quedábamos sin primer plato de buenas a primeras»… Aunque parezca mentira, aún no hemos llegado al final de esta calle de amargura. Para no privarse de cometer ningún crimen, el desdichado «aborrecía los picantes». Mi pensamiento vuela conmiserativo hacia el juez al que le toque dirimir una demanda de divorcio por incompatibilidades culinarias graves. Sea como sea, aquí con lo que nos encontramos es con la pobre Malena, antaño alegre peregrina de bragueta en bragueta, hogaño arrastrándose de la carnicería a la charcutería, de la charcutería a la pollería, de la pollería a la pescadería, de la pescadería a la panadería, buscando cosas imposibles como jamón sin tocino, pollos sin hormonas, gambas sin colorante, magdalenas sin grasa… ¡Las de dimensiones cósmicas que es capaz de abarcar una gran novelista! Es tan chorra esta caricatura, que el lector avispado tuerce el gesto. También, porque recuerda que, con anterioridad, Malena ha estado con Santiago en diversos bares y él no ha mostrado ningún escrúpulo ante la leche, el café, el azúcar, los platillos, los vasos, las tazas, las cuñas de variadas tartas ni los mandiles de los camareros. Como más adelante comprobará que nunca más se vuelve a hablar en el libro del asunto. Entonces ¿qué, Almudena? ¿Que nos quieres despojar de la pelambrera? ¿Que te la quieres dar de graciosa? ¿A estas alturas del volumen y a tales horas?

52.- Pero no acaba ahí la cosa. Estos genios son inagotables. Los grandes temas que tocan son inagotables. Por si no estábamos lo bastante sorprendidos tras explorar de su mano tamañas profundidades, Almudena nos aclara (pág. 368) que lo que impulsa a Santiago en sus desaguisados gastronómicos es «la secreta ambición de abarcar los extremos del universo». Me pregunto qué pueden tener las mollejas y los yugures desnatados contra este ambicioso propósito.

53.- Aunque casada con tan difícil sujeto, que ni en la mesa come mollejas ni en el tálamo grita «¡hala, Madrid!» mientras orgasma, nos encontramos con que, en la pág. 393, Malena, sentada en el retrete, piensa en Fernando. Se pregunta «cómo iría vestido, dónde trabajaría, qué moto conduciría y -¿cómo no?- cómo follaría con su mujer». De ideas fijas, que es la joven.

54.- Terminadas sus elucubraciones gastronómicotomistas, esta incansable pensadora la emprende con la maternidad en relación con la física teórica y la teología. Comienza por una sentencia que para sí hubiese querido Pascal en uno de sus momentos peraltados -«comprendí por fin que el sexo no es más que la patria, la belleza o la estatura. Puro accidente»-, para pasar a los otros temas: «Disfrutaba de una paz tan profunda que tardé semanas en darme cuenta de que, en flagrante contradicción con las leyes de la gravedad, no me bajaba la regla». El desconcierto de la heroína, ante el fallo de las leyes universales, es grandísimo, porque ella ha oído decir que, poniéndose encima, no se queda una embarazada. Y como siempre se pone encima, se cree a salvo de cualquier acontecimiento no deseado, aunque Santiago Antimollejas se niega a ponerse el profiláctico que ella, a lo Jane Austen, su modelo, cariñosamente le ofrece. Finalmente, ya lo hemos visto, resulta que quien tiene la culpa es Sir Isaac Newton. Se ha quedado embarazada, «en flagrante contradicción con las leyes de la gravedad». Precisa como es ella y justamente indignada, la heroína almudenense nos informa y grita: «El mes de abril de 1986 follé dos veces, y las dos veces me puse encima. A principios de junio no me quedó más remedio que aceptar que estaba embarazada. No volveré a creer en la física nunca más». ¿Se detendrá aquí su rebeldía? ¡No! Ni siquiera Dios se libra de responsabilidades, como inventor del instrumental: «la penetración era lo más grandioso que se le había ocurrido inventar a Dios después de colocarle al hombre una polla». Dicho esto, de una manera gramaticalmente tan espantosa (Dios inventa colocar una polla), Malena recuerda haber dado más de un discurso sobre el tema, en el bar de la Facultad, «con pasión y los puños cerrados golpeando la mesa».

55.- En las páginas siguientes, y de una forma que hizo las delicias de la crítica literaria española, Malena da cuenta de la evolución de su embarazo mediante cuadros sinópticos, clasificaciones y una especie de cuaderno de bitácora: los lunes por la mañana, esto; los lunes por la noche, lo otro; los martes por la mañana… etc. Todo ello seguido de un tratado muy útil. Aunque no sean amantes de la gran literatura, las futuras madres que quieran saber lo que han de hacer para obtener tan buenos resultados como Malena no consulten las revistas Madre Coraje o Bebé a bordo en los quioscos mediáticos: lean estas gloriosas páginas escritas de acuerdo con la máxima clásica del «aburrir aprovechando».

56.- El verbo follar en todas sus formas, incluidas las de la conjugación perifrástica y las de la revolución industrial, es empleado en esta novela tan incontable número de veces, que si hubiese un concurso lo ganaba Almudena Grandes ex aequo consigo misma. Igual que el sustantivo polla, lo que me lleva a establecer una relación que creo oportuna. Su utilización exagerada me hace pensar en aquellos personajes del Oeste que adquirían un sobrenombre por causa de su afición desmesurada a algo. Y ahí estaba Relojes Bowen, tan aficionado a ellos que llevaba varios en cada muñeca y uno de cadena en cada bolsillo del chaleco, la chaqueta o el pantalón. Por parecidas razones, hubo un Diamantes O’Malley y un Remiendos Smith. Pienso que a nuestra autora de cabecera la podríamos llamar con propiedad Pollas Grandes.

57.- Cuando Malena se dirigía al bar en el que había quedado con Fernando (pág. 408), tiene el presentimiento de que «iba a pasar algo y de que, bueno o malo, iba a ser algo extraño, único». Pues bien, lo «extraño y único» es un polvo que le echa un desconocido, sin mediar palabra, en el pasillo que conduce a los retretes.

58.- Según la tía Magda, las copulaciones del padre de Malena con su esposa y madre de nuestra heroína eran algo así como la desintegración del átomo: «cada vez que follaba -explica, seguramente como testigo de excepción-, cada vez que follaba hacía mucho más que eso: se follaba a todo el mundo entero entre sus piernas, se follaba a las leyes de la lógica, y a las de la buena crianza y a las del destino…» No puedo imaginar qué dirían la lógica, la buena crianza y el destino si pudieran expresarse. Tampoco puedo pensar qué dirían otros terrícolas apocados. Yo sólo puedo hablar por mí: a mí no me folló don Jaime. La que me viene jodiendo desde hace más de cuatrocientas páginas es su hija.

59.- Como a Almudena Grandes le gusta adentrarse y analizar el comportamiento sexual de sus personajes, la emprende páginas más adelante (463 y ss) con la del padre de la heroina. La tía Magda, ese pozo de conocimientos, informa a Malena de que la policía franquista lo conocía por Picha de Oro, tan conocidas y admiradas eran sus hazañas. Se comprende que Malena, que considera la polla la protagonista del Génesis, se sienta orgullosa al enterarse. Magda se explica: «Sí, siempre le habían llamado así, desde antes de casarse con tu madre, porque, a los catorce, o a los quince años, no me acuerdo (al crítico le sorprende esta imprecisión), le había echado un polvo a la dependienta de la farmacia y después ella no había querido cobrarle lo que él había ido a comprar, y además le había regalado dos cajas de condones y no sé qué más, después de decirle que volviera cuando quisiera. Por lo menos, ésa era la leyenda.»

