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Los siete capítulos editados en DVD por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC) sobre uno de los episodios más apasionantes y controvertidos de la historia contemporánea: la Revolución cubana

Reseña: Cuba en el corazón. Capítulo 6.- La solidaridad internacional

Fuentes: Rebelión

¿Qué país tiene una historia de mayor altruismo que la que Cuba puso de manifiesto en sus relaciones con África? Nelson Mandela Por su parte, Cuba se distingue por un espíritu de solidaridad, puesto en evidencia con el envío de personal y recursos materiales ante necesidades básicas de varias poblaciones con ocasión de calamidades naturales, […]




¿Qué país tiene una historia de mayor altruismo que la que Cuba puso de manifiesto en sus relaciones con África?

Nelson Mandela

Por su parte, Cuba se distingue por un espíritu de solidaridad, puesto en evidencia con el envío de personal y recursos materiales ante necesidades básicas de varias poblaciones con ocasión de calamidades naturales, conflictos o pobreza.

Papa Juan Pablo II

En la historia documental del proceso revolucionario cubano, tan fraternal desde su raíz con la causa de los desheredados de la tierra, no podía faltar un capítulo dedicado a glosar la inmensa labor desplegada por los «hombres y mujeres nuevos» de la isla en los ámbitos militar, sanitario y cultural desde el triunfo de la Revolución. La película que da título a este capítulo 6, La solidaridad internacional, ha corrido a cargo de Manuel Pérez Paredes, quien no sólo consigue con ella una síntesis más que convincente de los hechos aquí narrados en el breve tiempo fílmico de que disponía, sino que también -y sobre todo- ofrece una magnífica lección de geopolítica, engrandece la figura de Fidel Castro como líder máximo del Tercer Mundo frente al imperialismo y arroja nueva luz sobre sus ya legendarias capacidades de estratega.

Las imágenes de La solidaridad internacional, dedicadas predominantemente a África, se inician en enero de 1989 en la República Popular de Angola con la festiva despedida de las tropas cubanas, que regresaban a su país una vez que el tripartito formado por Sudáfrica, Cuba y la antigua colonia portuguesa hubiesen firmado los acuerdos de paz en Nueva York, tras quince años de guerra. Pocos meses después, el entierro con honores de Estado que recibieron los restos de los caídos cubanos en dicha contienda dio por terminada la implicación militar de la isla en tierras africanas para centrarse a partir de entonces en la ayuda humanitaria.

Tras dicho preámbulo, que conforta al espectador al presentarle de entrada el final feliz de esta historia angoleña, Manuel Pérez Paredes pasa a sentar las «tres bases narrativas» sobre las que ha articulado su relato y, con clara capacidad didáctica, hace aparecer en primer lugar al historiador Eusebio Leal Spengler, encargado aquí de puntualizar que el espíritu solidario de los cubanos no se inició con la Revolución, sino que estaba ya presente en el Manifiesto de Carlos Céspedes en 1868, donde se prometía que, tras la independencia, Cuba iba a extender su mano generosa a otros pueblos del mundo. En segundo lugar, se oye la voz grabada de Fidel Castro, que en uno de sus discursos de los años sesenta corrobora el Manifiesto de Céspedes, enriqueciéndolo con el sesgo marxista de que carecía aquel padre de la independencia (las cursivas son mías): «Hombres puede haber en el mundo que no sepan o no entiendan lo que la solidaridad significó cuando mortales peligros acechaban la vida de un pueblo entero, cuando la lucha y los sacrificios de generaciones completas amenazaban perderse. Otros puede haber que ignoren lo que es un pueblo en el fragor de crear un mundo nuevo y lo que es un sentimiento de gratitud, pero los cubanos, que sí conocemos de esas realidades, no seremos jamás desleales ni ingratos.» Y, en tercer lugar viene el testimonio del historiador Piero Gleijeses, profesor de Política Exterior de la Universidad Johns Hopkins (Baltimore), sobre quien recae el peso analítico de la narración a partir de este momento.

