Estamos acostumbrados a que los políticos mientan, o al menos a que pretendan vendernos un relato falaz. Pero, en ocasiones, los embustes adquieren tales proporciones que inclinan a pensar que nos toman por tontos. Eso es lo que ocurre con la prédica que el secretario de Estado de Presupuestos y Gastos ha ido sembrando por […]
Estamos acostumbrados a que los políticos mientan, o al menos a que pretendan vendernos un relato falaz. Pero, en ocasiones, los embustes adquieren tales proporciones que inclinan a pensar que nos toman por tontos. Eso es lo que ocurre con la prédica que el secretario de Estado de Presupuestos y Gastos ha ido sembrando por los distintos medios de comunicación a propósito del proyecto presupuestario de 2018. Hay que tener mucha osadía y ser muy petulante para afirmar -ahí es nada- que son los presupuestos más sociales de la historia.
Desde el Ministerio se establecen tres objetivos fundamentales: primero, apoyar el crecimiento económico y la creación de empleo. Todos los años se afirma lo mismo. Otra cosa es conseguirlo y, además, a menudo alcanzarlo o no depende de otras muchas variables distintas de los propios presupuestos. Segundo, lograr además que ese crecimiento sea inclusivo, es decir, hacer que redunde en las clases más vulnerables de la sociedad, que en buena medida han sido las que más han sufrido con la recesión. Tercero, en esa misma línea, devolver a los empleados públicos parte de los esfuerzos realizados en la época de crisis. Sin duda, se trata de tres finalidades encomiables, pero, al menos las dos últimas, solo existen sobre el papel y en la cháchara del secretario de Estado, y no guardan relación con el proyecto presentado.
Esta falsedad queda al descubierto cuando se analizan los mismos datos y previsiones que aparecen en los documentos presupuestarios. La cifra clave es el crecimiento del PIB nominal, cuya estimación es del 4,3%, desglosado en un incremento real de la economía del 2,7%, y un componente precios del 1,6%. A su vez, se calcula que los ingresos tributarios van a crecer al 6%, cifra que es creíble no porque se vaya a hacer algo especial, aunque se diga lo contrario, sino porque los impuestos suelen tener una elasticidad mayor que la unidad con respecto al PIB.
Era de esperar que en un presupuesto «tan social» los gastos sociales creciesen al menos como el PIB nominal, para mantener el porcentaje respecto a esta variable. Pues no. A pesar de ser los presupuestos «más sociales de la historia», los gastos sociales crecen solo el 2,8%. Es decir, que ni siquiera conservan su participación en el PIB. En ese afán de hacer juegos malabares, como el paro ha descendido y como consecuencia, el gasto del seguro por desempleo, la Secretaría de Estado ofrece la cifra de los gastos sociales prescindiendo de esta partida, creyendo así que su tasa de crecimiento presentará una mejor apariencia (3,5%); sin embargo, a pesar de ello, continúa siendo inferior al crecimiento del PIB nominal. Por otra parte, no hay ninguna razón para excluir de los gastos sociales una partida tan sumamente fundamental como el seguro de desempleo. El hecho de que las cifras de paro se hayan reducido no es motivo para dedicar menos recursos a esta finalidad cuando aún existe un número importante de desempleados que no reciben ninguna prestación. En todo caso, la rúbrica de gastos sociales es un todo, y si fuese verdad que el cambio de circunstancias aconseja dedicar menos recursos al seguro de desempleo, la modificación también de las circunstancias (mayor número de jubilados y con una prestación de entrada mayor) obligaría a orientar más fondos al capítulo de pensiones.
Si en «el presupuesto más social de la historia», según el secretario de Estado, los gastos sociales crecen el 2,8%, paradójicamente otras partidas se incrementan a un ritmo mucho mayor: el gasto en defensa, 10,2%; las infraestructuras, 16,5%; industria y energía, 6,2%; investigación y desarrollo, 8,3%; seguridad ciudadana y política penitenciaria, 6,4%. ¿Podemos afirmar que son estos los presupuestos más sociales de la historia? No dudo de que todas estas finalidades son muy importantes y que durante la crisis las partidas dedicadas a subvenirlas han podido sufrir reducciones, o al menos estancamiento; pero no son más necesarias que las dedicadas a la mayoría de los gastos sociales ni han soportado más recortes que las economías de las clases más desfavorecidas, que suelen ser las principales beneficiarias de las prestaciones sociales y de los servicios públicos. No es precisamente en las infraestructuras donde se encuentra el mayor de los déficits de la economía española, bien es verdad que será seguramente, eso sí, el gasto público que más interesa a muchos empresarios. De todos modos, lo que sí parece claro es que con estos datos difícilmente se puede hablar de un presupuesto social.
Dado que la educación y la sanidad están transferidas a las Autonomías, la partida mayor y más importante en que se concreta el carácter social de los presupuestos del Estado se encuentra en las pensiones. A pesar de la propaganda existente acerca de la evolución explosiva de este capítulo, lo cierto es que su incremento en estos presupuestos es más bien reducido, el 3,7%, inferior al crecimiento nominal del PIB. Pero es que, además, la casi totalidad de este porcentaje se explica por la ampliación del número de pensionistas y por la cuantía más elevada de las nuevas prestaciones respecto al de aquellas de los que abandonan el sistema. El aumento, sin embargo, del gasto por la revalorización del total de las prestaciones no llega al 1%, es decir que teniendo en cuenta la inflación, por término medio las pensiones no se revalorizan, sino que se reducen.
