Recomiendo:
0

Los sindicatos y la manía del crecimiento

Fuentes: sinpermiso.info

Es de la mayor urgencia reflexionar sobre una política de empleo adecuada a la era post-fósil. Economía, ecología, política y movimiento obrero en el quicio de un cambio de época. Una aportación de Elmar Altvater. Todos los datos coinciden inconfundiblemente: el crecimiento económico en los países industrializados retrocede. Un crecimiento digno de mención sólo puede […]

Es de la mayor urgencia reflexionar sobre una política de empleo adecuada a la era post-fósil. Economía, ecología, política y movimiento obrero en el quicio de un cambio de época. Una aportación de Elmar Altvater.

Todos los datos coinciden inconfundiblemente: el crecimiento económico en los países industrializados retrocede. Un crecimiento digno de mención sólo puede conseguirse si cada vez más materia y energía se transforman en los bienes y servicios que constituyen el producto social. Pero el incremento en términos absolutos del consumo de naturaleza es desde hace años notablemente estable. En la «Europa de los 25» se mantuvo, de 1996 a 2005, entre los 700 y los 900 euros (ecus, antes de 1999). Mas la tasa de crecimiento del producto interior bruto (PIB) entre 1996 y 2005 en la «Europa de los 25» creció un promedio de 2,5% anual (hasta el año 2000 un poco más, después, un poco menos). En Alemania, el PIB real entre 2001 y 2005 experimentó un incremento de apenas un 0,36%.

Como es sabido, el crecimiento depende en substancia de dos componentes: del aumento del tiempo trabajado y del aumento de productividad, sobre los cuales, a su vez, inciden un sinnúmero de elementos. Por ejemplo: el progreso técnico, el sistema de relaciones industriales, los mercados financieros, la calificación de la fuerza de trabajo o la participación en la renta de los distintos grupos de edad, es decir, todos aquellos factores que las «reglas de juego» del capitalismo -ya sea «atlántico», ya «renano»- caracterizan como responsables. Huelga decir que la ecuación del crecimiento se puede interpretar también causalmente: cuanto más avance la productividad, tanto menos trabajo será necesario para alcanzar una determinada tasa de crecimiento. Para compensar eso, dado un nivel de productividad, precisa siempre aumentar la producción. De no lograrse esto último, crece el desempleo.

Todo eso lo vio ya con claridad David Ricardo a comienzos del siglo XIX. Habló de redundant population, surgida del «incremento de bienestar de las naciones»: desempleados, marginados y muchos forzados a la migración. Entre 1820 y 1914, cerca de 55 millones de europeos abandonaron el continente europeo encontrando un nuevo hogar en el «Nuevo Mundo», y también en Australia, Asia y África. Hoy, una muchedumbre de «superfluos planetarios» se ve empujada, no ya solo al paro y el desempleo, sino muchas veces a una economía informal de precarias relaciones laborales; también a la migración, obviamente sin posibilidad de conquistar un «Nuevo Mundo». Pues las fronteras son espesas, y un nuevo «hogar» sólo puede hallarse en condiciones de ilegalidad o smilegalidad. Todo eso pone a los sindicatos frente a un dilema. ¿Qué pasa, si las tasas de crecimiento se estancan y la Edad de Oro de los elevados aumentos salariales ha quedado atrás para siempre? ¿Qué pasa, si el aumento de productividad es corresponsable de un desempleo masivo que se enquista estructuralmente debilitando el poder negociador de los sindicatos, de modo que más productividad ni siquiera lleva a mayores salarios? Porque eso es lo que muestran los acuerdos tarifarios colectivos desde 1997, en los que apenas se dieron unos escasos aumentos salariales, mientras que, paralelamente, subía el desempleo: pues el aumento de la producción no logró en ningún momento compensar el aumento de productividad. De aquí que haya que preguntarse: ¿hay todavía márgenes de maniobra para un incremento del crecimiento que sea efectivo desde el punto de vista del empleo? ¿Qué implicaciones tienen los «límites del crecimiento» para la política de los sindicatos?

Incluso con tasas de crecimiento en aumento, no se pueden crear tantos empleos como se pierden: el «nuevo crecimiento», a fin de cuentas, viene en parte del incremento de productividad, que ahorra trabajo. Sólo si hay mejoras en la capacidad competitiva del «emplazamiento» en la concurrencia global, se crearán, con las nuevas porciones de mercado conseguidas, nuevos puestos de trabajo (evidentemente, a costa de puestos de trabajo en otros «emplazamientos»). Si echamos cuentas -más allá de las fronteras nacionales en un mundo globalizado-, se pierden más puestos de trabajo viejos que nuevos se ganan. Por eso desde hace décadas crece el número de desempleados y trabajadores a tiempo parcial, y se expanden por doquier los sectores de la economía informal: en todas las regiones del planeta