En dicho papel, explica Gleijeses que la política del gobierno revolucionario cubano en África fue una consecuencia lógica del acoso estadounidense contra la isla, pues propició el contraataque indirecto de Cuba bajo la forma de ayuda a las distintas revoluciones antiimperialistas del Tercer Mundo. Por mi parte, antes de continuar esta reseña quisiera profundizar en un detalle señalado por el mismo Gleijeses en otro momento del documental y que me servirá para añadir un nuevo matiz al enorme sacrificio de los cubanos en tierras extrañas: la primera ayuda a África de la Revolución, dice el profesor de la Universidad Johns Hopkins, tuvo lugar ya en 1961, cuando el barco Bahía de Nipe hizo el viaje desde La Habana a las costas de Argelia cargado de armas para el FLN -que luchaba por su independencia contra los franceses- y regresó a la isla también cargado, pero esta vez con huérfanos de guerra y heridos argelinos destinados a curarse en Cuba. Para Gleijeses, aquél fue el ejemplo inicial de la doble vertiente -militar y humanitaria- que desde entonces ha constituido la pauta de Cuba en el Tercer Mundo. Esta verdad -incuestionable desde el punto de vista historiográfico- es sólo la constatación irrebatible de un análisis que se mantiene en lo descriptivo y no penetra en sus razones espirituales. Yo sí voy a hacerlo: para mí, tales razones se originan en un sustrato de mucho mayor calado, que merecería investigación: la metamorfosis esplendorosamente laica del binomio identitario formado por la espada y la cruz que, a su pesar, los pueblos de la América hispana recibieron como herencia emponzoñada de una «madre patria» contrarreformista, beata y farisea. La sociedad cubana, nacida del mestizaje entre conquistadores blancos y esclavos negros, lleva en sus genes culturales -eso que el biólogo Richard Dawkins denominó memes– la espada libertadora de Don Quijote y el grito dolorido de las tribus africanas y en algún momento imperceptible de su trayectoria, bajo la saludable influencia de Martí, de Castro, del Che, de Marx, de los teólogos de la liberación o de todos a la vez, conservó la espada orgullosa de su mitad española para defender al débil que su otra mitad africana simboliza, pero al mismo tiempo transustanció la cruz reaccionaria de sus mayores en una bata blanca, un estetoscopio y una cartilla alfabetizadora -¿acaso hace falta recordar aquí la metáfora bíblica suprema de la última cena?- y realizó así, dentro y fuera de sus límites territoriales y ante los ojos del mundo, el milagro humanitario de la Cuba bienaventurada: curar al enfermo, enseñar al que no sabe, liberar al oprimido, la síntesis perfecta del Sermón de la Montaña y el Manifiesto.

Tras la ayuda a Argelia, en 1965 el Che Guevara fue a luchar al Congo Leopoldville y después hubo combatientes y médicos cubanos colaborando en la independencia del Congo Brazzaville y en las luchas de Angola y Guinea Bissau. En 1974, la Europa meridional asistió a la caída del fascismo portugués con la «Revolución de los claveles», que inició en cascada la descolonización de sus territorios africanos. Todo fue bien en Guinea Bissau, Cabo Verde y Mozambique, pero las enormes riquezas de Angola suscitaron la codicia de los Estados Unidos, que no estaban dispuestos a que el nuevo país cayera en el campo de la Unión Soviética, su viejo enemigo de la guerra fría. A tal efecto, el entonces presidente estadounidense Gerald Ford, escaldado por la reciente derrota en Vietnam, inició en 1975 una operación encubierta para impedir la toma del poder por parte del MPLA (Movimiento para la liberación de Angola) de Agostinho Neto, y Angola quedó atrapada como en una tenaza entre los invasores del Zaire de Mobutu y las tropas de la Sudáfrica del apartheid (estas últimas disfrazadas en un principio de mercenarios internacionales). Los revolucionarios angoleños del MPLA solicitaron ayuda a Cuba, que envió inicialmente 500 instructores. Pero conforme se acercaba el día de la independencia -el 11 de noviembre de 1975-, la precaria situación del MPLA hizo que Fidel Castro se implicase a fondo con el envío de un batallón armado, que no sólo impidió la caída de la capital en manos de los lacayos de Washington, sino que cambió el rumbo de la guerra y en pocos meses reconquistó la totalidad del país.

