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Louis Stettner: la revolución siempre llega con retraso

Fuentes: El viejo topo

Louis Stettner fue un relevante fotógrafo estadounidense que vivió casi un siglo y murió no hace mucho, en 2016, que no tuvo la proyección que su obra merece: él mismo bromeaba sobre el particular, afirmando que era «el fotógrafo desconocido más conocido del mundo», cuyas fotografías se han podido ver este año en España. En ese 2016, se celebró la exposición de Ici Ailleurs, en el Centre Pompidou de París, que Stettner aún pudo conocer, y murió poco después de su clausura, el 13 de octubre, con noventa y tres años. Enterrado en Montmartre, su lápida recoge su condición de fotógrafo y pintor, aunque también escribió varios libros y muchos artículos sobre fotografía, en Camera 35, Life, Time y Paris-Match, dibujó e hizo esculturas. En su vejez, el rostro de Stettner había adquirido una contención de mármol, como si fuera un filósofo griego, con un aire del profeta que nunca fue, y en sus últimos años parecía tener una aparente mirada escéptica, que mantuvo hasta su muerte, desmentida por su pasión, por su convicción en la energía del ser humano para atrapar la libertad y la justicia, para celebrar la vida sin retroceder ante las congojas y el miedo del huracán capitalista que convirtió a tantos países en desiertos calcinados.

Era hijo de una familia de orígenes judíos de Chernivtsí, en la vieja Bucovina que fue austrohúngara, rumana y después soviética. Su padre había emigrado a América como tantos otros europeos de la época y se estableció en Nueva York en 1912, junto a su esposa, y allí nacieron sus hijos. Stettner, aquel chico inquieto, que estudió la enseñanza secundaria en Brooklyn, vivió después a caballo entre Nueva York y París, y aunque amaba su Brooklyn natal y las calles neoyorquinas, en 1990 se fue a vivir el resto de su vida en el barrio parisino de Saint-Ouen, aunque volvía algunos veranos a las calles de Manhattan y se instalaba en Athens, aguas arriba del Hudson. Al final de su vida, la evolución de su país le hizo temer que aparecería el fascismo en Estados Unidos, aunque tomase otras formas distintas a las que adoptó en el mundo de entreguerras. Era consciente, como dijo, de que «en Estados Unidos el pasado está completamente borrado por el presente», y amó su ciudad y sobre todo la gente que dejó allí sus vidas, en las fábricas, entre el humo y el estruendo, sintiéndose «profundamente conmovido por su belleza lírica y horrorizado por su crueldad y sufrimiento». Generoso y sensible, fascinado por sus semejantes y por las pequeñas cosas de la vida, tan grandes, por el esfuerzo cotidiano de quienes sostenían el país, Stettner eligió su tierra prometida entre el sencillo y laborioso orgullo de los trabajadores.

Vástago de una familia obrera, Stettner bebió de la tradición marxista pero también utilizó los versos de Walt Whitman (como hizo Paul Strand en su cortometraje Manhatta), seguro de la fraternidad de los seres humanos, a sabiendas de la ferocidad del capitalismo, reflejando la vida de las calles parisinas y neoyorquinas. Amaba tanto los poemas de Whitman que llevaba siempre consigo un ejemplar de Leaves of grass, las hojas de hierba que le servían para reflexionar, lleno de anotaciones, como en el apartado 30 de «Canto de mí mismo» donde destacó «All truths wait in all things»: las verdades están latentes en las cosas. Él mismo dijo que leía el libro cuando salía a fotografiar por la ciudad, cuando se sentaba en un café o a descansar en un banco.

Según contaba Stettner, se convirtió en fotógrafo influido por un artículo de Paul Outerbridge (un fotógrafo neoyorquino que se había relacionado con Berenice Abbott, Duchamp y Man Ray), y atraído por las imágenes de Clarence H. White, Alfred Stieglitz, Paul Strand y Weegee; y siendo un muchacho vivió el ascenso del fascismo en Europa, y su presencia en Estados Unidos (¡decenas de miles de nazis estadounidenses llenaron el estadio del Madison Square Garden en febrero de 1939 bajo una gran svástica!), como una manifestación del sistema capitalista. Como Sid Grossman y tantos otros, Stettner se incorporó al ejército estadounidense en 1941, durante la guerra de Hitler: quería luchar contra el fascismo. Su autorretrato de 1942, vestido con el uniforme del ejército, lo muestra sonriente: tiene veinte años y está decidido a combatir a la Alemania nazi.

