Por todo el mundo andan los gobiernos intentando reinventarse a imagen y semejanza de las empresas. La cruzada DOGE de Elon Musk en los Estados Unidos resulta bastante explícita en este sentido, al igual que el presidente argentino Javier Milei, que empuña una motosierra. Pero también se oye una retórica similar en el Reino Unido, donde Pat McFadden, ministro del gabinete, quiere que el gobierno fomente una cultura de «prueba y aprendizaje» y avance hacia una gestión basada en el rendimiento.
El problema es que los gobiernos y las empresas tienen objetivos muy distintos. Si los responsables de las políticas públicas empiezan a imitar a los fundadores de empresas, socavarán su propia capacidad de abordar retos sociales complejos.
Para las nuevas empresas, la máxima prioridad es la iteración rápida, la disrupción impulsada por la tecnología y el rendimiento financiero para los inversores. Su éxito depende a menudo de la resolución de un problema estrechamente definido con un único producto o dentro de una única organización. Los gobiernos, por contraposición, deben abordar problemas complejos e interrelacionados como la pobreza, la salud pública y la seguridad nacional. Cada reto exige la colaboración de múltiples sectores y una cuidadosa planificación a largo plazo. La idea de obtener beneficios a corto plazo en cualquiera de estos ámbitos ni siquiera tiene sentido.
A diferencia de las startups, se supone que los gobiernos deben cumplir los mandatos legales, garantizar la prestación de servicios esenciales y hacer cumplir la igualdad de trato ante la ley, algo más importante hoy que nunca. Métricas como la cuota de mercado son irrelevantes, porque el gobierno no tiene competidores. En lugar de intentar «ganar», debe centrarse en ampliar las oportunidades y promover la difusión de las mejores prácticas. Debe tener una mentalidad a largo plazo, al tiempo que consigue estructuras ágiles y flexibles que puedan adaptarse.
Introducir una nueva aplicación de salud digital en un sistema sanitario débil puede ofrecer mejoras graduales, pero no resolverá los problemas sistémicos subyacentes, como la escasez de personal médico o los problemas geográficos. Peor aún, si la lógica de las startups se aplica a los servicios públicos, podría dar lugar a soluciones parciales que agravaran las ineficiencias existentes. Por ejemplo, una ciudad puede crear una aplicación para informar de los baches, con lo que gana rápidamente en participación ciudadana. Sin embargo, esto no ayuda a la ciudad a plantearse sistemas de transporte más sostenibles ni a reducir las emisiones de carbono que afectan a la salud de los ciudadanos.
El proceso por el que los gobiernos aprenden a ofrecer mejores resultados es profundamente diferente al de una startup. En lugar de adoptar ciegamente la cultura de las startups, los gobiernos deberían analizar los esfuerzos realizados en el pasado para modernizar y reformar los servicios públicos. Hay varias lecciones que aprender.
En primer lugar, el sector público necesita una nueva base económica. El énfasis del modelo imperante en la «eficiencia» confunde con demasiada frecuencia los productos (¿cuántas comidas escolares se han subvencionado?) con los resultados (¿en qué medida han sido nutritivas y sostenibles o de origen local las comidas?), y se basa en una dicotomía público-privado excesivamente simplificada. El resultado es una dependencia excesiva de heurísticas superficiales como el análisis coste-beneficio, que no mide necesariamente el progreso hacia los resultados sistémicos deseados.
Los gobiernos deben mejorar asimismo su forma de contabilizar el valor a largo plazo de la inversión pública. Por ejemplo, la Ministra de Hacienda del Reino Unido, Rachel Reeves, tiene razón al cambiar el enfoque de la deuda neta del sector público a sus pasivos financieros netos, que reconocen mejor el rendimiento de las inversiones públicas al incluir activos no líquidos (préstamos del Estado) y otros pasivos financieros (oro monetario). Pero el esquema de Reeves sigue sin reflejar el valor de los activos no financieros (como la propiedad pública de infraestructuras y viviendas), y su horizonte a corto plazo le impide crear una estructura de incentivos para las inversiones a más largo plazo.