60.- Palabrita del Niño Jesús que uno no sabe hacia dónde mirar ante determinadas salidas de Almudena Grandes, reina indiscutida de las hispanas letras, o de, en su nombre, alguno de sus personajes. La tía Magda detalla minuciosamente, durante varias páginas, a su sobrina, todas las cochinerías de su padre: putero, drogadicto, juerguista, bebedor, chulo, cazadotes, adúltero, en fin, todo cuanto se podía ser bajo el nacionalcatolicismo, excepto socio del Madrid, y a continuación se refiere a los pecados contra la sexta enmienda que había cometido con ella misma a punto de meterse a monja. Y, cuando ya lo había puesto a parir un burro, advierte con candorosa inconsecuencia: «No me gustaría que esta historia cambiara la opinión que puedas tener sobre tu padre, Malena, si fuera así, no podría perdonármelo nunca…» ¡Hay que joderse!, como exclamaba Cisneros cuando le relataban alguna travesura de don Fernando el Casto.

61.- No menos precisa y profunda se muestra Magda cuando trata de historia y de política (pág. 465): «Sólo había una vida, que era la única buena, y había que tomarla o tomarla, porque no se podía dejar, ¿lo entiendes?, ya te podías afiliar al Partido Comunista, o hacerte puta, o comprarte una pistola, que te iba a dar lo mismo. Los ricos nos íbamos a vivir al extranjero, pero lo único que podían hacer los pobres era emigrar a Alemania (que por lo visto no es el extranjero), y eso no era exactamente lo mismo, ya me entiendes…» ¡Qué simplismo, Dios santo! ¡Cuánta estúpida frivolidad! ¡Qué culpable desinformación! Todo cuanto dice, además, es completamente falso. Almudena es lo contrario de una intelectual. Su suerte es que vive en un mundo literario prefabricado, poblado de analfabetos reales o simulados. Merezca la calificación que merezca la dictadura franquista -para mí, muy mala-, durante ella, mucha gente hizo una seria carrera científica o humanística, pictórica, literaria, musical, deportiva… o se realizó en múltiples oficios. Y el que quiso pringarse en política contraria al Régimen, lo hizo, sin necesidad de meterse a puta. Por fin: ¿qué rico abandonó aquel paraíso del capitalismo, monada? Hablar de retraso mental, en este caso, es quedarse más corto que un príapo de los que no satisfacen a Malena.

62.- Renuncio a continuar con el examen del departamento de objetos mentales extraviados, que es la novela almudenense, por lo que dejo de lado, entre otros, el inefable episodio de la academia de idiomas que monta la protagonista, asociada con el búlgaro que le lleva el butano y con el que, naturalmente, experimenta sabrosas jodiendas al más puro estilo balcánico. Vuelvo con Rosita Montero, que me aguarda impaciente.

63..- Rosita no tiene suerte conmigo. La pesco in fraganti antes de que empiece a escribir. ¡Es tan torpe! En El corazón del tártaro, tan del agrado del maestro SanzVillanueva, arranca con un enunciado que es una mezcla de errores y chorradas, que no hay por dónde sugetallo: «Lo peor es que las desgracias no suelen anunciarse». ¡Qué error! ¡Qué inmenso error! A mí me lo va a decir, cuando todavía no hace un cuarto de hora que me anunció mi jefe: «Te tienes que leer otra novela de Rosita Montero». Pero la inaugural sentencia monteriana tiene otra lectura, que la convierte en chorrada memorable. ¡Que las desgracias no se anuncian! ¿Qué quieres, mona? ‑porque Rosita es mona‑ ¿que a la gente le digan cosas como «no suba a ese tren, porque va a descarrillar en el kilómtro 12,200, cabe la puerta de Espasa Calpe»? Y una tercera: una novela arranca con una frase rotunda o arranca con sencillez, pero no con una frase café con leche. Me juego el sueldo de medio día a que Rosita arrancó diciendo: «Lo peor es que las desgracias no se anuncian», que sonaría rotundo. Mas luego comprendió que eso no era sostenible en un país donde cada tres por cuatro nos están anunciando que algún nene y/o nena de la cuadra polancustre va a publicar un libro. Entonces introdujo ese «suele» tan poco literario y empezó lo que se dice con mala pata.

64.- A las tres dimensiones de la geometría euclidiana, Einstein añadió una cuarta: el tiempo. Actualmente, los físicos teóricos hablan ya de veintitantas. Y seguro que las tienen bien definidas. ¡Porque no habían contado con Rosita!, que, en un rapto expansivo de inspiración, arrebata a Einstein lo que era suyo y escribe: «La desgracia es una cuarta dimensión que se adhiere a nuestra vida como una sombra». Que yo sepa, las sombras no se adhieren a nada; pero, confusión pegatriz aparte, ¿se da cuenta el lector de la cantidad de memeces que dicen, en plan solemne, estos a los que la mafia cultural hace vender, por turbios procederes, cientos de miles de ejemplares, para que las desgracias, además de sorpresivamente, vengan acompañadas?

65.- Y continúa Rosita, cumpliendo con su deber: «Casi todos los humanos nos las apañamos para vivir olvidando que somos quebradizos y mortales…» ¡Bueno! Esta tarde he visto yo, en el Canal Internacional, a dos japoneses de más de trescientos kilos, enzarzados en una lucha que consiste en trincarse mutuamente por las nalgas y a ver quién ordeña antes al otro, que no sé si serán inmortales para contradecir a Rosita, pero que de quebradizos no tienen ni las supongo que proporcionadas pelotas. Por cierto que del «casi» de esta frase se puede decir algo parecido a lo que se dijo antes del «suele». Rosita, que habla sin son ni ton, como Almudena Grandes, como Maruja Torres, como Espidín, como Clarita, iba a afirmar rotundamente una (otra) tontería; pero se contuvo a tiempo. La verdad, digo yo, es que el «casi» abarca a muy poca gente, si es que a alguna. ¿De verdad creerá esta rellenapáginas, que hay alguien que vaya por ahí apañándoselas para olvidarse de que es mortal y quebradizo, cual junco de los marjales?

66.- Resulta patético el esfuerzo de esta buena mujer por sumergir al lector en un clima de intriga y de misterio sin conseguirlo. «Aquel día ‑comienza el segundo párrafo‑ Zarza se despertó antes de que sonara la alarma del reloj y en seguida advirtió que se sentía angustiada». ¡Tenía que ser una lince, la Zarza! ¡Lo pronto que se dio cuenta de cómo se sentía! Y continúa esta pobre mujer (Rosita, no Zarza), a la que han hecho creer que es escritora: «Era un malestar que conocía bien, que padecía a menudo, sobre todo por las mañanas, en la duermevela, al salir del limbo de los sueños». Pasando por alto lo del manido limbo de los sueños, hay que decir que si la padecía a menudo, ¿a qué vienen tantos aspavientos? No es noticia ni para la propia sufriente. Por qué pues se amenaza al lector con sorpresivos encuentros con el infortunio? ¡Con esas cosas no se bromea! En serio: hay que tener muy pocas dotes de novelista para, después de (creer) haber creado un clima, fastidiarlo diciendo que, después de todo, la angustia zarzana era cosa de casi todos los días.

