Esas imágenes del horror, en las que hemos podido ver a un marine norteamericano rematando, fríamente, en Faluya, a un iraquí desarmado e indefenso, muestran, por si todavía quedaban escépticos, la verdadera naturaleza del ejército norteamericano. La sangrienta obscenidad de la escena es tal que el Pentágono ha ordenado a las cadenas de televisión de […]
Esas imágenes del horror, en las que hemos podido ver a un marine norteamericano rematando, fríamente, en Faluya, a un iraquí desarmado e indefenso, muestran, por si todavía quedaban escépticos, la verdadera naturaleza del ejército norteamericano. La sangrienta obscenidad de la escena es tal que el Pentágono ha ordenado a las cadenas de televisión de su país que no emitieran las imágenes, (decisión que, también, habla del poder militar y del progresivo secuestro de la libertad en Estados Unidos), y los medios de comunicación han aceptado esa orden, aunque, puesto que no podían evitar que una parte del país las conociera, gracias a los medios alternativos que recurren a Internet, fueron después emitidas, convenientemente «editadas». Sabemos que el grupo que protagonizó el asesinato eran marines del Tercer Batallón del Primer Regimiento de Infantes de Marina de Estados Unidos. Ahora, sus compañeros se apresuran a encontrar atenuantes: el marine asesino había sido herido el día anterior, dicen, manteniendo que actuaba bajo una fuerte ansiedad, que le había sido producida por los enfrentamientos de los días anteriores, y, a pesar de las evidencias, los investigadores del Pentágono examinarán si actuó «en defensa propia». Un angustiado marine, casi obligado a matar, prisionero de la ansiedad del verdugo.
Ante el nuevo escándalo, el Pentágono se ha apresurado a informar de que el marine (de quien no conocemos el nombre) ha sido apartado del servicio. Es decir: ha sido relevado de la matanza. Porque la matanza continúa, en Faluya y en el resto de Iraq. Con el pretexto -falso, por otra parte- de capturar a Abu Musab Zarqawi, ese extraño jordano a quien Washington acusa de dirigir la resistencia iraquí, las tropas de ocupación han arrasado a sangre y fuego una ciudad. De nada ha servido la insistencia de los organismos ciudadanos y religiosos de Faluya asegurando que no conocen a Zarqawi y que no se encuentra en la ciudad, al tiempo que, además, condenaban las decapitaciones de rehenes que se han producido en Iraq, como también han proclamado los órganos clandestinos de la resistencia. No es aventurado afirmar que hay muchas zonas oscuras en esos grupos que han degollado rehenes, a la vista de que sus acciones sirven tan extraordinarimente bien a la propaganda y a los propósitos políticos de Washington.
Una vez más, y ante los ojos horrorizados del mundo, el Pentágono ha decidido encargar una investigación, para hacer frente a las críticas. No es una novedad: esos gestores de la muerte siempre encargan investigaciones para acallar el clamor indignado del mundo (¿quién recuerda las torturas de Abu Graib?, ¿dónde están las conclusiones?, ¿dónde las imágenes más graves, que nunca se hicieron públicas?). El gobierno norteamericano sabe que, tras la reacción indignada de la opinión pública, llega el olvido. ¿Alguien recuerda en qué quedaron las conclusiones de la investigación sobre la matanza, en la cárcel afgana de Mazar-i-Sharif, de miles de prisioneros afganos?, ¿alguien, los resultados de la investigación de la masacre de Miazi Jala, también en Afganistán?, ¿alguien, las conclusiones sobre la carnicería de 54 mujeres y niños, en Kakrak, causada por los bombardeos norteamericanos?. Es un viejo guión, repetido, con feroz cinismo, como ocurrió con la atroz matanza de campesinos en My Lay, en Vietnam, donde apenas un teniente fue encarcelado, y amnistiado después.
