1 Mi padre admiraba en el pueblo cubano su extraordinaria capacidad de recuperación a través de una historia pautada por luchas y reveses en el continuado empeño por forjar un proyecto nacional. A las guerras por la independencia siguió la primera intervención norteamericana; a la derrota de Machado, la mediación Welles; al gobierno de los […]
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Mi padre admiraba en el pueblo cubano su extraordinaria capacidad de recuperación a través de una historia pautada por luchas y reveses en el continuado empeño por forjar un proyecto nacional. A las guerras por la independencia siguió la primera intervención norteamericana; a la derrota de Machado, la mediación Welles; al gobierno de los Cien Días, la represión del primer batistato. Este prolongado proceso implicó un aprendizaje y sembró una memoria. La sombra de Antonio Guiteras se proyectaba en el triunfo electoral de Ramón Grau San Martín, a través del recuerdo de las medidas nacionalistas del 33 y del deseo de liberar la República de su dependencia económica y de la corrupción, constituida en uno de sus males desde fecha temprana, con un deterioro acelerado a partir de la intervención de Magoon. La irrupción del golpe de Estado de Batista, casi en las vísperas de la elecciones de 1952, parecía cerrar definitivamente el porvenir después de la defraudación producida por los gobiernos auténticos. Siete años más tarde, el triunfo de la Revolución anunciaba el renacer tantas veces postergado. La República se vestía de limpio con el arribo de un ejército de barbudos, vencedor en un combate asimétrico y, por ello, desasido de compromisos con el pasado.
El triunfo de la Revolución Cubana se producía en un punto de giro de la historia, cuando los caminos parecían bifurcarse, y se inscribía, a pesar de haber surgido de manera autónoma, en un panorama internacional caracterizado por señales de cambio y por una intensificación del debate de ideas. Proyectada hacia el mundo exterior, la isla, hasta entonces circunscrita a su condición periférica, se convertía en imagen simbólica de una nueva realidad política con repercusiones en el campo cultural.
En el contexto más inmediato de la América Latina, la Revolución Cubana reverdecía las perspectivas liberadoras clausuradas por el derrocamiento del gobierno popular de Jacobo Arbenz en Guatemala. Habían transcurrido apenas cinco años desde que, en Caracas, la gallardía de Torriello enfrentó la prepotencia de Foster Dulles.
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El recuento de los historiadores, cada vez más simplista, reduce la confrontación iniciada con el término de la segunda contienda mundial a la llamada «guerra fría» que enfrentaba los bloques antagónicos encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética, separados por la «cortina de hierro», así bautizada por Winston Churchill, excelente publicitario, autor también de la célebre imagen de la V de la victoria. Sin embargo, en los intersticios de ese conflicto dominante, se producía también un acelerado proceso descolonizador. La India había alcanzado la independencia. Los vietnamitas derrotaban a los franceses antes de vencer en dura lucha a los norteamericanos. Nasser había nacionalizado el Canal de Suez. Agotadas por infructuosas todas las fórmulas represivas, Francia tenía que ceder ante la resistencia argelina. Los nombres protagónicos del despertar del tercer mundo -Nehru, Ho Chi Minh, Lumumba, N’krumah- pasaban al primer plano de la actualidad internacional. El cambio de tónica se reflejaba en 1960, cuando en el ámbito de la asamblea de las Naciones Unidas Fidel recibía en el hotel Teresa de Nueva York, en el corazón de Harlem, a personalidades prominentes de la política mundial. Su presencia allí articulaba la oleada emancipadora con las reivindicaciones de los afronorteamericanos que emergían con fuerza y diversidad de posturas. Pocos años faltaban para que la guerra de Vietnam estremeciera importantes sectores de la sociedad norteamericana, repercutiera en los cotos privilegiados de los campus universitarios y se hiciera visible en términos de contracultura. Enraizadas en circunstancias históricas precisas y en una memoria cultural concreta, las ideas desbordaban el doctrinarismo y la capacidad de respuesta de los partidos políticos. Como había sucedido siempre en el preludio de las revoluciones, pensar dejaba de ser un mero ejercicio intelectual para convertirse en compromiso vital, en una práctica vinculada a la acción transformadora.