67.-Si Rosita se limitara, como la mayoría de los novelistas españoles, machos, hembras o semovientes, a contar cosas, entretendría a tantos iletrados que se guían por la publicidad abierta o encubierta de El Cultural, Babelia y los demás suplementos. No escribiría una auténtica novela, por supuesto, pero tampoco haría el ridículo. Mas que quiera ‑y crea‑ ponerse profunda, introspectiva, filosófica y psicológica es penoso. Marcha, así, a tropezón por línea. «Porque se necesita cierto grado de confianza en el mundo y en uno mismo para suponer que la realidad cotidiana sigue ahí…». Esto lo lee un físico cuántico y entra en coma irreversible. ¿Es que no cuentan en Espasa Calpe con un detector de majaderías? Vea el lector lo que sigue y súmelo a lo anterior. Es tan grotescamente complicado el despertar de la Zarzamora, hace cosas tan raras con los párpados, las orejas, la angustia, la mansedumbre y la madre que la parió, que uno piensa que si a esta muchacha, en lugar de que abra los ojos, le encomiendan que haga gárgaras podría llegar a complicarnos la vida a todos.

68.- ¡Dios de la Zarza ardiente! Menos mal que me detuve en «despabiles», esto es, cuando la moza simplemente consideraba a su manera si el realismo dogmático era o no una doctrina sostenible. Si hubiese continuado, desprevenido como estaba… Lean: «Aquel día, Zarza no se fiaba especialmente de la existencia…» Me quedo atónito. Pierdo pie. Miro con desconfianza las doscientas sesenta y siete páginas que restan. «Si esta criatura sigue así, cargándose cada trozo de la realidad con que se encuentre y sin colmarla platónicamente, no sólo va a mandar al paro a Savater, sino a la propia Rosita». Noto que me contagio: ¿existe esta novela? Rezo implorando que se trate de una pesadilla. Entretanto, la ex‑durmiente sigue haciendo pamplinas con los párpados, las orejas… ‑»todavía atontada», precisa innecesariamente Rosa‑ y, culminando los merecimientos para entrar en el Guinness como el despertar más gilipollesco de la era del patinete, intenta «ensamblar su personalidad diurna»; pero, como «estaba boca arriba en la cama», «el mundo parecía ondularse a su alrededor, gelatinoso e inestable». Menos mal, suspiro, que a Rosita no le encargaron el relato de un despertar de Drácula.

69.- Lo que sigue produce sonrojo por delegación: «Ella era una náufraga tumbada en una balsa sobre un mar tal vez plagado de tiburones». ¿Tal vez? Y si fueran sardinas creciditas ¿qué? ¡La que está armando esta imbécil por no abrir los ojos como Dios manda e ir al cuarto de baño a comprobar la solidez o liquidez de la existencia! Digna criatura de la madre de la caníbal, la Zarza «tomó la tozuda decisión de no abrir los ojos hasta que la realidad no recobrara su firmeza». Si yo llego a tener alguna influencia sobre la realidad, no recobra la firmeza hasta el día del juicio, cuando ya fuéramos todos los que tuviésemos los ojos más cerrados que un sello siciliano. Pero aún no he transcrito la última frase, la que corona el segundo de los dos párrafos que he analizado: «En ocasiones [,] regresar a la vida era un viaje difícil». Lo malo es que ni Rosita ni sus botafumeiros tienen luces para entender que esto es una suprema tontería.

70.- Todavía en la página 12, Zarzita sigue haciendo diabluras con los párpados. Nos informa Rosita de que los apretó un poco más. ¿Porque sí? se preguntará el lector suspicaz y taciturno. Noooooo! Ha llegado desde el exterior «un largo gemido». ¿Y nada más? Aunque uno no entienda muy bien que la rodee la oscuridad, siendo, como es, por la mañana, se olvida pronto de la contradicción, incluso de los parpadeos de la moza, ante la avalancha de ruidos que se le viene encima: «largo gemido», «queja casi animal», «ronco lamento», «agitados murmullos», «llorosos soliloquios», «arpegiados ronquidos», «cascada de suspiros», «crujidos de madera como un velero zarandeado por el viento», «voces de hombre», «gritos», «golpes resonantes de carne sobre carne (¿quizá una cachetada en una nalga? se pregunta el leyendo, aturdido por tamaño zafarrancho en el velero), «y más crujidos rítmicos». El comentario que todo esto me suscita sólo puedo expresarlo mediante un pareado: «Para tratarse de una realidad dudosa, / me resulta demasiado ruidosa»… Aunque debo reconocer que es mejor la explicación que se le ocurre a Rosita y que ofrece a sus fieles por anáforas: «A pocos metros de los ojos de Zarza, de la nariz de Zarza, de la cama de Zarza, del dormitorio de Zarza, una pareja debía de estar haciendo el amor». Lo que me suscita los siguientes comentarios:

‑Zarzita sigue con los ojos cerrados; luego no es curiosa. Tiene a dos palmos un polvo que casi se confunde con una erupción del Etna y ni mira.

‑Llamar «hacer el amor» a eso es una cursilada.

‑Ya me extrañaba que, tratándose de un libro de una Polanco’s girls, fuésemos a culminar dos páginas sin que hubiesen hecho su aparición las efusiones carnales.

Aquí las tenemos, pues, como Dios manda y, además, del tipo apasionado y efusivo, raro también, con veleros y cascadas.

71.- El ingenio de Rosita es inagotable. Puesta ella a exprimir el plátano, da un paso más: que los vecinos estaban copulando ha quedado establecido como un hecho histórico, cuando ella va y, en un alarde de imaginación premonitoria o de premonición imaginativa, añade: «Incluso cabía la posibilidad de que estuviesen engendrando un hijo». Pues sí, reconozcámoslo: cabía esa posibilidad. Reconozcamos que, al menos por esta vez, lleva razón. Toda pareja que se ayunta, si no anda por medio la píldora del día siguiente, la del día antes, o la del día de autos, tiene la posibilidad de engendrar un hijo. Mucho más difícil sería, aunque hay parejas capaces de todo, que engendrasen un sobrino. Zarza, sin embargo, no parece dispuesta a instruirnos al respecto; anda ocupada en «emerger pesadamente de un mar de gelatina». ¿Con velero incluido? me pregunto.

«¡Qué horas para hacer el amor y engendrar hijos!», piensa la pulcra Zarza, «con incredulidad y desagrado». Y es que, para ella, que tiene sus ideas al respecto, «reducido a este barullo vecinal, descompuesto en roces y gemidos, el acto sexual resultaba ridículo y absurdo: una especie de espasmo muscular, un empeño gimnástico. El chillido estridente de la alarma del reloj coincidió con el alarido final de la pareja. Malhumorada, Zarza abrió lentamente un ojo y luego el otro».

72.- No hay nada más patético que un infradotado ‑en este caso, infradotada‑ intentando hacer literatura trascendente. La hace, pero en el mal sentido de la palabra. Para un Miembro del Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, el desastre literario es perceptible en las cursilísimas metáforas del velero y la cascada; en la abundancia de vocablos ‑adjetivos o sustantivos‑ como «absurdo», «empeño», «chillido», «alarido», «desagrado», «malhumorada»…; de expresiones rebuscadas como «golpes resonantes de carne sobre carne» (cuando podía haber escrito sencillamante «palma sobre glúteo»), «haciendo el amor», «explotaba la vida», «blando jaleo» (según las leyes de la física, el jaleo nunca es blando; y menos en estas latitudes); «barullo vecinal», «espasmo muscular»; «empeño gimnástico»; «alarido final»…; o tan funcionariales como «cabía la posibilidad», «el ruido proseguía» o «pensó con incredulidad», que además es incorrecta y claramente antifreudiana.