Aquella operación militar, en palabras de Gleijeses, fue un enorme riesgo que tomó Cuba y que sirvió para establecer definitivamente a Fidel Castro como estratega militar de primera línea, capaz de jugar sus cartas a largo plazo, con paciencia y buenas apuestas, y de ganarles la partida a fuerzas mucho más poderosas, pues de lo que se trataba aquí no era sólo de ayudar a los revolucionarios de una nación hermana como Angola, sino también de liberar Namibia -ocupada entonces militarmente por Sudáfrica­- y de cumplir con «la causa más bonita de la humanidad»: terminar de una vez por todas con el apartheid. Castro hizo diana en todos sus objetivos. La geopolítica es así, hay figuras que, para bien o para mal, son fundamentales en los acontecimientos de la historia y, de la misma manera que el papa Juan Pablo II le asestó un golpe mortal al imperio soviético desde los despachos del Vaticano, Fidel Castro también le asestó un golpe mortal desde La Habana al régimen racista de Sudáfrica, de tal manera que, sin su intervención, los acuerdos de paz de 1989, con que arranca este documental -que, dicho sea de paso, funciona narrativamente como un mecanismo de relojería-, no habrían sido posibles.

De acuerdo con lo anterior, fue también Fidel quien propició la llegada al poder de Nelson Mandela. La respuesta a la pregunta del gran líder sudafricano, que he puesto en exergo al principio de este trabajo, es obvia: ningún país en el mundo tiene una historia de mayor altruismo que la que Cuba puso de manifiesto en sus relaciones con África. Desde el inicio de su Revolución, a pesar del bloqueo económico que tanto ha perjudicado su economía, Cuba ha ido sacando fuerzas de flaqueza con una tenacidad moral infatigable para ser el amigo fraternal de los países del Tercer Mundo. Sus médicos, sus enfermeras, sus profesores y sus ciudadanos pusieron en marcha hospitales en Vietnam, fundaron la primera escuela de Medicina en el Yemen y atienden pacientes con gratuidad absoluta desde Honduras a la República Árabe Saharauí, desde el Níger, Gambia o Tanzania a la Venezuela bolivariana de nuestros días… ¿Hay quien dé más?

Este DVD consta asimismo de dos cortos y un largometraje extra. Solidaridad Cuba-Vietnam, de Santiago Álvarez, está narrado con un candor propio de los años sesenta y, a mi parecer, ha envejecido muy mal, pues pierde toda la eficacia política a causa de su factura panfletaria y del tono enfático de la voz narradora, que glosa los intercambios de flores entre cubanos y vietnamitas, los cantos revolucionarios al uso y los aplausos felices con exabruptos del tipo de «¡El agresor será derrotado!» o bien «Y dicen que quieren la paz… ¡Hipócritas!», que hoy, a cuarenta años de distancia, suscitan la sonrisa del espectador. Sin embargo, su visionado merece la pena, aunque sólo sea por contemplar y escuchar a Fidel Castro lanzando al viento una bellísima maldición cubana: «¡Hay que partirles la siquitrilla a los imperialistas!».

El largometraje, también dirigido por Santiago Álvarez, es muchísimo mejor. Se titula Piedra sobre piedra y narra la situación social desesperada del pueblo peruano durante la reforma agraria del presidente Velasco en 1970, profundamente alterada por el terremoto del 31 de mayo, que causó más de 70.000 muertos en el Perú. Entre sus imágenes, montadas de manera atípica, pues no siguen una lógica del relato cinematográfico al modo occidental -y quizá eso forme parte de su encanto-, yo destacaría la aparición de un sacerdote-capitán del ejército peruano que escogió el uniforme para propagar entre los soldados no sólo su fe cristiana, sino también la revolución.

Por último, el corto Misioneros de la salud, de Miguel Torres (que lo ha dedicado a la memoria de su maestro y compañero Santiago Álvarez), muestra a una serie de jóvenes que estudian a cargo del Estado cubano en la Escuela Latinoamericana de Ciencias Médicas de La Habana. Las escenas, muchas de ellas conmovedoras, tienen el encanto añadido de poder escuchar, alegremente hermanados, buena parte de los hermosísimos acentos del español americano, amén de servir como esperanza de futuro y piedra angular sobre la que edificar el gran sueño unitario de Simón Bolívar.

Próxima y última reseña:

Capítulo 7.- Momentos con Fidel


Reseñas anteriores:

Capítulo 1.- Che Guevara, donde nunca jamás se lo imaginan

Capítulo 2.- Antes del 59

Capítulo 3.- Los 4 años que estremecieron al mundo

Capítulo 4.- Una isla en la corriente

Capítulo 5.- Entre el arte y la cultura

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Manuel Talens es escritor español (www.manueltalens.com)