Esas razones hicieron de la Revolución Cubana un paradigma. Adherida a las demandas de la realidad, en estrecho diálogo entre teoría y práctica, había triunfado sin contar con la conducción de un partido de la clase obrera, con el Ejército Rebelde convertido en factor integrador de campesinos y de hombres venidos de la ciudad, fuerza combatiente movilizadora de conciencia. El programa del Moncada sintetizaba las demandas acumuladas en un proyecto de nación siempre postergado y convocaba, con su definición de pueblo, a los trabajadores manuales, a amplios sectores de las capas medias y a los intelectuales. Una vez en el poder, el proyecto socialista implícito tomó cuerpo en razón de la necesidad, como respuestas sucesivas a las agresiones del imperialismo. Así ocurrió con las grandes nacionalizaciones del año 1960 y con la proclamación del carácter socialista de la Revolución en vísperas de la invasión de Playa Girón. Las estructuras del estado neocolonial se habían derrumbado. Por primera vez, cristalizaba la posibilidad real de construir un país.
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En tales circunstancias, la cultura se colocaba, también por primera vez, en el centro de la vida. Marginados hasta entonces, confinados a pequeñas capillas, los escritores y artistas ocupaban ahora un espacio social mediante la difusión de sus obras y a través de la ejecución de una política cultural vertebrada por instituciones de reciente fundación. En sus manos estaban la naciente industria del cine, las revistas y editoriales, los museos y galerías, los centros destinados a la proyección nacional e internacional de la cultura. Antes, la bohemia había sido refugio de la precariedad y el desamparo. Ahora, los proyectos configurados a través del tiempo encontraban cauce en el policentrismo de las instituciones. Porque el llamado de la Revolución convocaba a generaciones diversas y a los portadores de diferentes posturas ideológicas y estéticas.
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Los escritores y artistas cubanos procedían, en el momento inaugural de la Revolución, de diversas familias estéticas e ideológicas, constituidas como reductos de resistencia ante una sociedad hostil. Coincidían ahora en el propósito de construir una nación para encontrar en ella razón de ser y de existir. Como la isla, la política se vestía de limpio y dejaba de mostrar el rostro corrupto de los mercaderes del voto. También vestidas de limpio, las palabras recuperaban su sentido original. En su inmensa mayoría, los intelectuales rehuyeron la complicidad con la dictadura de Batista. El rechazo cristalizó en manifestaciones públicas cuando los artistas plásticos de todas las generaciones convergieron en su Homenaje a Martí, más conocido como antibienal en rechazo a la muestra hispanoamericana oficial, organizada bajo el patrocinio del dictador cubano y de su homólogo español Francisco Franco. Y en el stadium universitario, con el apoyo de la FEU, el ballet Alicia Alonso recibía el reconocimiento público por su oposición al régimen. Desde la izquierda, animada por el Partido Socialista Popular en la clandestinidad, la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo integraba una minoría de militantes a una zona más amplia de la izquierda en una contrapartida cultural al programa del gobierno. En el plano individual, como parte de un compromiso ciudadano, muchos colaboraron con las organizaciones que operaban en la clandestinidad. Quienes habían emigrado por distintas razones, desde los más jóvenes hasta escritores ya consagrados como Alejo Carpentier, regresaron para ponerse al servicio de la común tarea en marcha.
