Ha dado inicio el V Foro Internacional de Filosofía de Venezuela, que se desarrolla durante una semana, hasta el 14 de julio, en Caracas y otros estados del país. Esta vez el tema principal que reúne a participantes venezolanos y de diferentes países del mundo, es la historia como instrumento de transformación liberadora de la […]
Ha dado inicio el V Foro Internacional de Filosofía de Venezuela, que se desarrolla durante una semana, hasta el 14 de julio, en Caracas y otros estados del país. Esta vez el tema principal que reúne a participantes venezolanos y de diferentes países del mundo, es la historia como instrumento de transformación liberadora de la sociedad. Sin dudas, una ocasión para pensar y debatir sobre la historia. Un encuentro para desmontar viejos esquemas que han justificado la hegemonía de los centros de poder y el dominio del capital, para los que la historia ha sido instrumento al servicio del ocultamiento de las historias de los pueblos originarios, de las masacres y el horror del sometimiento, de la esclavitud negra y de la violencia sistemática, tanto física, económica como ideológica, epistémico y simbólica.
Esta es una forma nueva y necesaria de hacer filosofía, e ir a las comunidades, a quienes necesitan de la reflexión que acompañe el día a día, la transformación y la participación activa en un proceso que remueve órdenes desvencijados. La filosofía sale de las aulas, de las academias y se instala entre todos para ser vivida con provecho. Participar en este encuentro me trae a la memoria lo vivido en el anterior Foro, realizado en julio de 2008, mi visita a los Estados Zulia y Amazonas, que de modo tan palmario nos puso a muchos ante realidades ocultas.
Nunca antes Martí estuvo tan presente como en aquella ocasión, hace ya dos años. Sus referencias a Venezuela comenzaron a agolparse una tras otra. Recordé su carta de despedida al dejar con premura este país el 27 de julio de 1881, dirigida al Sr. Fausto Teodoro de Aldrey, director de La Opinión Nacional de Caracas, cuando le decía:
Muy hidalgos corazones he sentido latir en esta tierra; vehementemente pago sus cariños; sus goces me serán recreo; sus esperanzas, plácemes; sus penas, angustia; cuando se tienen los ojos fijos en lo alto, ni zarzas ni guijarros distraen a1 viajador en su camino: los ideales enérgicos y las consagraciones fervientes no se merman en un ánimo sincero por las contrariedades de la vida. De América soy hijo: a ella me debo. Y de la América, a cuya relación, sacudimiento y fundación urgente me consagro, ésta es la cuna.
Visitar una casa guajira, la Amazonía venezolana, me hicieron rememorar como nunca antes las múltiples referencias del Apóstol a este «noble país, urna de glorias», tal vez por el encuentro con la realidad de los pueblos indígenas de «nuestras repúblicas dolorosas», de esa «América que ha de salvarse con sus indios», pues mientras «no se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América.» Y recordé su discurso pronunciado en el Club de Comercio de Caracas, el 21 de marzo de 1881, cuando decía: «hay que devolver al concierto humano interrumpido la voz americana, que se heló en hora triste en la garganta de Netzahualcóyotl y Chilam; hay que deshelar, con el calor de amor, montañas de hombres».
Las ideas de Martí se me hacían vigentes al presenciar la realidad de cambios y de revolución indígena que se vive en este país, que visibiliza a más de tres mil comunidades condenadas por más de quinientos años a estar a ocultas, fuera de la sociedad a la que dan color y autenticidad. Y recordé esa frase suya que me martillaba en la memoria: «Saberse de memoria a Taine no vale tanto, para gobernar el territorio de Tepic, como conocer hombre a hombre y costumbre a costumbre el territorio. Ni con galos ni con celtas tenemos que hacer en nuestra América, sino con criollos y con indios».
Ya conocía de los añú y los guajiros, de los palafitos de Santa Rosa y de la laguna de Sinamaica, de la manta wayuú y el yogna, así como ardorosamente abrazamos -con intimidad familiar- a un gran amigo paraujano, como a tantos otros que llevan en la tez de su piel la realidad mestiza y criolla de este país nuestroamericano.
Jesús González es el padrón wayuú de la nueva parcela, «Mi tesoro», la número 38 de la cooperativa Ayatawua RL, en el municipio Miranda; un nuevo parcelamiento que le ha permitido a esta familia salida de la Guajira, establecerse cerca de los Puertos de Altagracia, tener su casa y su conuco, sembrar sábila y tener su cría, así como acercarse dignamente a la vida de su país y de su tiempo, mientras visten sus tradicionales trajes y hablan sin vergüenza en wayunaiki, o cantan el himno de Venezuela en su lengua.