73.- Sigue Rosita: «Lo primero que vio fue el despertador. Negro, cuadrado, de plástico, anodino» (¡La comoción que hubiese experimentado el cosmos si llega a ser verde, redondo, de hojalata y zandunguero!) Bufaba todavía (para ser anodino, hacía cosas muy originales), domesticado y olvidable, marcando las 8:02. Reconfortada por esa visión…» Me salto el párrafo siguiente, donde toda gilipollez tiene su asiento y toda gaita ronca, su morada. Zarzuela no sólo nos comunica lo que ve, sino también lo que imagina que hay en el cuarto de al lado, por si nos habíamos hecho ilusiones. El premio se lo lleva «una silla indefinida», que pienso ha de ser incomodísima para unas posaderas definidas. Enumera incluso lo que no hay. Finalmente, nos ofrece alguna seguridad: «Sí, no cabía duda de que su casa era su casa». (Averiguado lo cual, se debería haber acostado otra vez).

El despertar más chorrudo de la literatura universal se resiste a irse a hacer puñetas. Si el despertador negro y cuadrado armó tanto jaleo cuando saltó su alarma, cuando Zarzita lo apaga se comporta como un crítico literario: lo hace todo, menos quedarse callado. Entretanto, la presunta despierta sigue haciendo y proclamando, urbi et orbi, trascendentales descubrimientos: «En ese mismo instante, miles de personas se levantaban…» ¿Es posible, Rosita? ¿Se pueden dar esas increíbles casualidades? Mejor es lo que sigue: «Zarza sintió el resto del mundo sobre sus espaldas». Conque «el resto»… O sea: todo, menos la parte que le correspondía. No es extraño que, con semejante pedazo de mundo a cuestas, se sienta incómoda; que hasta se sienta mal. Pero no se alarmen: todo es cuestión de oportunidad y ésta no es la suya. Proclama solemnemente Rosita: «Pero Zarza no disponía ahora de tiempo para morir». ¿Se imagina el lector, a la vista de lo que Zarza es capaz de sentir, de ver, de pensar, de imaginar metida en la cama y en penumbra, de lo que será capaz levantada, con luz, chancleteando y convertida, como nos refiere Rosa, en «un vampiro diurno», ante el espejo donde se clona? Inenarrable. Juro que, si alguna vez tengo un despertar así, me hago un vídeo.

74.- ¡Atención! «A las 8:45 entró en la ducha». Zarzita, claro. El mundo entero se paraliza. ¿Volverá a salir? Sí, sin duda, mas no sin haber hecho antes cálculos trascendentales para la marcha del planeta. «¿Cuántas veces más en su vida abriría de la misma manera el grifo del agua caliente de la ducha; cuántas se quitaría el reloj y luego se lo pondría de nuevo. Cuántas veces apretaría el tubo del dentrífico sobre el cepillo, y se embadurnaría de desodorante las axilas, y calentaría la leche del café…?» Ante interrogantes que abren abismos tan estremecedores, el lector se detiene. ¡No quiere saber más! ¡Las dudas le acongojan! Afortunadamente para su salud mental, la top novelist le resuelve buena parte de los arduos problemas que empezaban a atormentarle, luego de enterarle, caritativamente, de que toda aquella sarta de memeces constituye «el esqueleto exógeno de la existencia»… ¡Hija de su madre!

«A su muerte, calcula (tal vez un tanto temerariamente; lo mismo al salir a la calle la atropella y finiquita la furgoneta de Espasa), Zarza se habrá cepillado los dientes 41.712 veces; abrochado el sujetador en 14.239 ocasiones, cortado las uñas de los pies 2.053, etc. No hay como una buena calculadora, made in Taiwan, para hacer literatura. A mí, personalmente (allá tú, lector encopetado, con tus gustos), lo que más me ha colmado es saber cuántas veces se corta Zarzita las uñas de los pies.

75.- «Pero a las 8:15 de aquel día, mientras comenzaba a enjabonarse («mientras», no, Rosita, «cuando»), sucedió un hecho inesperado que desbarató la inercia de la cosas». El lector expectante entra en sispáns. ¡Suena el teléfono! Pero ¿es posible? ¿Que suena un teléfono dentro de una casa? «…salió del baño pegando un resbalón sin consecuencias». ¡Dios del Cielo y de los prados floridos! ¡Menos mal! ¿Qué hubiera sido de nosotros, lectores suspendidos, si Zarzita se da una culetada, en porreta como estaba, y nos deja sumidos en la ignorancia? Acude mojada al misterioso reclamo, «dejando un apresurado reguero por el parqué». Nuevas dudas: ¿qué será un reguero apresurado?

«‑ ¿Sí?

‑»Te he encontrado.»

Atiende, Rosy, que te voy a decir por qué, entre otras cosas, no eres novelista. Que tú tengas en la cabecita, al escribir esa frase, la temeraria idea de que, con ella, se va desencadenar una intriga, no tiene nada que ver con que hayas logrado situar esa misma impresión en el lector, ¿me entiendes? Y la obligación del novelista es precisamente ésa: proyectar unas imágenes en la cámara oscura constituida por la mente y la sensibilidad del lector, de manera que éste lo capte como realidad, y esto es válido tanto para las novelas llamadas realistas como para las fantásticas. En el mundo ‑y en el mundo novelístico, más todavía‑ todo es real, hasta los sueños; es decir, sobre todo los sueños. ¿Cómo se consigue esto? Pues mediante una técnica ‑todo arte supone una técnica‑ que vosotras, las tontitas del sistema, ignoráis. Te diré una cosa para que se la digas a tus amiguitas Clarita, Almu, Marujita, Lucía, Espidín, Sole, la otra Rosita, etc.: el arte de novelar no consiste en ponerse a contar cosas. De manera que el hecho de que una voz al teléfono diga «te he encontrado», no significa el pistoletazo de salida de un enigma que mantendrá en suspense a los lectores hasta la ceremonia de clausura. No. Porque el caso es que tú no logras evocar nada, hacer sentir o pensar nada. Porque una situación presentada así, hará pensar al lector en mil cosas, pero no en la que tú quieres.

Si eso me pasa a mí, ser normal donde los hubiere, lo primero que pienso es que se trata de un amigo, que me andaba buscando y, al encontrarme por fin, se ha llevado un alegrón. ¿Que no? Pues hubiera barajado el siguiente, como dice Antonio Gala, «abanico de posibilidades»: ‑Se trata de una broma. ‑Se trata de un imbécil. ‑Se trata de una compañera de trabajo que temía que me hubiese ido ya. ‑Una equivocación. ‑Un locutor de radio para un concurso. ‑Un vendedor de adosados en Torrevieja. ‑El alcalde. ‑Mi tío Borja…. Zarzita piensa en lo más ilógico, absurdo, anormal y estúpido: es un ser misterioso que va a amenazarla, un «invasor triunfante de la casa vacía»… Vacía, de hecho, cuando ella la abandona a las 8:19 y «sin saber si podría regresar alguna vez». En suma: el pretexto para empezar una mala novela.

76.- Como a las demás novelas en este trabajo consideradas, a Un calor tan cercano, de Maruja Torres, la hicieron ocupar un puesto en la lista de libros más vendidos durante más de medio año. Vamos con ella, no sin antes señalar una vez más –La Fiera Literaria lo ha señalado muchas veces- el extraño proceder de los industriales de la novela -los Polanco, Lara, Juan Cruz, Tony López, Carmen Balcells, Herralde, De la Concha y sucesores al frente de Espasa Calpe-, quienes, teniendo en su filas a escritores de segunda categoría, pero, al menos, serios y voluntariosos, como Álvaro Pombo, Landero, Mateo Díez, Vicent, Vila Matas y algún otro, se empeñan en mantener en la cima a los peores, como son los seis algunas de cuyas obras aquí se analizan y junto a los que, con los mismos derechos, podría haber considerado a Clara Sánchez, Juan José Millás, Rosa Regás, Benítez Reyes… cuyas obras ha analizado Clandestino Menéndez. (V. su libro Cuadernos Críticos, Literaturas Comunicación.- Parador del Sol, 9.- 28019.- Madrid – info»@literaturas.com).

77.- Apenas se leen unas pocas páginas de este libro, se advierten dos cosas: 1ª.- Que su autora está convencida de que cualquiera puede escribir una novela; que no hay más que ponerse a contar cosas. 2ª.- Que Torres no tiene ni idea de lo que es una novela. Resulta evidente que nunca ha tenido un momento de reflexión sobre este género y debe de estar encantada con aquella memorable chorrada que dijo Cela, según la cual novela es todo libro debajo de cuyo título se puede poner la palabra novela: una coartada al servicio de los impotentes. Si se toma literalmente, lo que se afirma es que todo libro es una novela, puesto que debajo de cualquier título se puede poner la palabra novela. Está claro que no es eso lo que quiso decir el autor de la boutade, quien sin duda se quiso referir a los libros que podían tomarse por novelas, por contener de algún modo el relato de una historia, personajes, descripciones… Entonces se trata de una tautología.

78.- En la segunda página del texto -la 16 según la foliación-, la autobiografiada, que viaja en el ascensor de un hotel con un colega, se siente asaltada, al mismo tiempo que él, por una inesperada calentura y se va con él a la cama, como era previsible, pues, además de evento natural y consuetudinario, el ayuntamiento rápido es tema recurrente en las «novelas» de los bestsellarados. La descripción de la escena contiene abundantes síntomas de retraso mental. Véala el lector, que comprenderá que yo no traiga aquí todos los ejemplos. El que sigue -de la pág. 17- ya lo comenté en el punto 6.

79.- Maruja Torres, que ignora que en novela, como en cualquier arte, lo que se pueda sugerir no hay por qué detallarlo ad nauseam, que más de diez veces en menos de cuarenta páginas llama ademán a un movimiento de la cabeza, agobia al lector con noticias sobre realquilados, peleas en la escalera, fogones, fregados, contadores de gas, guisos, cacerolas y demás detalles domésticos, al estilo del más obsoleto costumbrismo. De vez en cuando, da también noticias de sí misma, y así cuenta que, a los seis años, la llevaron a una academia y el director la sobó (la verdad es que no esperábamos menos de su sino inverecundo ni de su ángel de la guarda). Asímismo informa acerca de su formación intelectual: «me hundía en la lectura de mis tebeos y, poco después, empezaban a caer paredes». Es decir, que las lecturas de María Manuela tenían los mismos efectos que los tambores de Fu-Manchú.

80.- Una de las mayores pruebas de debilidad mental que ofrece esta presunta novela es la relativa al hecho de que Maruja Torres intenta llevar al lector al convencimiento de que su tío Ismael es un gran tipo, un hombre excepcional, y su madre y su tía, dos seres depravados. Pero le pasa como a Almudena Grandes con sus personajes: no lo logra; no logra que el lector simpatice con los personajes que ella dice que son simpáticos ni que odie a aquellos de los que asegura que son odiosos. Las perversas madre y tía ejercen su perversión, por otra parte, prohibiendo a la niña, no que lea tebeos o chupe caramelos o vaya al cine, sino que frecuente las casas de putas, las pensiones de citas, las tiendas de condones y los bares de alterne. Como es natural, se crió retraída. En la pág. 44, la severa madre lleva a bebé Torres a la consulta de un médico de enfermedades venéreas (lo más consecuente con sus prohibiciones), a donde va a curarse los sabañones (paso de hacer un chiste tan fácil como encebollado). La vieja bruja gimotea escandalizada ante los artilugios profesionales del médico. La futura bestsellerada, en cambio, ni se inmuta. Como tampoco lo hará cuando, páginas más adelante, olvidadiza, cuente cómo la perversa madre se pasaba noches en vela a su cabecera, contándole cuentos o velando su sueño, cuando tenía fiebre o tos.

81.- En cuanto a Ismael el excepcional, Torres lo define como «proveedor de quimeras», pero, en casi trescientas páginas, el lector no ve que provea de otra cosa que de gaseosas y bocadillos. Sus enciclopédicos conocimientos corren la misma suerte. De su sabiduría, de las sutiles ideas que trata de inculcar a su sobrina, según ella, la única muestra que tenemos es ésta de la pág. 61, tan profunda como alambicada, que, es de suponer, la autora seleccionó entre otras de menor voltaje: «Verdi fue un gran hombre y nos dejó una gran música». (Más adelante demostrará que también sabe de pintura: «Velázquez fue un gran pintor y nos dejó grandes cuadros»). A Torres se le podría aplicar aquello que dijo Kingsley Amis a propósito de algunos novelistas de ciencia ficción: «lo malo de las novelas de extraterrestres superinteligentes es que en ningún caso pueden ser más inteligentes que el autor». En ciertos pasajes, si Ismael no da más de sí, Torres, en el más puro estilo Grandes, provee: el caso es que (pág. 115) él tiene sus personales ideas para enseñar a nadar a los niños, pero… «no contaba con que mi imaginario marino estaba notablemente perturbado por las diversas amenazas de la muerte por inmersión».

82.- Lo que he dicho: en las páginas 87-88, Almudena Torres se afana, mediante una larga descripción, por presentarnos a doña Asun como un ser despreciable y repugnante. Antes de pasar a la 89, el lector se ha prendado de aquel ser pintoresco y entrañable. En las mismas páginas, los interesados en las diferentes clases de tela pueden hallar el nombre de una treintena en una relación sobrecogedora. Y es que otra característica de los grandes novelistas aquí estudiados es su empeño de llenar páginas a toda costa, mediante digresiones más o menos -generalmente, menos- justificadas o -más fácil para ellos- relaciones o enumeraciones. Ya vimos la cantidad de alimentos o clases de culos que era capaz de relacionar Almudena Grandes. Y cuando Javier Marías empieza a decir chorradas uno llega a temer que le falten páginas.

83.- Pág. 109. Dado como nos ha pintado la autora, en ciento nueve páginas, las relaciones de Ismael con su esposa y su cuñada, no pega ni con cola de Sumatra que, apenas el buen hombre, que, por ende, tiene una amante, cobra unas pesetillas, llegue corriendo a casa para decir a las aborrecidas que lo celebrarán yendo de excursión a Les Planes. Lo que pasó sin duda es que Maruja Torres tenía ganas de ir (cuaderna vía adelante, se entiende) a ese lugar. Así de caprichosamente construye ella lo que cree que es una novela. Lo pasa muy bien -«un día perfecto»- y yo me alegro.