Pudo asistir durante un par de años a Princeton y fue adiestrado como fotógrafo de combate, para ser destinado a Nueva Guinea y después a la isla filipina de Mindoro, desde donde saltó a Luzón y, tras las bombas atómicas de agosto de 1945, fue enviado a Japón. Stettner tomaba imágenes de la guerra, y llegó a Hiroshima veinte días después de la explosión de la bomba atómica que había ordenado lanzar Truman. No sería fácil para él, como para los otros soldados, ver la devastación y la muerte causada por la explosión nuclear en Hiroshima. En diciembre de 1945 fue licenciado del ejército, y al volver a casa, en 1946, empezó a fotografiar a las personas que viajaban en metro camino de sus casas o del trabajo, cargado con su Rolleiflex, trajinando con la cámara, simulando, para poder captar a los viajeros.

Enrolado en la Photo League neoyorquina, Stettner conoció a Sid Grossman, director de la escuela de fotografía de la League a quien persiguió el FBI por comunista y por sus imágenes de las luchas obreras, y que ayudó en sus inicios a fotógrafos como Charles Pratt, Robert Frank, Leon Levinstein, Lou Bernstein, Leo Stashin, Eugene Smith, David Vestal. La cooperativa contó con fotógrafos como Sol Libsohn, Helen Levitt, Morris Engel, Harold Feinstein y Marvin E. Newman, uno de los supervivientes hasta su desaparición hace unos meses. Allí, Stettner también pudo ver las fotografías de Edward Weston y Lewis Hine, y conoció a Strand y a Weegee (Usher Fellig) un fotógrafo de sucesos originario de la Galitzia eslava y de quien Stettner escribió después una pequeña biografía: Weegee, el famoso, y a quien dedicó su primer artículo en Camera 35 en 1971 y definió como «un auténtico neoyorquino». Weegee había sido violinista, jornalero, vendedor de caramelos, actor de cine, camarero, profesor, técnico de cuarto oscuro y fotógrafo. Stettner apreció también la obra de Lewis Hines, sus fotografías de los inmigrantes que llegaban a Ellis Island, de los niños trabajando en las fábricas.

En julio de 1947 Stettner viaja a París con la intención de permanecer veinte días, pero se quedó durante cinco años. Desde allí, organizó por encargo de la Photo League una exposición de fotógrafos franceses como Brassaï, Israëlis Bidermanas (Izis, un fotógrafo ruso-lituano que colaboraba con el semanario Regards del Partido Comunista Francés), Édouard Boubat, Robert Doisneau, con quienes compartía una mirada semejante sobre la vida cotidiana de la gente; Willy Ronis, un fotógrafo también de orígenes judíos de la ciudad rusa de Odessa, y Daniel Masclet. La exposición neoyorquina, en la galería de la Photo League, anunciada como French Photographers Today, fue recogida incluso por el New York Times. En París, Stettner estudia cine en el Institut des Hautes Études Cinématographiques, IDHEC, y en esa posguerra recibe los elogios de Henry Miller, a quien ya conocía, que había visto sus fotografías por la publicación en 1949 de 10 Photographs. Conoce también a Cartier-Bresson, y su amistad con Boubat y Brassaï se fortalece: le acompañará toda su vida. Stettner reconocía que las imágenes de Brassaï le influyeron. Captura entonces la pobreza de la Francia de posguerra, las calles solitarias, la soledad que se escondía entre las sombras parisinas, pese a la alegría por la paz. Comparte la visión de Brecht de que el arte es otra herramienta para cambiar la vida, para transformar el mundo, para contribuir a las luchas sociales. Esas imágenes de posguerra que toma (los trabajadores con sus grandes delantales en la boucherie Lefrere, los carteles en una vieja casa del barrio parisino de Alésia, la parada de libros en el Quai de la Seine, o el hombre que lee l’Humanité en una pared) muestran todavía la precariedad que atrapaba a Francia. En 1949, Stettner consigue exponer en el Salon des Independents y en la Bibliotheque Nationale, y poco después, en el París de 1951, vuelve a frecuentar a Paul Strand.

Volvió a Estados Unidos en 1952, a Nueva York, esa ciudad de Dorothy Parker, del Hammet prisionero en la cárcel de la calle West de Manhattan, donde coincidió con el escritor Victor Jeremy Jerome, director de una revista del Partido Comunista estadounidense; la ciudad de Billie Holiday atrapada por la droga cantando entre dientes Strange Fruit (canción sobre el linchamiento de los negros que había escrito un hijo de los Rosenberg) porque a ella ya no la dejaban trabajar en los cabarets, y de Lester Young amargado por el racismo despidiéndose del saxo. Nueva York irradiaba luz y sonrisas, pero el país mostraba sus dientes de acero en la persecución de los comunistas, en las vistas de los juicios a sindicalistas y miembros del Partido Comunista, y en las cárceles. El sueño americano se estaba convirtiendo en la pesadilla de los ghettos para negros y los nuevos suburbios de casas para blancos. Allí vuelve Stettner, desde París.

De esos años que siguen son otras imágenes del metro neoyorquino, de las manifestaciones en apoyo a las luchas obreras o campesinas, de las huelgas. Su actividad política hizo que el FBI lo vigilase durante décadas. Trabaja para Life, Fortune, Time, National Geographic, Paris-Match, Realities, y para el Plan Marshall, pero cuando es interrogado por los policías del FBI y se niega a hablar sobre la ideología, y rechaza revelar la posición política, las opiniones comunistas de sus compañeros de la Photo League, Stettner es despedido del plan. Escribe sobre el desnudo en la fotografía estadounidense, y en esos años cincuenta y sesenta viaja de nuevo a Francia, y a España, Portugal, Grecia, Holanda, México.

Entre 1952 y 1969, Stettner vuelve a fotografiar a la gente que viaja en el metro neoyorquino, aunque ahora lo hace desde el exterior (a diferencia de los primeros años de posguerra, donde simulaba arreglar la cámara para poder fotografiar discretamente) captando las emociones de quienes están detenidos en un vagón o varados esperando un destino incierto. Conoce entonces a Saul Bellow, otro escritor de orígenes rusos que también había luchado en la guerra de Hitler y que dos décadas después de su encuentro obtendría el Premio Nobel. A finales de los años cincuenta, Stettner crea su serie sobre Penn Station, y entrevista a Paul Strand, encuentro que recoge en «A day to remember», un día para recordar, publicado en Camera 35 en octubre de 1972, donde aparece la célebre fotografía de Strand sobre la mujer ciega (con el cartel Blind en el pecho, de 1916) que mostraba a los náufragos del capitalismo estadounidense. Capta también sus imágenes sobre Nancy, una joven de Greenwich Village que le había fascinado y a quien fotografía durante varios días en la serie The Beatnik Generation, como en esa imagen Nancy escuchando jazz, de 1958, donde la joven de mirada absorta está reflejada en el espejo que tiene a su espalda. Stettner se sintió también atraído por la gente del Bowery neoyorquino, ese barrio del sur de Manhattan donde abundaban los borrachos, prostitutas, mendigos y los pobres que dormían hacinados en las tenebrosas flophouse, de manera que Stettner se convirtió en camarada de personas sin hogar que vivían en las calles del Bowery, los fotografió, convirtiendo sus imágenes en un canto a la solidaridad y la fraternidad, a la humanidad que debía presidir la acción de los hombres, lejos de la indiferencia y la frialdad que había engrendado el duro capitalismo estadounidense de posguerra.

A caballo entre el final de la década de los años cincuenta y el inicio de los sesenta, Stettner trabaja por su cuenta en París, y para la agencia Havas durante un año. En los años setenta, publicaba en Camera 35 un artículo cada mes. La revista era de la Photo League, y la sección de Stettner se llamaba Speaking Out (Hablando claro), que cambió después por A Humanist View (Una visión humanista). Además, ejerce como profesor de fotografía en LIU Post (C. W. Post Campus, de la Long Island University), y participa activamente en el combate político: denuncia la agresión estadounidense y la guerra en Vietnam, ataca el imperialismo, participa en las manifestaciones de protesta, apoya a los miembros de las Panteras Negras, y sigue dedicando su esfuerzo a la clase obrera, a quienes se dejaban la vida en las fábricas en Estados Unidos, en Francia, en Gran Bretaña; y en esos años fotografía a quienes trabajan, a quienes luchaban por un futuro distinto del que les había reservado la brutalidad capitalista. Stettner era consciente de que para cambiar su destino la movilización de los trabajadores era imprescindible, y por eso intentó también que sus compañeros neoyorquinos del Photographers’ Forum luchasen por sus derechos en el trabajo, enfrentándose al poder de los empresarios de la prensa y de las agencias.

Stettner siempre supo que la opresión de la población negra estadounidense y de las mujeres era una consecuencia más del capitalismo. Sus fotografías muestran el empeño y la dignidad proletaria, como en la joven obrera de la línea de montaje de los automóviles Chrysler, que tomó en Delaware a principios de los años setenta; en la serena concentración de la trabajadora de la línea de montaje, en Long Island City, y en el obrero que mueve un taladro neumático, en Broadway, Manhattan, en 1974. El capitalismo hacía invisibles a los trabajadores, a los pobres, y mostraba el trance almidonado de Hollywood y la trivialidad de sus estrellas junto al prestigio falsario de los empresarios y políticos a su servicio. Su serie «Workers» quería mostrar el orgullo de los trabajadores por su función central en la sociedad moderna, eran retratos de clara significación política que rompían con la fotografía sometida a las leyes del mercado, la publicidad y la lógica capitalista, porque se centraban en la función de los trabajadores, poniendo de manifiesto su fuerza, su dignidad y su papel como corazón imprescindible de la sociedad. Según sus propias palabras, los obreros son las personas que producen todo lo que necesitamos: ropa, comida, casas, y sin embargo estaban mal pagados: por eso, Stettner quiso hacer con Workers «un largo poema heroico en homenaje a los trabajadores».

Las escenas callejeras de la ciudad que lo vio nacer se recogen en esa imagen de 1952 del hombre negro bien vestido apoyado en una farola de la calle 23 que tituló «Alma de Nueva York», o en la Promenade de Brooklyn, de 1954, donde un hombre descansa con los brazos abiertos en un banco, ajeno al mundo, inmóvil, ante los rascacielos de Manhattan: no mira la ciudad, solo aspira el sol, celebra la vida, acoge la felicidad de los días corrientes; y en Mother and son on the bus, New York, de 1975, donde una madre negra, cuyo rostro parece cansado, mira a su hijo, mientras el autobús donde están sentados recorre las calles neoyorquinas. Esas imágenes son muy distintas a las que tomaría en la última década del siglo XX cuando volvía desde París a Nueva York para fotografiar en color Times Square, interesado como siempre en la gente común, prisionera muchas veces de la soledad en medio del caos y del ruido de Manhattan, captando vistas como la del Edificio Chrysler de 2004, que toma desde el cruce de Broadway y la Séptima avenida, entre los anuncios de neón.

Consiguió el primer premio en un concurso internacional de fotografía que le otorgó Pravda, el órgano central del Partido Comunista de la Unión Soviética, y viajó al país en 1975, donde durante mes y medio visitó factorías levantadas por el socialismo y retrató también a los obreros soviéticos, en fundiciones de aluminio o en la construcción de presas hidroeléctricas. Un anónimo fotógrafo soviético lo capta entonces conversando bajo un gran cartel de Lenin, y Stettner toma una imagen del sencillo estudio que tuvo el dirigente bolchevique. Fue una experiencia única para él, trascendental: «Intenté expresar aquello que me pareció más significativo del pueblo soviético. En todos los lugares, los encontré dedicados a construir el futuro. En prácticamente todos los pueblos y todas las ciudades, la gente me hablaba con esperanza y la alegría del mañana.» Años después, vio la suicida carrera que se había iniciado en Moscú: no le gustó el camino emprendido por Gorbachov, cuyo desastre final con Yeltsin lo vivió Stettner viviendo en Francia. Pero la catástrofe de la desaparición de la Unión Soviética no le hizo abandonar sus convicciones: siguió siendo comunista, defensor del socialismo, aunque lo hubiesen ahogado en Europa para un largo periodo. Le subyugó la importancia del arte en la vida diaria de los ciudadanos de la República Democrática Alemana, algo que lo acerca a nuestro Josep Renau, que hizo importantes obras para el país, en Halle y en Erfurt. Stettner siempre defendió a la Unión Soviética, Cuba y la República Democrática Alemana, donde los artistas recibían su salario del Estado, a diferencia de lo que veía en Estados Unidos donde (excepto unos pocos afortunados o quienes estaban arropados por la plutocracia) los trabajadores de la cultura, con mucha frecuencia, debían buscar su sustento en otras ocupaciones. Sabía que el capitalismo convierte el arte en mercancía, y fuerza a los artistas a competir en un mercado corrupto donde impera el poder y el dinero.

También participó Stettner en la solidaridad con el pueblo griego sometido a la dictadura de los coroneles o contra la sangrienta represión de Pinochet en Chile y, ya en su vejez, en el rechazo a las intervenciones imperialistas estadounidenses en Panamá, Afganistán, Iraq, a las guerras del capitalismo. Su militancia en el comunismo es patente en sus fotografías, como si la fecha de su nacimiento (7 de noviembre) le hubiese indicado ya el camino, mostrando a la clase obrera con gran dignidad, sabiendo que las duras condiciones que padece, la mugre de las fábricas, el veneno de los humos pestilentes, los accidentes que sufre por la codicia de los empresarios, no quiebran su honra de trabajadores, el orgullo de ser quienes mantienen la vida, aunque la revolución siempre llegue con retraso. También mostró de esa forma a marineros españoles: los pescadores ibicencos fotografiados por Stettner durante sus duras jornadas de trabajo en el mar; y a campesinos, en imágenes que traen a la memoria a los labradores egipcios enfermos de bilharziosis «cuya nobleza brilla a través de sus harapos», como escribió Lawrence Durrell. En su etapa final, sus fotografías en blanco y negro dejaron paso al color, aunque siguió interesado en la vida cotidiana de la gente común e incorporó escenas de la campiña de la Provenza francesa, ayudado por su familia cuando la edad le dificultaba el trabajo, aunque esas imágenes de los campos no eran las primeras: ya a finales de los setenta había comenzado a fotografiar paisajes en Montana y en Wyoming.

Su amor por la humanidad, la abnegación y generosidad que encuentra reflejadas en los versos de Whitman, le acompañaron siempre. Stettner pagó un precio por su compromiso político y su denuncia de los mecanismos que corrompen la actividad de muchos artistas, y tuvo siempre presente el combate de los trabajadores, que «lucharon con éxito contra el fascismo» y ello le dio «una fe en el ser humano que nunca me ha abandonado». Construyó una poética del ser humano basada en la solidaridad, en la necesidad de vencer al miedo, en la convicción de que los trabajadores además de organizar la vida y hacer posible el mundo, podían alumbrar la justicia. Nunca buscó ventajas para sí mismo, ni nunca renunció a sus ideales, siempre fue leal al compromiso por la libertad y el socialismo.

Cuando trabajaba en la serie Workers, Stettner constató la fuerza, la dignidad y el orgullo del trabajo bien hecho de los obreros que dejaban sus vidas en las fábricas. Recogió también el silencio al que un sistema desalmado condena a quienes sostienen el mundo y escribió sobre esa experiencia: «Estaba en una fábrica textil de Nueva Jersey, fotografiando en silencio pero obstinadamente a una cosedora ante su máquina. Era un mujer piel roja, de pecho generoso, que primero se mostró recelosa y después se tranquilizó cuando le expliqué que estaba trabajando en un libro de fotografías sobre los obreros. Trabajaba con tanta rapidez que apenas levantaba los ojos mientras yo hablaba. Finalmente se sintió halagada y satisfecha con mis fotografías y murmuró en un susurro: «Ya era hora». Después, con un tono de voz que nunca olvidaré, lleno de la amargura y el tormento de los años, detuvo la máquina, miró fijamente hacia un rincón oscuro del taller y casi gritó: «¡Nadie sabe que estamos vivos!»

Aquella obrera piel roja, doblemente marginada por su condición de mujer india y proletaria, conocía el exterminio de los pueblos nativos americanos y sufría la explotación a que estaban sometidos los trabajadores, condenados a los campos de algodón, a las reservas indígenas y al humo venenoso de las fábricas, y sus palabras eran el reflejo amargo de la condena y el silencio a que los había sometido el país de la gran mentira, el de Wounded Knee, la masacre de negros en Tulsa, y de Sacco y Vanzetti, pena que Stettner quiso romper con su actividad y sus fotografías, mostrando la dignidad obrera, rompiendo la noche del desorden.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.