Con el andar del tiempo, la atmósfera de una época parece irrecuperable. La memoria de los supervivientes se contamina con los andares de la vida. Las imágenes nítidas flotan en el ancho territorio del olvido, como iluminaciones en un proceso de selección y descarte. Engañosamente tangibles, dispersos y devorados por el calor y la humedad, los documentos emergen como señales enigmáticas. En el intento por salvar lagunas y recuperar una cronología perdida, la investigación posible requiere rescatar, con el acontecer de cada día, el ritmo acelerado de la historia y la huella de una acción cultural multiplicada con el desarrollo de las instituciones, la proliferación de revistas, libros, estrenos, conferencias y con la proyección pública de intelectuales venidos de todas partes. Por lo demás, la dinámica social y la inminencia de refundar nación y cultura, concedían a las nuevas generaciones un protagonismo sin precedentes. La premura del hacer imponía la premura del pensar. La intensidad de la vida intelectual alcanzaba una tensión sin precedentes. Sobre el derrumbe de lo viejo, crecía el espíritu de lo nuevo. El derrumbe fue el título de una novela de Soler Puig y La casa vieja el nombre de una pieza de Estorino. Paradójicamente, en ese contexto el presente reconstituía la tradición del pasado. El ballet y la danza contemporánea se desarrollaban junto al Conjunto Folklórico Nacional. El teatro estrenaba a Brecht y a Lope de Vega. Los libros recogían textos recién salidos del horno y ponían en circulación lo mejor de la herencia literaria venida de todas partes. En las artes plásticas, los salones rendían cuenta de la contemporaneidad y las retrospectivas reconocían la vigencia de los fundadores de la vanguardia. Sin olvidar a los clásicos, la música se lanzaba a la aventura de la experimentación. Una encuesta de La Gaceta de Cuba, dirigida a dramaturgos de distintas tendencias -Arrufat, Estorino, Brene, Triana-, reflejaba algunos tópicos característicos de la época. Todos afirmaban ser deudores de una tradición, desde Piñera hasta Chejov. El debate de la cubanía, entre lo nacional y lo universal, se resolvía a través del punto de vista de cada cual, forjado en el arraigo a la tierra.
El compromiso con el cambio establecía el vínculo necesario entre vanguardia política y vanguardia artística, otro de los tópicos recurrentes en aquellos tiempos. Repensar el país exigía volver la mirada hacia la historia nacional y hacia las coordenadas de un debate contemporáneo impregnado del auge de las ciencias sociales. La geografía siempre colocó la isla en un cruce de corrientes. La historia, ahora, la situaba en el epicentro del debate internacional. Los acontecimientos internos dialogaban con los sucesos del mundo exterior. Las represalias de los Estados Unidos, en ritmo acelerado a partir de la reforma agraria -remember Guatemala- daban lugar a respuestas que articulaban, a través de golpes y contragolpes, el sueño de liberación nacional y el proyecto socialista. Todo tenía que pensarse nuevamente. Las interrogantes imponían la búsqueda de fuentes diversas. Circularon manuales de marxismo y se produjo un paulatino acercamiento a los clásicos. Los maestros de filosofía eran hispanosoviéticos y, también, latinoamericanos. Marx, Engels y Lenin se complementaban con Gramsci, Rosa Luxemburgo, Mariátegui, a los que se añadían ensayos recientes tomados de revistas de izquierda, donde afloraban las múltiples perspectivas procedentes de Europa occidental y de América Latina. Por otra parte, el proceso descolonizador introducía los conceptos de tercer mundo y subdesarrollo. Las palabras de Frantz Fanon establecían un vínculo profundo con el despertar de los «condenados de la tierra». En tales circunstancias, el estudio de la estética dejaba de ser un mero ejercicio académico. Se leía a Luckács en español, en italiano, en francés, aunque el intelectual húngaro, a lo largo de una extensa vida de involucramiento en los conflictos de su país, presentara muchos rostros. En el plano teórico, se daban a conocer, asimismo, al italiano Della Volpe y al hispano-mexicano Adolfo Sánchez Vázquez y, con un sentido polémico más inmediato, La necesidad de arte, de Fischer, y Un realismo sin riberas, de Garaudy. Entre las dos orillas del Atlántico, con el paso de los años y, en particular, desde el triunfo de la Revolución de Octubre, la izquierda había entretejido un pensamiento y una historia, una memoria cargada de tensiones, desacuerdos y convergencias, de etapas de endurecimiento y de deshielo. La asunción crítica de ese legado era imprescindible en el momento de iniciar el camino hacia el socialismo, cuando el presente debía constituirse en eficaz eslabón del porvenir, a la vez que sorteaba los peligros reales, la guerra -Girón y la Crisis de Octubre, la subversión interna y los alzados del Escambray, la agresión económica, la desaparición del mercado azucarero y de los suministros petroleros-, así como el aislamiento internacional con la ruptura de relaciones diplomáticas de los países latinoamericanos con la excepción de México. En circunstancias tan complejas, la izquierda se debatía entre tópicos de distinta naturaleza, desde el modo de conducir la economía hasta la función del arte y la consiguiente valoración de las vanguardias del siglo XX.