La comunidad guajira ha resistido el embate de la gran ciudad, ha sido peón de grandes obras constructivas marabinas, de una realidad social que se pretende «blanca», mientras por siglos ha sido explotada y marginada, acumulando problemas que la revolución bolivariana se plantea resolver. Los municipios Páez y Mara, tienen la mayor desnutrición infantil en Latinoamérica según la Organización Panamericana de la Salud, un problema que como el ancestral de la tenencia de la tierra, han hecho del médico-sanitario otro de los grandes dilemas sufridos por estas comunidades. La visita a una nueva clínica nutricional infantil cerca de San Rafael del Moján daba cuenta a los visitantes del empeño por hacer que los niños wayúu y añú, precisamente de los más pobres de la región, mitiguen su padecer de desnutrición y junto con Barrio Adentro y los CDI, salven su salud.
Y no es que visitáramos vitrinas, sino un proceso que recupera y resignifica a comunidades ancestrales, invisibilizadas y que hoy en la ciudad universitaria «Simón Bolívar», daban cuenta de cómo el problema de la educación y el reconocimiento de las lenguas y culturas indígenas hacen que se sumen a la vida productiva, comunitaria, habiendo aprendido con utilidad, herramientas y oficios, y les sea devuelta la dignidad humana como legítimo proceso antienajenador -temas que en los salones de MACZUL, fueron tratados por los participantes del Foro de Filosofía, un espacio que fue festín de pensamiento, un elogio a la capacidad de reflexionar y un estímulo que hace poner los pies en tierra y reclinarse ante la sabiduría y la profundidad que brota de las personas sencillas del pueblo que viven un proceso que se hace día a día y que se piensa en cada paso y en la acción-.
Acompañado de un joven filósofo de Costa Rica, fui al Estado Amazonas, al sur del río Orinoco. Sobrevolar los llanos por más de una hora y llegar a Puerto Ayacucho, ver desde lo alto el caudaloso río y las piedras negras metamórficas de origen precámbrico del complejo granítico amazónico, suscitaba la sospecha, de que debajo había más de lo imaginado sin importar cuanto libro o aventura se haya leído de niño, o cuanto se intuía saber de la amazonía.
Todo empezó a ser más simple y más sobrio y tanto los nombres, como las máscaras, las piezas que acompañan los espacios, anunciaban que se estaba en otro punto de la geografía humana. Llovía y el verde intenso cubría todas las superficies. En Puerto Ayacucho no hay McDonald´s ni los ambientes están saturados de gráfica, colores y anuncios, de grandes vallas comerciales como en el Zulia, que dejan pintarrajeado cualquier muro o sitio de la ciudad. Los nombres eran sonoros y propios. El intenso y auténtico color indígena se hacía notar.
Poco pudimos imaginar que una charla de temas trillados en filosofía se podría llevar sin más preámbulo a una comunidad indígena de la etnia Piaroa. La sorpresa fue tanta, como la sensación de encogimiento y vergüenza por un pasado del que todos somos víctimas. Si en la casa de Juan González, el wayuú del norte zuliano, creí por momentos verme en una casa de una familia campesina cubana, entre los piaroa de la comunidad indígena de Limón de Parhueña no fue menor la sensación de familiaridad, de existencia de un nexo que nos pone a ellos y a mi en un mismo sitio, ese que la cultura y los patrones de la «civilización moderna» europea nos dejara situados.
Aturdido de emoción quise imaginar las migraciones provenientes desde estos lugares, de la extendida Caribana de los mapas antiguos, que hicieron posible que estos mismos pueblos subiesen por el Orinoco al arco de las Antillas, para poblar de caribes y arawakos las islas de donde yo mismo provenía. No me importaba entonces si fueron piaroas, caribes o arawakos, o si habían llegado hasta la mayor de las Antillas. Pero imaginaba como la paz y la armonía de estos pueblos con el río y la naturaleza, luego con el tranquilo y verdeazul mar Caribe fue interrumpida por el colonizador europeo para sumir en el olvido y el desprecio a comunidades con una historia entre 8 mil y 12 mil años, gravada en esos inmensos petroglifos que intenté adivinar desde el mirador del pueblo sobre el Orinoco. Y es que esta vez estaba en una comunidad indígena y tenía frente a mí esta dimensión del otro, como en las islas del Caribe tengo la del negro, otrora esclavo de las plantaciones, traído violentamente del África, o al campesino empobrecido resultado de la lógica del capitalismo periférico. Próspero había dejado a calibanes negros, como a indígenas, en el mismo lugar de la historia y el capitalismo le igualaba a masas inmensas de campesinos que comparten semejante destino y lugar en el sistema de producción de mercancías.