Por lo demás, el crecimiento no puede ser reorientado a voluntad, como tantos desean. Baste pensar en los límites ecológicos. Se hicieron patentes en todo el mundo con el rebencazo de los huracanes entre el verano y el otoño de 2005. Cada vez más, también los ineludibles límites del aprovisionamiento energético entran en el campo de visión. El crecimiento de los últimos 200 años (desde la revolución industrial) se basó decisivamente en la fácil y barata disponibilidad de fuentes fósiles de energía, cuyas existencias, empero, son finitas y están ya en vías de escasear. El punto culminante del suministro de petróleo -el famoso peak oil- ha sido ya rebasado, o lo será en poco tiempo (como muy tarde, en la próxima década). 940 mil millones de barriles de petróleo han sido ya consumidos, y se sospecha que sólo quedan todavía en la costra terrestre entre 768 y 1.148 mil millones -es decir, la otra mitad-. Por consecuencia, el petróleo sólo estará disponible a precios más elevados, pues la demanda de los países industrializados, lo mismo que la de los que están ahora en proceso acelerado de industrialización, crece, mientras que la oferta decrece. De manera que la segunda mitad de las reservas de petróleo planetarias podría ser consumida más rápidamente que la primera; tal vez en cuatro o cinco décadas.

Vale la pena pensar en los comienzos de la era de los combustibles fósiles. Cuando arrancó la revolución industrial, el crecimiento de la economía se aceleró en muy poco tiempo. La tasa de crecimiento del PIB aumentó entre 1820 y 2000 un promedio de un 2,2% anual, mientras que esa tasa, en los dos milenios anteriores, no debió de llegar siquiera a un promedio de 0,2%. Ese salto cualitativo hacia una economía capitalista de crecimiento dejó también sus huellas en la semántica: el hombre medieval apenas habría comprendido el concepto de crecimiento, y menos la idea de un elevado crecimiento sostenido y duradero.

Casi dos siglos, pues, han alterado las percepciones y los discursos. La teoría económica proporcionó teorías del crecimiento de tipo keynesiano, neoclásico e institucionalista, cuyo común denominador era: mediante el crecimiento económico pueden resolverse directamente todos los problemas de una economía. «El crecimiento es bueno para los pobres», escribía el Banco Mundial con vistas al objetivo del milenio, consistente en reducir la pobreza del mundo a la mitad para el 2010. Pasaba por alto que el crecimiento sólo es posible cuando afluyen inversiones. ¿Pero qué ocurre cuando los costes financieros de las inversiones -sobre todo los intereses- son más elevados que las tasas de crecimiento reales, según se ve en todas partes desde comienzos de los ochenta? No hay entonces reducción alguna de la pobreza; sino aumento de la deuda. Basta eso para darse cuenta de que el crecimiento no es una categoría exclusivamente económica, sino que tiene dimensiones sociales y políticas. «El crecimiento es bueno para el empleo», se repite una y otra vez. Bien puede ser; mas no necesariamente debe ser. Pues que las inversiones lleguen a realizarse, depende de la comparación con los réditos que se pueden obtener en los mercados financieros internacionales, de la real «capacidad de rendimiento marginal del capital», es decir, de las tasas de beneficio del capital invertido. Así las cosas, intereses altos y réditos altos operan muy a menudo en detrimento de las inversiones reales. Y aun en los casos en que éstas se realizan, y dada la presión competitiva planetaria sobre los mercados internacionales de mercancías, redundan por lo general más bien en una ulterior racionalización, con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo.

Sin embargo de todo lo cual, se declara que el incremento del crecimiento es el objetivo político-económico general. En su acuerdo de coalición de noviembre de 2005, la CDU/CSU [democracia cristiana y unión social cristiana] y la SPD [partido socialdemócrata] establecieron la necesidad de un «nuevo crecimiento», al que sin embargo se definió en un sentido cuantitativo como un «crecimiento claramente mayor». Mayor crecimiento debería comportar mayores oportunidades de empleo, las que, a su vez, traerían consigo mayores ingresos para la caja de la seguridad social, la revitalización de la demanda y el saneamiento de los presupuestos públicos. Con lo que la cuestión fundamental sigue intacta: ¿puede todavía fijarse responsablemente como objetivo de la política económica el crecimiento en un país industrializado ya altamente desarrollado? A la vista de las cargas soportadas por el medio ambiente, ¿podemos permitirnos un crecimiento que acarreará la expansión del consumo de energía y materiales? ¿Por qué no se toma en consideración el impacto que los mercados financieros internacionales tienen en intereses y réditos, y a través de ellos, en el crecimiento de la economía real?

Naturalmente, los sindicatos no están tampoco libres de la manía del crecimiento. Aun no habiendo relación directa ninguna entre inversiones, crecimiento y ocupación, es indiscutible que las posibilidades de aumento de la ocupación son mayores en una economía en crecimiento dinámico que una economía estancada o en recesión. De aquí que los sindicatos no pongan nunca en cuestión el crecimiento. Dudan los más, sin embargo, de que sea posible estimular el crecimiento con los métodos neoclásicos-neoliberales de control político de la oferta. Y las experiencias de las últimas décadas les dan la razón. Las comparaciones entre países muestran, en efecto, que las tasas de crecimiento en ningún caso son mayores allí donde rigen estrictas políticas de oferta en punto a desregular y privatizar, o en la flexibilización del mercado de trabajo. Una política de estímulo de la demanda a través de incrementos salariales y gastos sociales podría indudablemente reorientar al alza la curva de crecimiento del PIB. Sólo, sin embargo, si hubiera espacios de maniobra para el crecimiento: porque sólo en tal caso resultaría adecuada una estrategia de aumento del poder adquisitivo de la población.