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Comandante guerrillero, inmerso en la solución de los problemas, a la vez acuciantes y estratégicos en la presidencia del Banco Nacional y en el Ministerio de Industrias, Ernesto Che Guevara fue uno de los principales animadores de la polémica en los fecundos años 60. Entre sus contendientes se encontraban Carlos Rafael Rodríguez y Charles Bettelheim. El tema sujeto a debate rebasaba los aspectos aparentemente técnicos de la Ley del valor. Para el Che, se trataba de definir las vías de edificación del socialismo. Su postura crítica respecto a algunas deformaciones surgidas en el proceso soviético, germen de un análisis profético de lo que habría de suceder años más tarde, lo había llevado a privilegiar una concepción dialéctica que conjugaba el empleo de las palancas económicas con el desempeño del hombre sustentado en el crecimiento de su conciencia. Era la célula primigenia de lo que habría de exponer más tarde en El socialismo y el hombre en Cuba. El proyecto emancipador del hombre se articulaba así al de la sociedad.
El diseño de una estrategia revolucionaria implicaba, asimismo, la relectura de la historia de la nación. En las reuniones de los intelectuales con Fidel, efectuadas en la Biblioteca Nacional en junio de 1961, todavía bajo los efectos de la cercana victoria de Girón, apuntaban ya las discrepancias en ese terreno. Se iniciaba una discusión en la que participarían historiadores de generaciones y formación diversas, inscritos en distintos ámbitos de la vida académica, desde Sergio Aguirre y Julio Le Riverend, hasta los más jóvenes Manuel Moreno Fraginals y Jorge Ibarra. El problema se centró en definir la llamada contradicción fundamental del siglo XIX cubano. Algunos ponían el acento en el enfrentamiento entre la colonia y la metrópoli. Para otros, el eje se colocaba en el antagonismo entre esclavitud y abolicionismo. El asunto resultaba esencial, por cuanto en el ayer residían algunas interrogantes del presente, sobre todo cuando Fidel subrayaba, al término de la década, en 1968, la continuidad de los cien años de lucha. La definición de los términos de la oposición desbordaba la descripción del mero acontecer para atravesar, en sus alcances, el conjunto de la sociedad, incluida su dimensión cultural. De ahí se derivaba la valoración de los protagonistas de la construcción del andamiaje ideológico del siglo XIX. En torno a José Antonio Saco se radicalizaron las posiciones. En este terreno también el debate trascendía los límites de la isla cuando Jorge Ibarra, autor de ensayos acerca de la ideología mambisa y encargado por el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionaras de dirigir la elaboración de un manual sobre historia de Cuba, se enfrascaba desde la revista de la Biblioteca Nacional en una controversia con un conocido académico polaco. En el fondo de la cuestión se manifestaba, otra vez, la reivindicación de los rasgos específicos del proceso nacional cubano.
