Una columna de indígenas Barí se dirige a pie y en mulo a través de una antiguo camino en la selva. Avanzan silenciosos, armados apenas con una vieja escopeta y las mismas flechas de macana que sembraron el terror entre los conquistadores españoles. 514 años después vuelven a enfrentarse a una invasión de su territorio. […]
Una columna de indígenas Barí se dirige a pie y en mulo a través de una antiguo camino en la selva. Avanzan silenciosos, armados apenas con una vieja escopeta y las mismas flechas de macana que sembraron el terror entre los conquistadores españoles. 514 años después vuelven a enfrentarse a una invasión de su territorio. En medio de la frondosidad nos encontramos con una zona donde la vegetación ha sido arrancada de raiz. Una gigantesca carretera está siendo construida para desarrollar nuevas haciendas ganaderas. Pero es ésta una obra fantasma, donde no hay permisos, no hay accesos, no hay nadie. Nadie que responda por la destrucción. Así han sido los últimos siglos: sin más ley que la fuerza de los colonizadores, ya fueran soldados españoles, hacendados o petroleras. Solo la resistencia Barí les ha hecho frente. Ayer como hoy.
En Caracas, una amiga documentalista mexicana había recibido la propuesta del canal público Vive TV para realizar un reportaje sobre el proceso de demarcación territorial del pueblo Barí. Juntos emprendimos el largo camino hasta la Cordillera de Perijá. Allá arribamos a la ganadera ciudad de Machiques, donde los indígenas yukpas y barís se deslizan como sombras, entre la indiferencia y el desprecio. Nuestra primera entrada al mundo indígena fue a través de las misiones capuchinas. Es necesario comprender que los frailes fueron los primeros blancos que llegaron sin la intención de robar y asesinar. A pesar de acompañar inicialmente a los soldados, los misioneros de largas barbas fueron aprendiendo de los indígenas y apreciando el carácter comunitario de su sociedad. Cuando en 1960 las misiones contactaron a los Barí, la situación se había aproximado al exterminio y sobrevivían solo unos pocos centenares de ellos. Hoy en día su territorio es menos del 10% del originario. La colonización española y luego criolla los ha obligado a refugiarse en montañas y junglas.
Tras horas en una camioneta pirata, recorriendo caminos hechos por las propias comunidades, llegamos a su capital, Saimadoyi. Abandonada por todos los gobiernos, la autogestión del pueblo es absoluta. El líder de la comunidad nos ha dado permiso para permanecer y realizar grabaciones y entrevistas. El fin de semana hay trabajo comunitario y entre todos arreglamos como podemos la carretera. Vivimos en su casa y somos sus huéspedes, comemos y bebemos su agua de río y sus animales de caza y pesca. Acomodados en una simple construcción de palma admiramos sus rostros llenos de orgullo al ver por TeleSur al presidente de Bolivia, el indígena aymara Evo Morales. Mágicamente, en un lugar tan inaccesible, donde no hay carreteras ni teléfono, la televisión vía satélite llega a los hogares. En los días siguientes vamos aprendiendo como junto a la propiedad familiar e individual existe una propiedad colectiva destinada al bien común. Igualmente nos explican como el líder, o ñatubay, es elegido democráticamente y puede ser revocado, siendo su autoridad fundamentalmente moral.
Todos recuerdan emocionados como Chávez fue el primer presidente que les visitó, el 12 de octubre de 1999, ahora celebrado como día de la resistencia indígena. En esa visita el presidente se comprometió a apoyar a los pueblos indígenas y se opuso a la explotación de Perijá por las empresas carboníferas. Ocho años después, las concesiones para extraer el carbón siguen siendo una amenaza que hace temblar las entrañas de la montaña. Los indígenas apoyan fervientemente el proceso bolivariano pero exigen que se les reconozcan sus derechos sobre la tierra. Su primera demanda es la defensa del territorio al que describen como su misma madre. Ellos se muestran pacientes después de cinco siglos de lucha y resistencia, pero con la firmeza y determinación exigen hechos y no solo bonitas palabras. No quieren regalos ni promesas, solo el reconocimiento de sus derechos por medio de los Títulos de Propiedad Colectiva. Con el asesoramiento inicial de misioneros y luego de antropólogos, el pueblo Barí tiene muy claro cual es su territorio y quieren que se reconozcan legal y definitivamente sus límites. De esta manera evitarían la depredación de transnacionales y terratenientes. Mientras tanto, sus manos seguirán empuñando rifles y flechas.
La siguiente parada es la comunidad de Karañakaek, a la cual tenemos que llegar por una casi intransitable senda entre las montañas que delimitan el valle Barí. Más pequeña, la comunidad está situada en lo alto de una pequeña colina cuyos pies son bañados por un río de ensueño, donde beben, se bañan, juegan y se alimentan. Teniendo una fuente de agua tan pura y abundante no existe una mísera bomba que les evite tener que acarrear cada día litros y litros a la espalda. Como en Saimadoyi, el único transporte es un 4×4 de la comunidad que a pesar de llevar inscrito «Gobernación del Zulia», ellos tienen que pagar religiosamente cada mes. Los maestros nos enseñan como la educación es una de las pocas políticas gubernamentales que tienen un impacto real. Podemos escuchar como muchos jóvenes están estudiando a través de las misiones Ribas y Sucre. La formación y preparación, afirman ellos mismos, les servirá para enfrentarse mejor a los desafíos y fuerzas que les amenazan. Porque es aquí, en la frontera de su tierra, donde arrecian los ataques. Solos en la noche han tenido que luchar contra el fuego que los hacendados propagan, incendiando selva, vida y belleza, para extender sus pastos y sus infinitas haciendas. Nosotros mismo pudimos ver como una obra de grandes dimensiones se estaba llevando a cabo de manera totalmente ilegal, a la vez desforestando y expoliando nuevos territorios. Y es que esa es la clave. En Perijá no existen más ley que la del hacendado. Aquí no hay una presencia real del Estado. Son los Barí quienes estoicamente protegen la frontera venezolana, su biodiversidad y las fuentes de agua de toda la región del Zulia. Ellos son quienes guardan donde nace Venezuela.
Como última estación en nuestro viaje por tierras perijaneras llegamos a Kumanda, minúscula población barí, encerrada entre alambradas, algunas de ellas electrificadas. Gota ancestral en un mar de modernas haciendas ganaderas que la han acorralado y rodeado completamente. De la misma manera que los indígenas norteamericanos, en Kumanda viven en una auténtica reserva donde son extranjeros en su propia tierra. Los antiguos y legítimos propietarios tienen que pedir permiso a los invasores para poder atravesar sus cercados. La en otros tiempos impenetrable selva de la parte baja de Perijá es hoy en día una planicie que se extiende hasta el horizonte. Aquí se encuentran gran parte de los pastos para las reses que alimentan la industria cárnica venezolana. La tristeza y la pobreza se hacen tangibles en Kumanda, los fuertes brazos indígenas se vuelven desnutridos y enfermos.
Venezuela, hemos podido comprobar, tiene una deuda moral con el pueblo Barí al haber permitido que se les arrebatase el 90% de su territorio y al haber realizado contra ellos un auténtico genocidio. Frente a esta realidad histórica, la demanda que escuchamos reiteradamente es la delimitación definitiva de su territorio. Siendo su tierra propiedad de ellos mismos, podrían seguir defendiendo la naturaleza, el agua y la frontera de las amenazas del carbón y los ganaderos depredadores. Pero ahora lo harían con la ley y el Estado de su parte. El pueblo Barí, nos han transmitido sus gentes, espera del gobierno bolivariano una política que les haga justicia y que entienda que ellos son los verdaderos guardianes de los intereses venezolanos en la Sierra de Perijá.
Ya en Caracas, entre el caos, el humo y la omnipresencia de la cultura individualista y consumista no puedo dejar de recordar a los Barí. Inmersos en el actual debate sobre el modelo político venezolano, ellos nos han enseñado que la suya es una sociedad estructurada en base a unos principios de armonía, sostenibilidad, democracia participativa y propiedad colectiva e individual que deberían inspirar el nuevo sistema. Desde mi casa del Guarataro, junto a la transitada avenida San Martín, pienso que no podrá haber un auténtico avance social sin hacer justicia con los pueblos originarios. Junto a Bolívar, Zamora y Rodríguez deberá alzarse la sabiduría ancestral indígena. Ellos fueron en el pasado, son en el presente y seguirán siendo en el futuro. Ellos perduran. Aprendamos de ellos.