Una segunda lección es que la diversidad es un activo, no un ejercicio de corrección política. A lo largo del siglo pasado, el sector público se esforzó por lograr la universalidad y la uniformidad: los servicios deben ser igual de buenos y accesibles en los pueblos pequeños como en las ciudades más ricas. Pero también importa cómo se prestan esos servicios. La creación de un sector público adaptable y centrado en los resultados requiere una mano de obra más diversa, formación continua, múltiples perspectivas analíticas y una cartera de intervenciones (ya que no hay balas de plata).
En tercer lugar, el sector público debe encontrar un equilibrio entre sus capacidades políticas, de formulación de políticas y de ejecución. Los gobiernos son más que máquinas administrativas; requieren liderazgo político, sentido de la finalidad, y capacidad para ajustar las políticas. Con demasiada frecuencia, la reforma del sector público se centra en la eficiencia tecnocrática, descuidando la necesidad de articular y ejecutar una visión que obtenga el apoyo de los ciudadanos.
Algunos líderes municipales han sido pioneros de nuevos modelos. En lugar de centrarse en la política del agravio, por ejemplo, se ha elegido a alcaldes de Barcelona a Bogotá con programas de transformación urbana. Su éxito subraya la importancia de equilibrar la visión política con una aplicación factible.
En términos más generales, para dotar al sector público de la capacidad necesaria para afrontar los retos contemporáneos, los gobiernos -y lo que uno de nosotros ha denominado «estados emprendedores»- deben cultivar seis capacidades que les permitan aprender, adaptarse y ajustarse. La primera es la conciencia estratégica: la capacidad de identificar proactivamente los nuevos retos y oportunidades. La segunda es la adaptabilidad de la agenda, para poder equilibrar las prioridades al tiempo que se responde a las crisis. La tercera es la creación de coaliciones y asociaciones, para que el sector público pueda fomentar la colaboración entre sectores y con las comunidades.
La cuarta capacidad es la autotransformación: la actualización continua de las competencias, las estructuras organizativas y los modelos operativos de los organismos públicos. Esto presupone una quinta capacidad: la experimentación y la resolución reiterativa de problemas en la prestación de servicios públicos. Y, por último, el sector público necesita herramientas e instituciones orientadas a resultados.
La creación de estas capacidades en todo el sector público exige replantearse la formación de los funcionarios, los marcos de competencias y los modelos organizativos. Pero, sobre todo, significa replantearse la forma de medir y evaluar el trabajo del sector público. Por eso, en el Instituto de Innovación y Propósito Público (IIPP) de la UCL (University College de Londres), estamos creando un Índice de Capacidades del Sector Público para evaluar las capacidades de la Administración a la escala de la ciudad. Este tipo de herramientas puede detectar lagunas en las competencias o los recursos y, al mismo tiempo, vincular el desarrollo de capacidades a la obtención de mejores resultados.
Las administraciones públicas no deben funcionar como startups, porque sirven a fines muy distintos, responden a grupos de interés diferentes y operan con calendarios totalmente distintos. En lugar de perseguir el espejismo de Silicon Valley, los responsables políticos deberían centrarse en crear estructuras y capacidades que permitan a los gobiernos mostrarse receptivos, resistentes y eficaces (además de nuestro trabajo en el IIPP, hay quienes, como Jennifer Pahlka y Andrew Greenway, del Centro Niskanen, han ofrecido otras visiones de cómo podría llevarse esto a cabo).
La reforma debe basarse en un profundo conocimiento de la dinámica del sector público, y no en el deseo de imitar a los unicornios que persiguen la próxima gran disrupción: demasiado poco y demasiado tarde. Y sí, estamos aprendiendo en tiempo real que la disrupción por sí sola constituye una receta para el desastre.
Mariana Mazzucato, profesora de economía de la innovación y valor público, es directora del Institute for Innovation and Public Purpose del University College de Londres. Es autora de «Mission Economy. A Moonshot Guide to Changing Capitalism» (2021), «The Value of Everything: Making and Taking in the Global Economy» (2018) y «The Entrepreneurial State: Debunking Public vs. Private Sector Myths» (2013). Su último libro es “The Big Con: How the Consulting Industry Weakens our Business, Infantilizes our Governments, and Warps our Economies” (Penguin, 2023).
Texto original: https://www.socialeurope.eu/governments-are-not-startups
Traducción: Lucas Antón
Fuente: https://sinpermiso.info/textos/los-gobiernos-no-son-startups