Las polémicas se extendieron, en los años 60, a todos los campos del saber, porque las ideas en Cuba y en el resto del mundo emergían de razones sustanciales para definir una práctica concreta, con repercusiones para el porvenir de la humanidad. Se borraban las fronteras entre el ejercicio del pensar y las demandas del hacer. Ese reclamo de la inmediatez implicaba hasta la filosofía, zona muchas veces resguardada de los rumores de la ciudad. Las ideas eran armas de la revolución. El marxismo se convertía en herramienta fundamental para el reconocimiento de los conflictos de la realidad desde la perspectiva de una dinámica transformadora. Los manuales intervinieron como vías de acceso a un saber requerido de una amplia difusión entre los nuevos actores de la sociedad, llamados a una preparación acelerada a partir de insuficiencias en su formación académica regular. Esa alfabetización filosófica correspondió a las escuelas del Partido, estructuradas desde los niveles básicos hasta los equivalentes a una enseñanza superior. De procedencia soviética, los manuales incurrían en inevitables simplificaciones conducentes a la formulación de recetarios que universalizaban, al margen de una visión historicista, la experiencia concreta de la URSS. De ahí el peligro de un pensar dogmático, ajeno en última instancia al carácter dialéctico de la obra de los fundadores. En Teoría y Práctica, revista publicada por las escuelas del Partido, se dio a conocer el debate, en el que participaron Leonel Soto y Humberto Pérez, por una parte, y, por la otra, Aurelio Alonso, defensor del acceso directo a los textos de Marx, Engels y Lenin.
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Abordar en su conjunto las polémicas de los años 60, involucradas en el ancho territorio de las ciencias sociales y la cultura, exigiría disponer de varios volúmenes y de la contribución de varios especialistas. Porque, sin caer en las tentaciones del aldeano vanidoso, lo que en Cuba se dilucidaba tenía resonancias en la América Latina y en sectores significativos de la Europa occidental. Descolonización y Guerra Fría situaban el debate, por primera vez, en una dimensión planetaria. Lo que sucedía en África y en Vietnam concernía a todos y repercutía en el interior en las antiguas potencias metropolitanas. Asomaba la posibilidad de una futura tercermundización, mientras la confrontación entre las superpotencias satelizaba a los poderes que, hasta la Primera Guerra Mundial, se disputaron el reparto del universo. Los rasgos originales de la Revolución Cubana en el diseño de la conquista del poder y de las transformaciones subsiguientes, su desasimiento de concepciones dogmáticas, la convertían en punto focal del debate, en centro fecundante de ideas. Para militantes y escépticos significaba, al decir de Roberto Fernández Retamar, la «vuelta de la antigua esperanza».
En ese contexto, el campo de la creación artística y literaria tenía sus especificidades. El amanecer de la Revolución de Octubre había coincidido con una etapa de expansión del pensamiento y las artes en Rusia. Desde la periferia de Europa, apuntaba lo nuevo en las artes plásticas, en la poesía, en la arquitectura, en el cine y en el desarrollo teórico de la ciencia literaria. En el arte y en la política se producía una convergencia revolucionaria. A la eclosión inicial sucedieron tiempos difíciles, guerras y pobreza extrema se unieron al desafío hasta entonces impensado de construir el socialismo en un solo país. En total aislamiento, las energías se concentraron en el desarrollo de la industria pesada. En dramática circunstancia de economía de guerra, se cancelaba la aventura experimental del arte a favor de la inmediatez propagandística. El viraje desembocaría en la oficialización de la doctrina del realismo socialista en el congreso de escritores de 1934. Apagada la eclosión de otrora, escritores y artistas habían resultado víctimas de la represión.
Los cubanos conocían esa historia, tanto como los resultados de una producción artística y literaria que circulaba a través de las publicaciones en lenguas extranjeras promovidas desde la URSS. No había, sin embargo, unanimidad al respecto. La perspectiva socialista reactualizaba temas que habían aflorado desde atrás y que se remitían a un conjunto de tópicos. El arte de élite se oponía al arte de masa, la creación como aventura experimental del conocimiento se contraponía a la teoría del reflejo, la vanguardia se asociaba a la decadencia del capitalismo, la reivindicación de lo nacional intentaba frenar las influencias extranjerizantes. En la dinámica cotidiana la tensión expectante mantenía una vigilia permanente en torno a los temas implícitos en el debate.
