Imagino a esos guerreros portugueses encasquetados cruzando las selvas sudamericanas en busca de dorados metales. Atravesando ríos cual mares, sufriendo ataques de bestias nuevas, abriéndose paso por selvas a machetazo limpio… Con los ojos puestos en todos los rincones. Mirando los cielos en busca de una señal, buscando resplandores en las cimas de las montañas…. […]
Imagino a esos guerreros portugueses encasquetados cruzando las selvas sudamericanas en busca de dorados metales. Atravesando ríos cual mares, sufriendo ataques de bestias nuevas, abriéndose paso por selvas a machetazo limpio… Con los ojos puestos en todos los rincones. Mirando los cielos en busca de una señal, buscando resplandores en las cimas de las montañas…. Y hoy, siglos después, sabemos dónde estaba el Dorado anhelado: exactamente bajo las botas de aquellos arrogantes caballeros. Porque son los suelos del Cono Sur de América la mayor fuente y provisión de combustible para alimentar los excesos del capitalismo, sus fauces, ejemplarizados en el fast food. Es decir, las locuras de consumir mucho, tragarlo todo y rápido, sin dejar que el tiempo se tome sus pausas. Combustible para las grasas, combustibles para las máquinas y -mientras tanto- el pensamiento paralizado.
En Brasil lo saben -y lo explotan- bien. A base de cultivos de soja (con su harina se engordará animales de granja y con su aceite se producirá mucha bollería), de cultivos de caña de azúcar (que dará lugar al etanol para los biocombustibles) y la cría de ganado. Solo pensando en la relación Brasil-Europa advertiremos las dimensiones de esta tripleta. Brasil se han convertido en el cuarto suministrador de carne de vacuno para Europa, con más de 250.000 toneladas en 2009; un tercio de sus tremendas producciones de soja las compra Europa; y ha conseguido colocar en Europa un cuarto de todas sus exportaciones de etanol.
Pero esta insaciable demanda de carne, piensos y agrocombustibles europea sólo deja provechos a las grandes corporaciones brasileñas y el capital internacional asociado. Al resto de población (y al planeta en su conjunto) le reporta una continua destrucción de la selva Amazónica y el Cerrado, con las consabidas repercusiones para el clima, la biodiversidad y las miles de personas que, persistentes, siguen habitando esos lugares.
Un reciente informe de Amigos de la Tierra desvela que, en los últimos años, es la expansión de la caña de azúcar -es decir, el tirón europeo hacia los agrocombustibles- la causa más significativa de la deforestación en Brasil, superando los terrenos que la soja y la ganadería roban anualmente a los bosques y selvas. Pero, más allá de posiciones, lo preocupante del informe son sus previsiones, pues indica que la producción de estas tres materias primas continuará creciendo sin que la legislación brasileña tenga la valentía de poner al agronegocio en el sitio que se merece. En la recámara.
Los argumentos de políticas extractivistas como la brasileña (con y sin Lula), ya los conocemos, y son los mismos que defienden los lobbies del agronegocio y las instituciones neoliberales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial: satisfacer la demanda europea reportará divisas para el desarrollo del país. Pero ni las miles de familias campesinas sin tierra que viven en improvisados campamentos, ni la salud del planeta se nutren de divisas y dividendos. Así pues, por nuestra parte, debemos hacer inviable su excusa. En la medida que nuestras políticas, con la Política Agraria Común como eje central, apuesten por nuestra propia soberanía alimentaria, abriremos espacios a nuevas formas de entender la agricultura también en los países del Sur.
Blog del autor: http://gustavoduch.wordpress.com/