El afiche del IV Foro Internacional de Filosofía de Venezuela, con Mickey Mouse en negro y la botella de Coca Cola en rojo, se hacía notar en las anacrónicas casas de cemento de la comunidad construidas por insolentes políticos durante la cuarta república. Toda la comunidad se juntó bajo la churuata típica de los Wötjujä, al chasquear una aparente campana. No sabíamos su lengua pero entendíamos que había interés en escuchar a los visitantes. Uno de los maestros fue el traductor de «el cubano» y «el costarricense». De inicios parecía muy enrevesado hablar sobre la enajenación. Luego, cuando la entendieron como poder que les domina y los lleva al consumo de aquello contra lo que ellos mismos luchan, se hizo fácil y ameno. Sus gestos daban cuenta de su entendimiento. El maestro traducía y ellos asentían con la cabeza y la viva expresión gestual, ese lenguaje humano que va más allá de la palabra soltada al aire. Hablar de enajenación, comunicación y consumo, era tal vez la mayor prueba profesional que enfrentáramos. No dábamos crédito de ello y mi amigo se afincaba en la máxima socrática «Solo sé que no sé nada». Sin embargo, la habilidad y la inteligencia de la comunidad hicieron que el tema fuese tratado, justo desde aquella arista que a ellos mismos les interesaba y no por la supuesta lógica rígida de un auditorio donde el maestro dixit.
Allí había tanta avidez por el debate como en cualquier aula universitaria. La realidad y las amenazas les llevan a la reflexión, con esa inteligencia nata que les ha permitido entender y resistir por siglos. Después de pensar se dieron a sus problemas prácticos del Consejo Comunal. No faltó el trato ameno, la invitación a tomar la bebida típica de manaca con mañoco. Las fotos se desinhibieron y se hizo la promesa de que al día siguiente irían al Foro de Filosofía en la casa amarilla de Puerto Ayacucho. Esta vez no fue la estoa ni el estrado, sino la churuata lo que sirviera de sede al apogeo que la filosofía alcanzaba por esos días en Venezuela, promovido, no por instituciones académicas, sino como hecho cultural, por el nuevo Ministerio del Poder Popular para la Cultura.
Edson y Patricia se crecían frente a nosotros. La revolución es siempre garantía cuando la hacen jóvenes como ellos que no sobrepasan los treinta años. Y es que el trabajo en la gestión cultural, con las comunidades indígenas, en el gabinete estadual de cultura, con la entrega y desenfado que se presentía, hacía mayor nuestra sorpresa. Los helechos del camino, la vegetación y el paisaje quedaban aplazado por la conversación vehemente de los anfitriones que contaban del reciente encuentro cultural de los pueblos de la amazonía que recién coordinaran como taumaturgos de una nueva política en el estado. Unos quince días antes habían reunido a representantes de los pueblos originarios de diferentes países del continente con sus instrumentos típicos, su arte aborigen, sus textiles y cantos chamánicos. Las anécdotas rebasaban la posibilidad de compartir toda la energía y el deleite que sentían por haberlo vivido intensamente. Fue entonces que entendimos la implicación suya a la realidad que cambian día a día.
De ellos supimos sobre las comunidades indígenas del Amazona: la Piaroa que vive en las orillas del Orinoco, de la Yekwana, Yanomami y Baniva, como de muchas otras de toda Venezuela. La información venía en torrente y se abría una dimensión silenciada en un país donde las comunidades indígenas han conservado sus formas tradicionales de vida, así como han sido víctimas de la intromisión y de las nuevas tribus que han lastimado su vergüenza étnica, sus tradiciones y sus ritmos, para hacerles creer distintos e inferiores, o querer parecer a los «modernos blancos» de otras geografías.