Un acontecimiento poco recordado revela el clima de la época. La aparición del feeling había matizado el ambiente musical de los años 50 con su carácter intimista, con la elaboración de las letras y la renovación de las búsquedas armónicas. El asunto estalló al difundirse un comentario de Gaspar Jorge García Galló, según el cual la canción Adiós felicidad
no tenía cabida en el socialismo. Pocos tuvieron acceso al texto crítico, pero el comentario se divulgó de boca en boca. La autora de la canción, Ela O’Farrill, recorrió la ciudad hasta encontrar a Fidel Castro en una esquina del Vedado. Interrogado al respecto, el jefe de la Revolución respondió divertido que los desengaños amorosos podían tener lugar en cualquier circunstancia. Escritores y artistas decidieron zanjar definitivamente la cuestión. En la Biblioteca Nacional, un foro, con ponencias de relevantes personalidades, clausurado por Alejo Carpentier, se consagró al feeling. El novelista y musicólogo cubano aclaraba que la historia de nuestra música, atravesada por múltiples influencias, tenía poder suficiente para asimilarlas sin perder su carácter. Un concierto multitudinario dio término definitivo al debate.
La anécdota revela hasta qué punto los escritores y artistas, inmersos en tareas revolucionarias de toda índole, volcados hacia una intensa labor cultural, pero también participantes activos en trabajos voluntarios en la agricultura y en las prácticas de las milicias veían en las normativas del realismo socialista la amenaza fundamental a la libertad de creación. A esa inquietud respondía el «dentro de la Revolución» de las tan citadas Palabras a los intelectuales de Fidel Castro.
En la Unión Soviética y, en grado variable, en los países socialistas de la Europa del este, la marca del realismo socialista había dejado influencia profunda en las artes plásticas circunscritas a limitaciones temáticas y a una herencia formal decimonónica. Observador respetuoso de la trayectoria de la vanguardia cubana, Juan Marinello guardaba reservas respecto a las tendencias abstractas, en plena expansión en los años 50 del pasado siglo. Desde la clandestinidad, bajo la dictadura de Batista, hizo circular su Conversación con los pintores abstractos, reeditada nuevamente después del triunfo de la Revolución. En una de las últimas entregas de la revista Nuestro Tiempo, en 1959, Roberto Fandiño intentaba establecer vínculos entre las expresiones no figurativas y una supuesta política cultural del régimen derrocado. El artículo recibió rápida respuesta y la polémica no alcanzó mayor repercusión. Importantes muestras de arte abstracto en los años 60, patrocinadas por galerías de primer nivel, fueron acogidas de manera favorable por un amplio despliegue crítico.
En 1960 desaparecería la dirección de cultura subordinada al Ministerio de Educación y sustituida por el Consejo Nacional de Cultura, organismo autónomo con mayor jerarquía. Se cerraba de ese modo un ciclo de configuración de las instituciones destinadas a ejecutar, en términos prácticos, la política cultural. Cada una de ellas tenía perfiles bien definidos. La Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) agrupaba a escritores y artistas en torno a sus publicaciones e impulsaba un importante premio literario contrapartida nacional del que la Casa de las Américas consagraba a los autores del Continente. El Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos desarrollaba las cinematografías y propiciaba, con su trabajo editorial, un debate en torno a problemas culturales y estéticos. La polémica latente en la cotidianidad se hacía visible a través de un conjunto de publicaciones con amparo oficial. De esa manera se propiciaba el diálogo entre distintas familias intelectuales, convergentes todas en el proyecto antimperialista y socialista. Esa pluralidad se mantuvo a pesar del cierre de Lunes de Revolución en 1961. La polémica cubana entroncaba con la que había desgarrado a la izquierda internacional desde la década del treinta y se reactivó con la crítica al estalinismo planteada por Nikita Jruschov en el XX Congreso del PCUS, seguida por el denominado deshielo que flexibilizó zonas de la cinematografía y de la literatura, aunque no tuvo repercusiones en las artes plásticas ni en la reelaboración de un pensamiento oficial. Entre nosotros, sin embargo, el asunto resultaba más acuciante. En un ámbito de extrema politización nutrida de las vivencias de la lucha contra Batista, de los acontecimientos de la Revolución y de las inquietudes crecientes en el tercer mundo, en Europa occidental y, aún, en el interior de los Estados Unidos, los problemas del socialismo rebasaban el mero ejercicio de la especulación. Eran definiciones que involucraban, en términos concretos, el sentido de un modelo social donde la inminencia del presente eslabonaba el porvenir.
Por su propia naturaleza, la idea del socialismo implicaba una alta valoración del papel de la cultura que incluía la creación artística y la desbordaba al considerarse un proceso conciente de construcción histórica dirigido al crecimiento humano como propósito final. La relectura integral de las obras de Marx, incluidos sus trabajos juveniles, colocaba el tema de la enajenación en un primer plano. Al referente económico de la enajenación del producto del trabajo humano, se añadía la necesidad de alcanzar la plena liberación de las ataduras impuestas por un secular sojuzgamiento social. En este sentido, se establecían vasos comunicantes con el impulso liberador animado por las vanguardias, consideradas como herencia válida asimilada por los artistas cubanos. Por lo demás, las rápidas transformaciones de la sociedad y sus consecuencias en el campo de los valores acentuaban las expectativas en torno a su repercusión en el ámbito de la creación artística que, por primera vez, dejaba de estar confinada a exiguas minorías. Esas demandas reforzaban una visión que privilegiaba una percepción ideológica explícita en tanto reflejo de los fenómenos de la inmediatez. Entroncaba así, aún sin proponérselo, con los preceptos del realismo socialista. El rescate de la epopeya, requerido de mayor distancia histórica, debía servir de estímulo para los actores emergentes, surgidos de una masa combatiente, entregada a la lucha cotidiana por la supervivencia del país y la construcción de una nueva sociedad. Ese sujeto que se iba haciendo en marcha acelerada, estaba cargado de contradicciones, de reminiscencias del pasado y de asomos de futuridad. De ahí, otro ángulo del problema. La inmersión en la realidad tenía que revelar los conflictos latentes, propiciar un autorreconocimiento lúcido y desarrollar un espíritu crítico.
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La polémica interna cubana tenía resonancias más allá de las fronteras de la isla. En un punto de giro de la historia, se articulaba a un proyecto revolucionario nacido de circunstancias concretas coincidentes con la efervescencia política y social de buena parte del mundo. Animaban el reverdecer del pensamiento y la acción del socialismo. Su cercanía mayor estaba en la América Latina, donde se habían sucedido las dictaduras amparadas por el imperio y donde la lección de Guatemala constituía una herida abierta. Ofrecía a los intelectuales un horizonte participativo y rescataba para ellos los vínculos orgánicos entre política y cultura. Les daba la oportunidad de recuperar un protagonismo social y, con ello, una historia forjada en el Continente desde las guerras de independencia. En esta perspectiva de refundación intervenían las ideas, tan necesarias como las armas, el cine y la voz personal de los cantautores, despojada de los atributos del comercialismo, capaz de saltar las barreras entre lo culto y lo popular, comprometida y cargada de subjetividad.
En el inicio de la Guerra Fría, la confrontación tuvo su expresión ideológica en el terreno de la cultura. Ya son de sobra conocidos los datos que revelan el trasfondo del llamado Congreso por la Libertad de la Cultura y de las revistas publicadas en varias lenguas bajo el patrocinio del CIA. La operación involucró a ingenuos y a mercenarios. Bajo el manto de una supuesta neutralidad de la cultura, se trataba de una operación política dirigida a socavar la izquierda intelectual. Cuadernos, la versión en español, dormitaba en los estanquillos, hasta que la revelación de las fuentes ocultas del financiamiento de la empresa derribó el andamiaje y hundieron el intento en el descrédito. Las manos de los intelectuales se habían mancillado con el dinero sucio de los servicios de inteligencia norteamericanos.