Las manifestaciones masivas de jubilados y pensionistas han obligado al Gobierno, para justificarse, a introducir algunas mejoras en estas prestaciones no previstas inicialmente. Se ha lanzado toda una campaña de publicidad y propaganda. El distinto tratamiento dado a cada clase y tramo de pensionistas ha creado el suficiente ruido como para dar a entender que los presupuestos eran sumamente generosos, pero la realidad es que globalmente, como hemos visto, ni siquiera se compensa el incremento de la subida de los precios. La realidad es que las pequeñas mejoras que se introducen en las pensiones más bajas se financian a costa de la pérdida de poder adquisitivo de las más altas (si es que podemos considerar alta una pensión de 9.800 euros) y los pensionistas en su conjunto financian en euros constantes otras partidas de gasto. Téngase en cuenta que todos los ingresos del Estado se actualizan automáticamente no solo por el incremento de los precios, sino también por el crecimiento de la economía real. Prescindiendo de la hojarasca con la que se pretende ocultar la realidad que afecta a este capítulo, se comprueba que a todas las pensiones por encima de 9.800 euros anuales se las considera suficientemente elevadas como para que sea necesario reducirlas, en mayor o menor cuantía. Todas pierden poder adquisitivo; y no se pretenda ocultar este hecho con supuestas rebajas fiscales que son otra trampa. Pero el tema impositivo merece otro artículo.
El tercer objetivo que el Gobierno plantea para estos presupuestos es el resarcimiento de parte de los esfuerzos realizados por los empleados públicos en época de crisis. Se fija una subida para los funcionarios de 1,75%. Si tenemos en cuenta que se prevé una inflación del 1,6%, el incremento real y por tanto la compensación efectiva que se pretende hacer a los recortes realizados en el pasado es del 0,15%. Todo un lujo. Parece claramente una tomadura de pelo. Y más aún cuando se considera la argumentación del secretario de Estado, Alberto Nadal: «Ayuda a aquellos que no se benefician de la mejora experimentada en el sector privado». La mejora será para las rentas de capital, los empresarios y para algunos ejecutivos, porque no creo yo que la mayoría de los asalariados del sector privado estén percibiendo precisamente aumentos en sus remuneraciones. Este planteamiento -que es pura demagogia- puede indignar a la mayoría de los trabajadores del sector privado y hacer que su irritación se dirija hacia los funcionarios creyéndose de verdad que se les favorece enormemente cuando en lugar de subírseles el 2,7% (lo que va a crecer en términos reales la economía) se les despide con un 0,15 %.
No cabe duda de que en los últimos años las retribuciones de los empleados públicos han sufrido mermas muy importantes. En primer lugar, la reducción del 5% impuesto por Zapatero y Elena Salgado (en algunos colectivos alcanzó el 10%), que en ningún momento se ha compensado y se arrastra ejercicio tras ejercicio. A ello hay que añadir la congelación de sueldos (sin corregir la inflación) experimentada desde no se sabe cuándo y que representa una minoración de las remuneraciones en términos reales. En conclusión, en una década la capacidad adquisitiva de los sueldos de los funcionarios se habrá reducido del 10 al 15% según los colectivos. Subirles ahora el 0,15% y lanzar las campanas al vuelo puede resultar una broma macabra.
Lo grave es que, según dicen, han participado en ella los sindicatos. Bien es verdad que las organizaciones sindicales han ido perdiendo capacidad de convocatoria y el crédito que tenían, y no digamos ahora en que parecen haber abandonado las reclamaciones sociales y laborales para sumarse a la causa secesionista. Quizás deberían borrar lo de organizaciones «de clase» para denominarse «nacionalistas». No puede extrañarnos luego que existan esas diferencias tan sustanciales en las retribuciones de los empleados públicos entre las distintas Autonomías y entre estas y la Administración central. En los presupuestos de 2018, y es quizás de las pocas medidas positivas, se inicia, si llega a aprobarse, la equiparación de los sueldos de policía nacional y guardia civil con los de mossos y ertzaintza. Pero las diferencias se producen en todos los colectivos y niveles. No en balde el presidente de la Generalitat es el que más cobra de todas las Comunidades Autónomas y bastante más que el mismo presidente del Gobierno de España, y hay que suponer que la diferencia se traslada a todos los niveles y puestos (qué pena, la región más oprimida y explotada).
En fin, la expresión más clara de cuánto de sociales son estos presupuestos se encuentra en la previsión que se establece para el porcentaje entre la totalidad del gasto de las Administraciones públicas con respecto al PIB. Se cifra en 40,5%, cuando la media en la Eurozona se encuentra en el 47,6%. Con este nivel de gasto público es imposible hablar de presupuestos sociales e incluso se pone en cuestión la permanencia del Estado social en el futuro. Ciertamente este problema nos conduce al presupuesto de ingresos y a la presión fiscal que se sitúa en España también siete puntos por debajo de la media de la Eurozona. Pero de esto hablaremos otro día.
Fuente: https://www.republica.com/contrapunto/2018/04/19/los-presupuestos-mas-sociales-la-historia/