84.- Págs. 110 y ss.- ¿Por qué nos cuenta la autora ciertas cosas? ¿A quién cree que le interesan? ¿Qué más da que el vino y la gaseosa los compren en el chiringuito o en la farmacia, como para que se pase párrafos y párrafos en cavilaciones? ¿A quién le importa que la mojama esté salada? ¡Por la Virgen de la Merced en sus Misterios Dolorosos! ¿Esta es la problemática de la gran novela española fin de siglo? Tanto detallismo, tanto color local (costumbrismo) le encrespan las isobaras al lector culto.

85.- Pág 112.- Las páginas del prestigioso diario La Vanguardia, nos informa Torres, «convenientemente troceadas, servían para envolver toda clase de objetos y para que nos limpiáramos el culo». Me hubiera dado pena salir a la calle sin enterarme de esto, que, entre otras cosas, me demuestra que Maruja Torres no es Henry Miller. Por otro lado, la confidencia me hace evocarla en el trance y no resulta favorecida. Algo que a ella, seguramente, no le importa. Lo que a ella le importa es que Rosa Mora, en una crítica científica donde las hubiere y se detectare, la llame «entrañablemente bestia»… por tan pequeña cosa a la postre. Pág. 113: Sigue la enumeración de chismes y viandas que se llevan a la excursión -van cuatro páginas, aunque no se advierte, por lo trepidantes y divertidas. En serio: si, en vez de para un día de campo, Ismael se prepara para ir al Hubble, a este comentarista le da un soponcio. Lector solidario y detallista, ¿te interesa enterarte de si Maruja Torres sabe nadar o no? Compra y lee esta novela editada por Alfaguara. Es imprescindible para adquirir tal conocimiento. De paso, te enterarás de lo que prefiere para la merienda.

86.- A altas horas de la noche y reunidos por un suicidio frustrado, los familiares de Manuela, el vigilante y el sereno sostienen una conversación garbancera sobre el trabajo que dan los hijos (133). Impulsada por las ansias de aumentar los conocimientos que le ha inculcado el sabio Ismael, la niña busca, según nos dice, en el diccionario, «palabras como coño, joder, polla y maricón» (168). Además de retraso mental, caspa, mucha caspa costumbrista. De país culturalmente subdesarrollado, de monarquía cocotera.

87.- 245.- La súbita conversión del santo laico Ismael en un miserable, por ende ruin y vulgar, es arbitraria e inverosímil; la forma en que la niña lo «descubre», grotesca y ridícula, evidenciadora de una falta total de imaginación. Lo peor y menos justificado del libro. Sólo un lector que fuese a la vez campeón mundial de tragaderas aceptaría esto y, aun así, lo haría con reservas. Para que fuera admisible esa «conversión» tendría que ocurrir que una segunda lectura del libro permitiese encontrar indicios que, en la primera lectura, el autor, con habilidad, hubiera conseguido hacer pasar inadvertidos, estando allí. Esa habilidad no es una de las muchas virtudes que adornan a Maruja Torres. Aquí el hecho es caprichoso. Elegido entre mil posibilidades por la autora que, ignorante de la filosofía poeyana de la composición, a estas alturas del relato, no sabe por dónde tirar.

88.- En fin, volvemos al otoño de 1987. Maruja, ya en la madurez, le da un codazo a Séneca, para que se quite de en medio, y sentencia: «Hay un principio para cada episodio de la vida, como hay un final». ¡Quién lo hubiera dicho! El caso es -afirmo por mi parte- que cada uno hace lo que puede (otra gran verdad) y que, para ella, tal vez hubiese sido mejor seguir contando cacerolas. Por cierto que la protagonista adulta que aparece en el epílogo no tiene nada que ver psicológicamente con la del prólogo, que se refiere a sólo un día antes. Por poner un ejemplo llamativo: aquélla se pone profunda y se enternece en los funerales, mientras que ésta dice ponerse cachonda y libidinosa. Un abismo. Resumiendo: esta es la típica novela que, acordándose de todas sus lecturas, escribe una principiante a muy tierna edad y, después, jamás intenta publicar.

Escribir esta novela (me refiero no sólo al contenido, sino también, y sobre todo, a la forma de presentación de la realidad -concepto clave en estética narrativa-), escribirla después de que la Teoría General de la Relatividad y la Mecánica Quántica barriesen la cosmovisión que consideraba el tiempo, el espacio y el movimiento como otros tantos absolutos y la sustituyesen por otra en la que todo se relativiza y el observador, el hombre, vuelve a ocupar el puesto central en el universo que ya le otorgara Protágoras, haciendo que de él dependa toda la realidad, es un crimen. Escribir esta novela después de que Vladimir Weidlé publicase Les abeilles d’Aristée, otro. Escribirla cuando hace ya mucho tiempo de que por el campo de la narrativa española pasó el aire renovador del movimiento del realismo total o novela metafísica no tiene perdón.

101.- Las edades de Lulú, de Almudena Grandes, comienza con una sublime escena de lametones de nalgas y chupeteo anal, que en parte ya hemos comentado en el punto 1. A esta pésima novela le fue otorgado, por un jurado de viejos verdes -Camilo José Cela, Luis García Berlanga, Rafael Conte, Juan Marsé, Ricardo Muñoz Suay y Beatriz de Moura-, un premio a la mejor novela erótica. No es en absoluto una novela erótica, ni siquiera pornográfica. Se trata de una muestra de costumbrismo sexual casposo y, como tal, adolece de un mal gusto que la torpeza expresiva de la autora aumenta hasta lo inimaginable. Después de esa primera escena, que ocupa lo que parece pre­sentarse como un prólogo, escena de la que apenas hemos detallado nada, y en la que no solamente hay aperturas linguo-anales, sino también polla-dentales, capullo-palatales, recto-digitales, ovo-labiales, naso-muslares, etc., el lector experimenta un sobresalto cuando, en la línea quinta del primer capítulo, lee que la cuñada de la protago­nista la ha llamado a primeras horas, queriendo saber «si tenía un hueco para ella» (p. 21). Pero no, no hay que alarmarse, se refiere a otra clase de huecos.

102.- Después encontramos una felación, con la que sus protagonistas activo y pasivo no se conforman, porque a continuación viene un coito, aunque precedido de tantísimas operaciones y juegos, incluido un rasurado pélvico, que el lector llega a dudar de que lo alcancen alguna vez. La autora, dispuesta a quemar etapas en el aprendizaje de Lulú y en su propio aprendiza­je de novelista del género, se dedica a acumular lances y detalles que presume eróticos, algunos de los cuales se advierten productos de la experiencia, pero otros evidencian dema­siado claramente la inspiración libresca. Los acumula con tal avaricia, que, en poco más de un par de horas -de tiempo novelesco, se entiende-, propor­ciona a la inexperta quin­ceañe­ra, que no ha pasado de intro­ducirse una flauta en su lugar descan­so, un cursillo intensivo que la deja más versada en cochine­rías que un monje del Marqués de Sade.

103.- Pero todo ello -y es lo que nos interesa ahora, desde el punto de vista de la crítica literaria- se nos presenta como enteramente gratuito. Los personajes están tan vacíos de entidad, que el lector no capta por qué hacen lo que hacen. Lulú y Pablo ni siquiera dialogan. Cada uno recita su parlamento con intención de justifi­car -sin lograrlo- unos actos de sexualidad animal, incluso mecáni­ca, que, insisto, no acceden a la instancia de lo erótico. Y es que, para lograr esto, no basta con acumular palabras del vocabula­rio sexoló­gico -lo que Almudena Grandes hace hasta la empachera-, sino crear, como en toda auténtica novela, un espacio y un tiempo dentro de los que lo narrado aparezca con visos de realidad real .Causa sonrojo comprobar cómo en esta especie de novela se hace añicos de manera tan miserable el conato de atmósfera que se pretende crear. En las páginas que contemplamos se describe un desayuno hollywoodense, pero con porras madrileñas, y, durante él, se ilustra al lector sobre sus virtudes y las de los churros, y sobre la exis­tencia de los que Miguel Mihura llamaría churristas y porristas entre los miembros de una misma familia.