La palabra de la Revolución Cubana, la de sus dirigentes y sus intelectuales, ofrecía nuevas vías para el compromiso. Con la Segunda Declaración de La Habana, la voz de «una gran humanidad» daba la tónica de la época. La revista Casa de las Américas se constituía en plataforma del pensamiento más radical y de una nueva literatura latinoamericana con visibilidad e identidad bien definidas, con pleno dominio del lenguaje de la contemporaneidad. En el arte y en la vida, el deber de todo revolucionario era hacer la revolución. Sin renunciar a una diversidad de matices y de puntos de vista, numerosas publicaciones latinoamericanas se adscribían a estos lineamientos generales.
Sobrepasado el desconcierto inicial, el imperio diseñó su contraofensiva. En el plano político, a la Alianza para el Progreso sucedieron la entronización de las dictaduras y la acción militar contra insurgentes. En el plano cultural, la revista Mundo Nuevo formuló una versión renovada de la neutralidad, dirigida a nuclear a un conjunto de escritores a fin de contrarrestar la influencia ejercida por Casa de las Américas. La ambigüedad aparente del proyecto mostró su verdadero carácter cuando se revelaron, una vez más, las fuentes de financiamiento. La polémica, entonces, había adquirido dimensión continental y, por su envergadura, merece una recopilación de textos que incluya, junto a los emanados de La Habana y de París, los aparecidos en otras publicaciones del Continente. También en este terreno a la seducción sucedió la represión.
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La década estaba terminando en 1968. Con fuerte acento descolonizador y extensa pluralidad de voces, desde Siqueiros hasta quienes mantenían viva la memoria de Trotski, desde los etnólogos seguidores de Michel Leiris hasta Christiane Rochefort, el Congreso Cultural de La Habana se produjo después de la caída del Che en Bolivia y contenía los gérmenes de los movimientos de mayo. Tlatelolco y París parecían anunciar el ímpetu de una izquierda renovada. En los dos lados del Atlántico, al modo latinoamericano, los estudiantes encabezaban la protesta. En México, el movimiento desembocaba en tragedia. En París, el sistema lograría revertir el proceso cuando ya la primavera de Praga y la intervención soviética volvían a fragmentar la izquierda.
En el plano interno, los esfuerzos se concentraban en el empeño por acelerar el crecimiento económico, mediante el desarrollo de la producción azucarera, proyectada hacia la voluntad de alcanzar diez millones de toneladas en 1970. Todas las ramas de la economía se volcaron hacia esa dirección fundamental a la vez que desaparecían los últimos vestigios de empresa privada. Sabido es que la meta no pudo ser alcanzada en una coyuntura conducente a privilegiar, por encima de diferencias de enfoque que nunca desaparecieron, la unidad del campo socialista. El conflicto surgido en torno al otorgamiento de los premios UNEAC a Fuera del juego, de Heberto Padilla, y Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, anunciaba confrontaciones que quebrantaron los vínculos con un sector de la izquierda intelectual y precipitaron los cambios en la aplicación de la política cultural consagrados por el congreso de 1971. Una etapa había concluido. Otros debates vendrían después, a lo largo de los años 80 y 90. Pero, en circunstancias diferentes, se expresarían por otras vías.
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El valor de las polémicas de los años 60 rebasa su carácter histórico y testimonial. La relectura del pasado despeja verdades y contribuye a iluminar el presente. La historia no se repite, pero cualificados por coordenadas diferentes, algunos temas de ayer perduran como cuentas pendientes. Porque la historia no ha concluido. El mundo se debate entre agudas contradicciones. Para construir un sujeto lúcido y participativo, la cultura y, dentro de ella, el pensamiento y la creación artística, desempeñan un papel decisivo. Cambiar la vida requiere transformar la sociedad, alcanzar en ese proceso la plenitud de un ser humano desenajenado en la conquista del ser a través del existir. Por eso, todas las interrogantes siguen siendo válidas.
Prólogo a la antología de ensayos Polémicas culturales de los 60, selección de Graziella Pogolotti. Editorial Letras Cubanas, 2006.