El error de Franklin D Roosevelt no consistió en levantar la economía mediante el gasto público sino en prestar oídos a los halcones del déficit en el momento de su reelección y hundir de nuevo a la economía estadounidense en la recesión.
Lo hacen los alemanes. Los griegos, los españoles y los portugueses creen que no tienen otra elección que hacerlo. George Osborne cree que su deber patriótico consiste en hacerlo [1]. Por todo el mundo, recortar el déficit presupuestario se ha convertido en la prioridad de los responsables políticos, temerosos de que el creciente nivel de deuda les deje a merced de los caprichosos mercados financieros.
Mervyn King ha aplaudido el regreso del conservadurismo fiscal y otro tanto ha hecho la OCDE. Dos meses después de que apremiaran al mantenimiento del apoyo presupuestario hasta que se afianzara la recuperación, los ministros de finanzas y los gobernadores de los bancos centrales del G-20 declararon que recibían favorablemente los planes anunciados por algunos países para iniciar sin más demora los recortes presupuestarios.
Los déficits presupuestarios son ciretamente elevados en todo el G-20 y fuera de él. Pero si son elevados se debe en primera instancia a la severidad de la peor recesión desde la Segunda Guerra Mundial y a las medidas tomadas colectivamente por los gobiernos para impedir que la recesión se convirtiera en algo mucho, pero que mucho peor.
Tal como están las cosas, se ha evitado una segunda Gran Depresión, pero el crecimiento ha oscilado entre lo débil en Europa y lo nada espectacular en los Estados Unidos. Los bancos no prestan. El desempleo está alcanzando niveles de dos cifras en los EE.UU. y en la Eurozona. La determinación de recortar el déficit presupuestario en estas circunstancias no muestra que a los irresponsables derrochones de 2008 y 2009 les hayan sustituido planificadores políticos de probidad e integridad. Demuestra que los locos están de nuevo al mando del manicomio.
Como prueba de ello, consideremos el aviso dado la semana pasada por David Cameron acerca de la necesidad de austeridad. Afirmó el Primer Ministro que «nada ilustra mejor la total irresponsabilidad del enfoque del último Gobierno que el hecho de que siguiera incrementando un gasto público inasequible aun cuando la economía se estuviera contrayendo».
Lo cual provocó la acertada respuesta de Marshall Auerback, del centro New Deal 2.0. «¿Así que se supone que tenemos que incrementar el gasto público cuando crece la economía? ¿Cuando puede presentar auténtico peligro de inflación? Si esta es la clase de incoherencia política que tenemos en cartera, que Dios se apiade del Reino Unido».
Hay miembros del Gobierno que saben de economía capaces de señalar al Primer Ministro que lo que dice es una peligrosa insensatez. Vince Cable [2] es uno de ellos; Chris Huhne [3] otro. Por desgracia, sin embargo, los liberal-demócratas parecen remisos o incapaces de presentar una argumentación contraria a las medidas políticas que ahora amenazan con repetir los errores del Japón en los años 90, cuando cada tentativa de recuperación se veía sofocada por una precipitadísima reducción.
Empecemos con un poco de historia. A los halcones del presupuesto les gusta citar el draconiano presupuesto de Geoffrey Howe en 1981 como evidencia de que el rigor fiscal es perfectamente consistente con el crecimiento económico. Tal es el caso, siempre y cuando haya margen para depreciar una libra sobrevalorada y reducir unas tasas de interés excesivamente altas. Tal es el caso, siempre y cuando los desfallecientes precios del petróleo eleven los ingresos reales de los consumidores y reduzcan los costes de las empresas. Todas estas cosas sucedieron a principios de los 80; no es probable que ninguna de ellas suceda hoy. La libra ha caído un 25%, las tasas de interés están en 0.5% y los precios del petróleo no muestran signos de reducirse muy por debajo de los 70 dólares (48 libras esterlinas) el barril.
La verdadera comparación histórica no es la de 1981, sino, como hace notar el economista norteamericano Paul Davidson, la de los EE.UU. en 1937. Al llegar a la Casa Blanca en 1933, Franklin D. Roosevelt empleó el gasto público y las desgravaciones fiscales para impulsar la economía. Los EE.UU. soportaron déficits de entre un 2% y un 5% durante el primer mandato de FDR, pero, si bien la economía comenzó a salir del profundo hoyo que se había cavado en 1932, la deuda nacional aumentó de 20.000 a 33.000 millones de dólares.
Al presentarse a la reelección, Roosevelt prestó oídos al consejo de los economistas del «dinero sólido» que pronunciaron la misma clase de advertencias que estamos oyendo en la actualidad: que los EE.UU. soportan déficits presupuestarios que impondrán una carga intolerable a las futuras generaciones. El presupuesto de 1937 se rebajó drásticamente y la economía estadounidense recayó rápidamente en la recesión. El descenso en la recaudación de impuestos supuso que el déficit se elevara a 37.000 millones.
Cuando se retomó el gasto deficitario en 1938, la economía volvió a crecer pero no se recuperó plenamente hasta que los EE.UU entraron en la Segunda Guerra Mundial. Los halcones del déficit se desvanecieron en la oscuridad conforme la necesidad de ganar la guerra apartó cualquier otra consideración. Hacia 1945, el déficit presupuestario se cifraba en más de 250.000 millones de dólares, el 120% del PIB.
Pero el benéfico efecto colateral del esfuerzo de guerra consistió en que la economía interna iba zumbando. Se utilizaron plenamente recursos que habían permanecido ociosos en los años 30 y el resultado fue el pleno empleo. Un fuerte crecimiento redujo los déficits anuales y el volumen de la deuda nacional en los años 50. Lejos de verse sobrecargados con una deuda imposible de pagar, los miembros de la generación del «baby boom» nacidos a finales de los años 40 y 50 constituyeron la generación más bienaventurada de la historia.
Con esto ya tenemos suficiente historia. Al igual que en 1937, la demanda privada en los países más avanzados del mundo es demasiado débil para sostener la recuperación. Los déficits presupuestarios son reflejo del elevado desempleo y de los reducidos niveles de inversión privada. Son reflejo asimismo de los grandes superávit acumulados en el sector privado. Los instintos animales, según la frase de Keynes, se muestran apagados. A los consumidores les preocupa perder el empleo y se ven con sueldos apretados. Eso causa ansiedad a las empresas a la hora de invertir.
Charles Dumas, de Lombard Street Research, ha puesto números contundentes a esta tendencia. En los EE.UU., el sector privado tenía un déficit del 4% respecto al PIB en 2006, pero disfruta ahora de un superávit del 8% del PIB. En Gran Bretaña, en el proceso correspondiente se pasó de un déficit del 1% a un superávit del 10%. Según su estimación, el superávit del sector privado global es actualmente de 3,3 billones.
Esto queda contrapesado por el déficit del sector público, que también totaliza 3,3 billones. Dicho de otro modo, el sector público, ha estado compensando la falta de demanda privada. Este gasto no ha sido «irresponsable», aunque un intento colectivo de frenar los déficits cuando la recuperación del sector privado es tan anémica desde luego lo sería.
Dumas advierte que «si algunos países provocan la deflación de sus economías en un intento de recortar el déficit gubernamental, otros países tendrán un déficit mayor, y hasta los países deflacionarios se verán parcialmente frustrados en sus esfuerzos. ¿Por qué? Porqué inducirán una renovada recesión que golpeará los ingresos fiscales y forzará a un mayor gasto en ayudas». «La consecuencia», nos previene, «será una renovada recesión, y muy posiblemente una prolongada depresión».
Entonces, ¿por qué lo hacen? ¿Se trata, pese a todas las necedades de Clegg sobre «recortes progresistas», de que la verdadera agenda estriba en completar el trabajo de demolición del Estado del Bienestar que se inició en los años 80? ¿O es sencillamente que los halcones del déficit están simplemente majaretas?
De cualquier manera, asistimos hoy al estrafalario espectáculo de China, Japón, la Eurozona y Gran Bretaña, todos empeñados en reducir su déficit presupuestario mientras intentan crecer apoyándose en las exportaciones. Se trata de un absurdo obvio, dado que hace falta que alguien en algún lado se dedique a importar todas las exportaciones. Si el resto del mundo asume que los EE.UU. se van a convertir en gastador mundial como último recurso andará gravemente errado.
Esto es lo que Paul Krugman denomina la «completa locura que pasa por sabiduría». Los problemas de la deuda soberana se limitan a aquellos países de la Eurozona que no tienen otro modo de enfrentarse a sus problemas de productividad que caer en una deflación salvaje. Los mercados de valores no pierden la calma ante el déficit presupuestario de Gran Bretaña, los EE.UU. o Alemania, pero vamos a ver cómo reaccionan ante la vuelta al desempleo masivo, el proteccionismo y el extremismo político de la década de 1930.
Notas del t.
[1] Elliott se hace aquí eco retórico de una célebre canción de Cole Porter, Let´s do it, let´s fall in love, cuya letra original no anima a recortar presupuestos sino a enamorarse.
[2] Cable es Secretario de Estado de Empresa, Innovación y Técnicas del Gobierno británico y, antes de participar en el gabinete de coalición con los conservadores, una de las mentes pensantes partidarias entre los liberal-demócratas de reformas de gran calado en la City y en el sector financiero.
[3] Huhne es Secretario de Estado de Energía y Cambio Climático.
Larry Elliott dirige la sección de economía del diario británico The Guardian y es coautor, junto a Dan Atkinson, de The Gods That Failed: How the Financial Elite Have Gambled Away Our Futures (Vintage) [Divinidades fallidas: Cómo la élite financiera se ha jugado nuestro futuro]
Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón
Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3443
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