104.- Porque sí -todo en esta novela es arbitrario-, apenas iniciado el cuarto capítulo, nos enteramos de que la protagonista es cazado­ra de travestís, «por solidaridad de sexo para con las putas clási­cas» (a mi juicio, alguien solidario debería escribir prosti­tutas, que no es un término despectivo, sino el correcto para denominar a las honestas profesiona­les de un oficio respetable, aunque ni mucho menos el más antiguo de la tierra), que define de esta suerte: «mujeres auténticas con tetas imperfectas, descolgadas, y muelas picadas, que ahora lo tenían cada vez más difícil, con tanta competencia desleal, las pobres» (pág. 95). ¡Pues vaya propaganda que les hace la solidaria! Nada de lo precedente hacía pensar, por otra parte, en esta afición venatoria de Lulú. Lo más seguro es que a la autora se le ocurriese sobre la marcha y, con las mismas, se puso a rellenar páginas con una nueva ración de lo que ella creía que era erotismo.

105.- Págs. 114-115.- Evocación/descripción del Madrid castizo, con todos sus elementos, desde las rebajas de los grandes almacenes a las gambas a la plancha, tan afrodisíacas unas y otras, supongo. Nos informan de que Pablo es del Atlético de Madrid, para justifi­car por qué figura unos cuernos con dos dedos, al pasar por delante del estadio Bernabéu. Todo lo cual lleva a la autora al plantea­miento del supremo inte­rrogante: » ¿Los maricas se sus­traen a la pasión de los españoles por el fútbol?» Y es que es mujer reflexiva, como su personaje, quien, en la página 121″…meditó durante cierto tiempo sobre la posibilidad de darle por culo».

106.- El capítulo quinto comienza -pág. 127- con una declaración como para poner en tensión a todos los erotómanos del mundo: «Ya me habían desaparecido las agujetas». Tensos o no, todos se alegran sinceramente. Aunque, un instante después, algunos se preguntarían: ¿por qué se nos informa de eso? Es que el capítulo va de revelaciones. En el párrafo siguien­te, se dicta la receta del bocadillo preferido de la autora: «tomate y cebolla en rodajas con aceite de oliva y sal». Por mi parte, anoto: la mayoría de los escritores españoles, los preferi­dos por los críticos, con aceite o sin él, no es que no sean universales, es que son domésticos.

107.- Pág. 186.- «Su sexo parecía el poste central de una carpa de circo». Aun corriendo el riesgo de equivocarme, me atrevería a decir que esto es una exageración. Una exageración tal vez disculpable por el arrebato erótico en medio del cual la autora se producía y que la llevó a reflexionar sobre la educación de los niños (187-188), disertar sobre los Reyes Magos (191), describir pormenorizadamente un zoológico (199), filosofar sobre los apellidos (200-201), explicar el juego del Pirata de la Pata de Palo (204 y ss.) y hacer profundos comentarios sobre las relaciones matrimoniales (id).

108.- Pág. 230.- Aquí suena un «te quiero» de Lulú a Pablo, que encajaría en una novela erótica tan bien como un Te Deum. Detalle romántico del que salta a la información de que Lulú, es decir, María Luisa Ruíz-Poveda y García de la Casa, según informa Almudena Grandes, que -véanse otra novelas suyas- siempre pretende demostrar, mediante ristras de apellidos, que sus personajes son de familia alcurne, se convierte en incestuosa y luego se prostituye. ¡Oh, cielos! Pero ¿por qué hará semejante travesura? Nada, en su periplo vital, lo justifica.

Aunque a la autora y a sus promotores les parezca paradójica mi afirmación, Las edades de Lulú es una novela muy ingenua, por causa de la ingenuidad (o el retraso literario-mental) de su autora. No basta, para hacer una novela de contenido sexual, auténti­camente erótica o no, con leer a Emmanuel Arsan y proponerse aven­tajarla en lameto­nes y chupeteos. Es necesario traslucir un por qué para todo ello. Y sólo un jurado que tenga la visión del sexo de los españo­les que fueron adolescentes y jóvenes reprimidos en las décadas de los cuarenta y los cincuenta puede premiar un libro así, que además es literariamente muy malo.

109.- Capítulo undécimo. La autora sigue improvisando. Ahora, una intervención de la policía, a estilo thriller de los años treinta, con escalera de incendios para huir y todo. Pero lo importante es que, a ocho páginas del final de la novela, Lulú se vuelve, también, masoquista. Págs. 253-254: [Cada bofetón que, en presencia de Gus, «eunuco contemporáneo», le da Pablo, ora con el anverso, ora con el rever­so, de la mano dere­cha, «siempre con la mano derecha»], «regeneran­do mi piel, que volvía a nacer, suave y tersa, con cada bofetada, me las he ganado, pensaba, me las he ganado a pulso». Mientras la abofetea, «dos lágrimas enormes resba­laban por sus mejillas» [de Pablo]. «Yo le dejaba hacer, agradecía los golpes». Una vez bien golpeada, la lame. La policía fuera, ella dolorida y sin poder andar… El aprovecha la coyuntura propicia para decirle: «Tienes unos pies horribles, demasiado grandes…»

110.- Capítulo duodécimo y último. Lulú despierta en la cama de él (y suya) y se encuentra con que tiene puesto un batón de bebé hecho a su medida de «niña grande». Todo un detalle por parte de Pablo, que ella interpreta y agradece íntima­mente. Llega él. Ella intenta hacerse la dormida, pero la traicionan sus labios, que se curvan «en una sonrisa nuevamente inocente» (O sea, que el milagro de la conversión se ha producido y nada va a librarnos ya del happy end rosa y angelical). El se echa a su lado y le toca la punta de la nariz. «Aquí no ha pasado nada», dice a su modo.