En un mundo que cuenta los cadáveres estadounidenses, pero que todavía sigue ignorando -si consideramos la información de los grandes medios de comunicación- los muertos entre la población civil, en una siniestra parodia en la que las víctimas iraquíes no tienen nombre ni rostro, los medios de propaganda norteamericanos, sus televisiones y sus periódicos, amplificados obedientemente por muchos otros medios de comunicación occidentales, siguen insistiendo en hablar de terroristas, de fieros islamistas, de fanáticos y despiadados insurgentes, negando a la resistencia iraquí el derecho a combatir la ocupación, como reconoce la propia Carta de las Naciones Unidas, arrebatándoles casi la condición humana, en un proceso de deshumanización que recuerda a la ferocidad nazi que reducía a algunas poblaciones europeas a la condición de pueblos inferiores. El paso siguiente, fue aplicado por los nazis con una fría lógica: si eran inferiores, si apenas eran humanos, si representaban inframundos que manchaban el universo de la raza aria, merecían ser exterminados. Y, es terrible constatarlo, pero algo semejante están haciendo los norteamericanos en Iraq. ¿Qué diferencia a las tropas de la Wehrmacht nazi de estos valientos soldados de Washington? ¿Cómo podemos distinguir a los oficiales de las SS hitlerianas de esos comandantes estadounidense que ordenan bombardear con la artillería a las poblaciones civiles? ¿Qué diferencia a estos marines de los destacamentos nazis que arrasaron el ghetto de Varsovia? ¿Acaso no recuerdan las ruinas de Faluya a las montañas humeantes de cascotes de la martirizada capital polaca?
«Ahora sí está jodidamente muerto», dijo el bravo marine, tras matar al iraquí herido e indefenso. Ese marine, esa piltrafa, esa alimaña a la que sus mandos han enseñado a matar sin hacer preguntas, ese terco soldado que siente el ansia de matar en el pudridero sangriento en que han convertido a Iraq, escribe su nombre en una sucia guerra, aunque los ríos de mentiras de la propaganda intenten ocultar la verdad al mundo. Porque esos valientes, esos sanguinarios soldados norteamericanos que son capaces de patear los cadáveres, que ni pestañean cuando aplastan con sus carros de combate los cuerpos abandonados en las calles, que son capaces de reventar a patadas la cabeza de un combatiente iraquí, son el programa político que Washington ha planificado para Iraq.
La obscenidad de la muerte, el odio insomne que ha sido cuidadosamente organizado desde Washington, está en esas escalofriantes palabras del marine: «Este está jodidamente haciéndose el muerto». Y ese marine lo decía sabiendo que tiene licencia para matar, para aplastar a los pobres iraquíes aterrorizados en los sótanos de las casas. Ahora, los siniestros propagandistas de la muerte, que pontifican sobre la superioridad occidental ante las redes terroristas, deberían contestar algunas preguntas, porque ¿cuál es la diferencia entre esos individuos que degüellan a un rehén indefenso y ese soldado que mata a un herido desarmado? Para ellos, no importa que, según los testimonios más serios, (la revista científica Lancet, entre otros) se calculen ya en cien mil las víctimas iraquíes que ha causado la invasión estadounidense, y que la gran mayoría (Lancet habla del 85 por ciento) hayan sido a causa de los bombardeos norteamericanos, con la aviación y con la artillería: en el primer plano de la información estadounidense, proyectada después al mundo, encontramos, siempre, los coches-bomba, el terrorismo, fantasmas como Abu Musab Zarqawi, los muertos que pueden achacarse a la resistencia.
Sin embargo, no son esos marines lo peor, reclutados entre los pobres marginados de Estados Unidos, reclutados en los peores barrios, aunque sean la escoria de América, aunque sean la mano ejecutora, el brazo que asesina a los iraquíes, aunque sean los que acumulan en sus botas barro, mierda y sangre. Todos lo sabemos, pero conviene repetirlo, para no olvidarlo: los peores son esos fríos generales del Pentágono que organizan el horror desde sus despachos. Si apenas fueran hienas, podríamos esperar alguna compasión por las víctimas, pero Bush y sus generales del Pentágono tienen los mismos ojos ansiosos de ese marine asesino de Faluya. Los peores son esa corte de mercaderes de la muerte y financieros que se esconden en sus mansiones de Nueva York, que tienen las manos limpias, aunque las tengan sucias; los peores son esos matarifes como Cheney, que arrastra la lepra de su indignidad y la vergüenza de sus negocios turbios; los peores son tipos como ese Powell, que ahora se va, perseguido por las sucias mentiras que lanzó al mundo, perseguido por el recuerdo de los miles de soldados iraquíes que enterró en las arenas del desierto en la anterior guerra contra Iraq; los peores son esos dirigentes como Condoleezza Rice que examina el mundo mientras sus soldados chapotean en sangre; o como ese Rumsfeld que enseña los incendios de los hogares iraquíes y sonríe torvamente, con la frialdad del buitre, con la mirada nublada por la codicia, mientras espera que termine la sangrienta cacería; los peores son esos verdugos perfumados como Bush, capaz de indultar los pavos del día de Acción de Gracias, mientras sigue mostrando los andrajos de su conciencia, la mugre viscosa de los papeles donde firma, cada día, las órdenes de bombardeo contra la población civil iraquí.