¿Y cuando se da ese caso? El desempleo masivo en todos los países industrializados ha traído consigo la disponibilidad de un potencial de trabajo prácticamente ilimitado, aun cuando pueda haber cuellos de botella en determinadas calificaciones laborales. Pero los insumos de capital se hacen más caros. En primer lugar, el coeficiente de capital aumenta en general con el progreso técnico. En segundo lugar, los costes de las inversiones reales aumentan con el nivel real de los intereses en los mercados de capitales y con las elevadas exigencias de rédito por parte de los inversores de capitales que operan a escala internacional. Espacios de maniobra sólo los hay, si los bancos centrales de los grandes países acuerdan bajar el nivel internacional de los intereses, pero eso ha fracasado hasta ahora a manos de la enérgica presión de intereses lobísticamente organizados.

En tercer lugar, aumenta el gasto en materias primas, superlativamente en el caso del petróleo y el gas. Hasta ahora, swing producers como la Arabia Saudita podían frenar el aumento de precios del petróleo y del gas cuando éstos escaseaban. Pero esa posibilidad se ve limitada hoy tanto por motivos geológicos como políticos (inestabilidades de los países de la OPEP), lo que podría condenar al fracaso a una política económica orientada al estímulo de la demanda. Esa política sólo ofrece una perspectiva alternativa a la política de estímulo de la oferta, mientras haya de verdad reservas de crecimiento. Extinguidas éstas, no se puede esperar mucho ni de la política de estímulo de la oferta ni de la de estímulo de la demanda: la esperanza en una recuperación de tasas de crecimiento elevadas se revela una ilusión.

De lo que se sigue que los sindicatos tendrían que proceder de acuerdo con una doble estrategia. Se puede apostar por una estrategia de crecimiento por la vía del estímulo de la demanda, sólo mientras existan los mencionados espacios de maniobra, y siempre que sea posible ampliar y extender éstos últimos, mediante una activa política económica y social, a escala nacional y, cada vez más, europea y global. Paralelamente, hay que reflexionar sobre una política factible para una nueva época en la que el crecimiento será recordado como una manía patológica de la era, definitivamente pasada, de los combustibles fósiles. Ya John Stuart Mill, un clásico de la economía política del siglo XIX, imaginó una economía estacionaria de autosuficiencia contemplativa, sin acumulación ni crecimiento. El progreso económico -es decir, una idea de desarrollo, no de crecimiento- podría estar plena y colmadamente al servicio de la reducción del tiempo de trabajo. La estrategia sindical de reducción del tiempo de trabajo cobra, pues, ahora, con los límites del crecimiento y de la era de los combustibles fósiles, un acento completamente nuevo, que va mucho más allá de la habitual fundamentación en la necesidad de mayor tiempo de ocio para la autorrealización («los sábados son para mí, Papi»).

Si las fuentes fósiles de energía tienden a agotarse y la energía nuclear carece de sentido como alternativa, ¿qué energías están entonces disponibles? Las Fuentes de energías renovables pueden y deben substituir a las fósiles: biomasa, viento, células fotovoltaicas, mareas, energía hidráulica y otras tecnologías capaces de transformar la energía solar. Es de todas formas dudoso que las fuentes renovables de energía permitan un régimen temporal y espacial parecido al de las fuentes fósiles; que la reticulación global no tenga que ser substituida por ciclos regionales; que los ritmos no tengan que proceder de los procesos mismos de producción. Puesto que hasta ahora la aceleración de todos los procesos trajo por consecuencia el incremento de la productividad laboral (podía producirse más en el mismo lapso de tiempo), una «desaceleración» podría inhibir el incremento de la productividad laboral y llevar así de nuevo a aumentos en la ocupación. Es decir, que, hoy, en paralelo a la estimulación del crecimiento y al uso de los espacios políticos de maniobra ofrecidos por una economía en crecimiento, de lo que se trata es de desarrollar una «estrategia más allá del crecimiento» que se concentre en las fuentes energéticas renovables. Pues el caso es que nos hallamos en el quicio entre la era de crecimiento aún-fósil y la era post-fósil de las energías renovables, para la que debemos prepararnos seriamente. En lo que toca a los sindicatos, esa preparación tendría que pasar por aprovechar la ventana epocal (todavía) abierta y apostar por una política de ocupación y de rentas propia de la era post-fósil.

Elmar Altvater es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Su último libro traducido al castellano: E. Altvater y B. Mahnkopf, Las Limitaciones de la globalización. Economía, ecología y política de la globalización, Siglo XXI editores, México, D.F., 2002.

Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss