Se cumplen 500 días de la prisión de Luiz Inácio Lula da Silva, en medio de una crisis política-económica de dimensiones que vive Brasil. La revelaciones de Glenn Greenwald demostraron que el Lava Jato fue la herramienta judicial para una doble operación en formato de pinzas: la salida del Partido de los Trabajadores del gobierno, […]
Se cumplen 500 días de la prisión de Luiz Inácio Lula da Silva, en medio de una crisis política-económica de dimensiones que vive Brasil. La revelaciones de Glenn Greenwald demostraron que el Lava Jato fue la herramienta judicial para una doble operación en formato de pinzas: la salida del Partido de los Trabajadores del gobierno, vía el impeachment a la entonces presidenta Dilma Rousseff, y la prisión y posterior inhabilitación de Lula, quien 500 días atrás encabezaba todas las encuestas en la carrera presidencial en su país. Producto de esa deformidad fue electo el ultraderechista Jair Messias Bolsonaro: fue el triste resultado del aniquilamiento de los resortes políticos en la idea de correr al PT del mapa.
Lula se constituyó sujeto frente a las adversidades: las de su niñez, con todas las postergaciones que uno pueda imaginar en un nordeste de exclusión; las de una viudez joven en San Pablo, allí donde luego conoció a Marisa Leticia, su histórica compañera; las de la prisión de la dictadura militar por encabezar huelgas en el ABC paulista; las de los poderosos frente a la conformación de la Central Única de los Trabajadores (CUT) primero, y el Partido de los Trabajadores (PT) después; las de ser derrotado en múltiples elecciones consecutivas a la presidencia de su país. Estos 500 días son otro tramo de esas adversidades, pero ahora ya en un capítulo avanzado de su biografía, donde además perdió a su mujer y a su nieto Arthur. Como sea, tiene la piel curtida: sabe que Bolsonaro es una coyuntura más en el zigzagueo político-ideológico de Brasil, como lo es Macri en Argentina.
La larga historia de despojos de nuestro continente guardará como una verdadera vergüenza este episodio que mantiene condenado y detenido sin pruebas al principal líder político-social de este continente. «No es raro, es lo que pasa siempre. ¿Qué pasó con San Martín? ¿Qué pasó con Artigas? ¿Qué pasó con todo lo que servía de América Latina? ¿Qué mierda pasó? ¡Ah! 50 años después, eran una cosa bárbara, ¿pero cómo la pasaron?» dijo José Mujica un mes atrás, desde su chacra de Rincón del Cerro, para graficar su perspectiva sobre la prisión de su amigo, quien fuera dos veces presidente de Brasil. No lo decía cualquiera: Mujica sufrió doce años y medio de despojos, detenido y confinado en las peores circunstancias que un ser humano pudiera atravesar. Luego rearmó su espacio, se sumó al Frente Amplio, ganó elecciones parlamentarias, ayudó a construir el triunfo de Tabaré Vázquez y finalmente fue electo presidente de su país. Pero luego de cederle la banda a Tabaré no dejó la política: ahora hace campaña para que Ernesto Talvi, un heredero de la Escuela de Chicago, no termine con el ciclo del FA, cosa a la que también aspira Lacalle Pou.
«Luchar, vencer, caerse. Levantarse, luchar, vencer, caerse, levantarse. Hasta que se acabe la vida: ese es nuestro destino» dijo durante una visita a Argentina el vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, dando cuenta de las privaciones que tienen aquellos que quieren modificar el status quo. El retroceso electoral del macrismo es una buena noticia para Lula y una muy mala para Bolsonaro: muestra los límites de los gobiernos que pretenden ajustar a la ciudadanía en nombre de una libertad de mercado cada vez más cuestionada a escala global. Una buena noticia, 500 días después de una de las injusticias más grandes que haya visto este continente. Lejos de voluntarismos abyectos, Lula sigue resistiendo. Y desde esa trinchera prepara su retorno a la política de Brasil, de la que lo quisieron borrar. «Luchar, vencer, caerse. Levantarse, luchar, vencer, caerse, levantarse» diría García Linera nuevamente. Es la historia de América Latina. Y la de Lula también.
Juan Manuel Karg es politólogo UBA. IIGG – Facultad de Ciencias Sociales.