Una ensalada «cabeza de gallo», el uso de la yuca, la variedad gastronómica, se hicieron palmarias ante la realidad vivida en estos dos escasos días. Los libros son insuficientes para llegar a «ver» y «conocer». Repasamos las disposiciones legales de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, que establecen desde el Artículo 119 al 126 todos los derechos y oportunidades de los pueblos indígenas, que le reconocen su existencia, sus formas de organización, culturas e idiomas propios, así como sus hábitats y los derechos originarios sobre la tierra que ancestralmente ocupan, y que son indispensables para garantizar su continuidad biológica y sociocultural. Estas comunidades comienzan a vivir un nuevo momento, una revolución.
La vida en el vasto estado del Amazonas significa el respeto a las comunidades, políticas no asistencialistas ni tampoco paternalistas. Tanto Mercal como Barrio Adentro suponen otra lógica en su útil función. El indígena come yuca y no harina pan, como tampoco conservas enlatadas o pastas italianas. La medicina la conduce el shamán y el galeno solo podría ayudar con inteligencia y respeto, no tanto como lo hace en el barrio abarrotado de excluidos en la ciudad capital. Toda la inteligencia «moderna» es readecuada por la inteligencia y las perspectivas propias de estos pueblos con sus saberes.
Todos intuíamos por donde iría la charla en el foro público de filosofía de Puerto Ayacucho. Los oficios habían sido distribuidos. A las 5 de la tarde todo estaba listo y más que decir había que aprender. La filosofía se hacía pretexto para el buen debate de personas interesadas, absortas cada una en la intervención útil de cada otro, de quienes venía la experiencia, sus problemas, que eran al mismo tiempo compartidos por todos. No se habló de Coca Cola ni de MacDonald’s, sino del mañoco y la política real, de la contaminación del río, de las becas a los indígenas, de las cosas del día a día que la revolución bolivariana dimensiona para hacerla vértice de la comunidad y permitirles reflexionar con la claridad de los más grandes sabios y abandonar el extrañamiento y el poder ajeno. Casi cuatro horas se mantuvo el debate, mientras un fuerte aguacero dejó inundada y limpia la ciudad, como si certificara que por eso mismo pasábamos todos bajo el techo de la casa amarilla. Al final nos sentimos vaciados y llenos de brío, del ardor de habernos dado a la acción de pensar. Un abrazo fue el remate del fervor y tanto más como las razones dominó el sentir.
La revolución bolivariana es -como dijera mi colega- como un avión en vuelo que no puede ya ser detenido. Y nuevamente la filosofía, venía en su auxilio, pues como dijera el Apóstol en su ensayo Nuestra América, «no hay proa que taje una nube de ideas». La necesidad de pensar, de continuar el ejercicio instalado, de hacer constantes estos foros que vengan de ayuda, nos hizo decir, ya como colofón, aquella frase de Martí:
Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades: ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes
El Amazonas dejó también el paisaje y la leyenda del Tepuy maravilloso, el Wahari Kuawai o el Árbol de la Vida, conocido como el «Cerro Autana» de los Piaroa, esa mitología que cobija la idiosincrasia y la cultura de quienes por mucho tiempo fueron privilegiados observadores y poseedores de tanta riqueza natural. Es la leyenda de un inmenso árbol que pendía del cielo por largas lianas y cargaba todas las frutas que gustan a los nativos del bosque, y nos pone frente a la concepción genealógica y cosmogónica de una cultura que considera haber cortado este árbol para que sus frutos se esparcieran en todas las direcciones, haciendo posible que las tierras vecinas se alimentaran de la riqueza compartida. De las virutas llevadas al río se hicieron piedras enormes, formando los raudales Ature y Maipure, y de las semillas de las primeras frutas caídas, se sirvió la siembra, en las tierras fértiles habitadas por las comunidades del Orinoco, estas que hoy se dignifican como pueblos originarios, fundente autóctono de una nación que revoluciona el continente y se apresta a pensar, a filosofar en un foro que podría ser interminable, así como sus metas.
De vuelta en Caracas y listo para el regreso a la isla, nuevamente recordé a Martí y su carta de despedida, quien me dejaba ese mismo sentimiento suyo, esa misma complicidad con Venezuela:
…ni hay para labios dulces, copa amarga; ni el áspid muerde en pechos varoniles; ni de su cuna reniegan hijos fieles. Déme Venezuela en qué servirla: ella tiene en mí un hijo.
Félix Valdés García. Instituto de Filosofía. La Habana, Cuba