111.- Para terminar este repaso destinado a hacer ver que los escritores predilectos del capo -de los capos: Polanco y Lara) de la industria cultural, aquéllos a quienes, con sus manejos, hace vender más libros, no es solamente que sean pésimos escritores, es que son también retrasados mentales, como no creo que dude nadie que haya llegado hasta aquí, voy a ocuparme de la falsa novela de Javier Marías Negra espalda del tiempo. Falsa novela y, para mí y supongo que para todas las personas de bien de la República de las Letras, el libro más pedante, pretencioso y ridículo que se ha escrito nunca. En el grupo de retrasados mentales de nuestras letras, Javier Marías forma parte, ex aequo consigo mismo, de una categoría especial. Javier Marías, de quien Eduardo Mendoza y Guillermo Cabrera Infante han dicho que es quien mejor escribe hoy en España; a quien Santos Sanz Villanueva, Miguel García Posada y Rafael Conte consideran el mejor novelista español del siglo XX; a quien Fernando Savater ha comparado con Cervantes y Dostoievsky y Francisco Rico con Joyce y Proust; que para Manuel Vázquez Montalbán, José Carlos Mainer, Victor García de la Concha, Antonio Muñoz Molina y Darío Villanueva es un gran escritor; para quien algunos de los citados -Cabrera Infante, Conte y García Posada- han pedido el premio Nobel, y que para Javier Marías es el mejor Javier Marías de todos los tiempos, publicó, en 1993, un libro -ni bajo tortura lo llamaría novela- titulado Todas las almas, que obtuvo el Premio de la Crítica de ese mismo año y el Fastenrath de la Real Academia Española dos años después. Se trata de una sarta de incoherencias autocomplacientes sobre la estancia del autor en Oxford -Marías, que carece de una cosmovisión y de una teoría estética, está incapacitado para escribir una novela en tercera persona, así como para levantar un mundo novelesco, como he demostrado en media docena de trabajos publicados por el Centro de Documentación de la Novela Española en sus Cuadernos de Crítica-; una sarta de huecas digresiones e incoherencias, digo, presentada como novela, con una enorme cantidad de anacolutos, faltas de concordancia, confusiones en el significado de las palabras, pésimas, inelegantes e ininteligibles construcciones, repeticiones y cacofonías, chistes involuntarios, estupideces, muestras de carencia de sentido del humor o de su sustitución por patochadas, innumerables pruebas, en fin, de lo que aquí tratamos: del retraso mental incurable con que ha conseguido el paciente encaramarse al relevante lugar que hoy ocupa en la sociedad de la que Carlos Rojas llama la Españeta, para diferenciarla de la España profunda y de la España negra. Lo que sigue es una pequeña selección de mi ensayo Otra falsa novela de Javier Marías, Cuadernos de Crítica, Centro de Documentación de la Novela Española, Madrid, s/d.

112.- Para empezar diré que Negra espalda del tiempo, presentada y publicitada como novela y como tal acogida por la crítica y la inmensa mayoría de los profesores universitarios de Literatura, es la extensísima crónica -más de cuatrocientas páginas- de la conmoción que, según el propio autor, produjo en el cosmos la aparición de su «novela» antes aludida, Todas las almas. Ya veremos cómo hasta sus más fieles se vieron obligados a reprocharle tanto engreimiento, tanta jactancia, tanta pedantería, tanta ingenuidad y tanta estupidez. En Todas las almas, ya lo dijimos, Marías enjareta unas cuantas anécdotas sin el menor interés. Él carece de imaginación para inventar otras, por eso en todas sus novelas hace autobriografía, con el agravante de que jamás ha vivido nada digno de ser contado, o transcribe, empeorándolas, páginas de otros. Anécdotas en las que, lógicamente, aparecen personas con las que convivió. Por eso, y siempre según él, el lugar del universo donde más efectos -hasta episodios sangrientos, dirá- produjo el libro fue en Oxford.

113.- El autor expone con claridad (págs. 11-12): «los elementos de este relato que empiezo ahora son del todo azarosos y caprichosos, meramente episódicos y acumulativos -impertinentes todos según la parvularia fórmula crítica, o ninguno necesitaría al otro» (sic, sic, sic), y ofrece una muestra al decir -pág. 27-, para demostrar, en contra de lo que cien veces afirmará después, que esto no es autobiografía, sino invención -«no era mi situación ni mi caso ni me ha sucedido (lo subrayado sobra)- , que [por ejemplo] «no ha habido ninguna Luisa importante o duradera en mi vida». Nos deja, ay, en la duda de si hubo alguna Luisa insignificante y efímera.

114.- Marías asegura (52) que todos los profesores de Oxford que no habían «salido» en su novela se sentían «molestos u ofendidos», «vilipendiados o escarnecidos», por resultar «humillante no ser motivo de inspiración». Y es que (53) «lo peor es no figurar allí donde hubo posibilidad de hacerlo». Es verdaderamente lo que piensan, según advertí en mi etapa de bombero, los supervivientes de una catástrofe cuando no ven su nombre en la lista de fallecidos, donde tuvieron la posibilidad de figurar. En la página 54 se nos viene a decir que, de hinojos, todos los miembros de claustro oxionense rogaron a Marías que no les dejase fuera de su novela. En la 71, reconoce modestamente que su fuerza fabuladora es tan grande, que algunas personas reales, retratadas por él, «empezaron a comportarse en la vida como si fueran personajes de Todas las almas«. (En toda la producción del hijo de Jualianin -Ortega dixit– no hay, por cierto, un solo personaje; hay nombres que podrían aludir a personajes o a personas, pero no personajes literariamente hablando). En otro alarde de franciscana humildad, habla de una reunión del claustro de profesores de Oxford, de cuyos miembros, el que no habla de su novela es porque la está leyendo en aquel momento, oculta entre los pliegues de la toga. Al cabo de evos y sin haber estado presente, puede recrear con detalle el contenido de la reunión. Y, de paso, nos informa de que, allí, quien no ha podido adquirir el libro en las taquillas oficiales, lo ha comprado en la reventa. Y, en un tercero, cuenta Marías que los estudiantes de Oxford «regresan jadeantes de Madrid con tantos ejemplares que posiblemente ellos solos han contribuido a su agotamiento».

115.- Marías no lo dice expresamente, pero el lector llega al convencimiento de que el Consejo de Seguridad de la ONU se reunió para tratar del tema de los efectos producidos por su novela en la comunidad internacional. Lo que sí afirma es que, durante aquel curso, los profesores de Oxford no hicieron otra cosa que escribirse unos a otros, conversar, entrevistarse y llamarse por teléfono para comentar lo mismo, evitar posibles suicidios y vigilar seguras borracheras. Y lo peor (82), por culpa de la novela de Marías, a una profesora de Oxford la toman por culpable de «adulterio continental». Como era de prever, el marido pasa a ser «cornudo con intervención extranjera». No hay que pasar página, para enterarse de que Marías se arrepiente sinceramente de sus devaneos, aunque no reniega de su papel de latin lover. Inexplicablemente, no está seguro de conocer a la que prevaricó continentalmente con él.

116.- En las págs. 92, ant y ss., insiste Marías en que, durante 1993, nadie hizo otra cosa en Oxford que hablar de su libro. Al parecer, se hablaba de él sobre todo en las comidas, causando a veces «un cataclismo en la mesa y desde luego media docena de sobresaltos (cucharas disparadas al aire, por ejemplo) y otra media de atragantamientos». Alguno de esos cataclismos se debió de llevar por delante las comas que tendría que haber puesto Marías. Pág. 96: Siempre según Marías, en otras facultades cundió la envidia, «por no disponer sus miembros de una novela semejante que presuntamente los retratara, de la que poder vanagloriarse». Pág. 97.- Hasta los profesores a quienes él no conocía reivindican un lugar en las inmortales páginas y arman un sonado tiberio, se pelean entre sí como niños malos, juran y perjuran que aparecen en el libro. Por esta infundada pretensión de reivindicar la inmortalidad que él, en su día, repartiera, nuestro hombrecito los considera «megalómanos». Nunca la sandez alcanzó cotas asteroidales como en este libro. Marías va deshaciendo, con su peculiar gracejo y su ingenio vivo y cultivado -con ese fin ha escrito el bolodrio- los nudos de las redes de confusiones que los pobres e infantiles docentes fabrican a la busca de la gloria imperecedera. A estos los considera el demiurgo «listillos».

Para lo que sigue -más de trescientas páginas-, remito al lector a mi ensayo ya citado. Como acertadamente ha escrito Antonio Gala, como muestra basta un botón, y esto tiene ya más botones que el chaleco de Echegaray.

M. García Viñó – e-mail: [email protected]