Simone Tomás de Paula apenas tenía 12 años cuando formó parte de la ocupación de una hacienda. Corría el año 1989 y el Movimiento de los Sin Tierra (MST) llevaba un lustro constituido. Junto con otras 130 familias, sus padres, su hermano y ella entraron en un latifundio de Matto Grosso del Sur. Su bautismo […]
Simone Tomás de Paula apenas tenía 12 años cuando formó parte de la ocupación de una hacienda. Corría el año 1989 y el Movimiento de los Sin Tierra (MST) llevaba un lustro constituido. Junto con otras 130 familias, sus padres, su hermano y ella entraron en un latifundio de Matto Grosso del Sur.
Su bautismo de fuego literal como activista política apenas duró 15 días. A las dos semanas de la ocupación fueron desahuciados. Lo tenían todo preparado; incluso organizaron un baile para distraer la atención de los guardianes de seguridad de la hacienda. Pagaron su precio: varios heridos de bala. «Había mucha violencia de los ruralistas (los grandes enemigos de los Sin Tierra) en aquella zona», relata Simone.
Ahora con 32 años, Simone coordina el MST en el Estado de São Paulo, y dice sin reparos que el movimiento «es todo» para ella. «Es una escuela de vida: cada día es un aprendizaje». Queda mucho por hacer: estiman que unas 100.000 familias esperan en precarios campamentos en la vereda de las carreteras a que se les asigne un terreno donde vivir y trabajar.
Y eso a pesar de las enfáticas palabras del presidente Luiz Inácio Lula da Silva tras su llegada al poder en 2002: «No habrá más ocupaciones, porque mi Gobierno les entregará las tierras«. Su compromiso era asentar 400.000 familias en los cuatro primeros años de su mandato.
El Ministerio de Reforma Agraria asegura que el objetivo se ha cumplido, pero João Pedro Stédile, uno de los líderes del movimiento, denuncia que estas cifras están infladas y que, en realidad, la situación no sólo no ha cambiado sino que «con el PT [el partido que aupó a Lula a la presidencia] las empresas transnacionales han ampliado su control sobre la agricultura nacional». De ahí que continúa las ocupaciones de tierras se hayan incrementado a partir de 2004.
Aliado histórico del PT, los Sin Tierra se desmarcan del Gobierno de Brasil y en este momento, no sólo demandan un reparto en la propiedad de la tierra, persiguen un cambio global en el modelo de producción. De ahí que pretendan establecer alianzas con movimientos sociales urbanos e insistan en la formación política de sus militantes.
«Lula es fruto de los movimientos sociales, de la unidad de la izquierda, que creyó que era necesario un Gobierno de izquierdas», explica Marcia, activista del MST desde hace nueve años. Ella representa el perfil del nuevo militante del movimiento: hija de campesinos, conoció en la universidad a un grupo de apoyo a los Sin Tierra y acabó sumándose a ellos.
Marcia cree que el movimiento se ha vuelto molesto para el Gobierno y que se ha intensificado una campaña de deslegitimación del grupo. «En muchos medios de comunicación, el MST se dibuja como una organización férrea de estilo leninista, formada por ladrones y aprovechados. Pero en realidad tiene una estructura horizontal y abierta, y una ideología marxista en el sentido amplio de la palabra», asegura.
La ocupación como modo de lucha
Lo cierto es que el apoyo de la opinión pública al movimiento ha caído en las áreas urbanas. Hace apenas unas semanas cuatro vigilantes de una hacienda de Pernambuco murieron durante una ocupación a manos de militantes del MST. Los ocupantes alegaron defensa propia pero la prensa comenzó a hablar de divisiones internas en su seno. En el MST lo niegan. «Sabemos que nuestra fuerza está en la unidad», asegura Simone. «Hablan de división para desacreditarnos», sostiene.
Las ocupaciones siguen siendo el principal instrumento de lucha de los Sin Tierra. Con ellas, pretenden evidenciar la situación de ilegalidad en la que se encuentran muchas haciendas, que se mantienen como latifundios por la especulación del suelo, a pesar de las promesas del Ejecutivo.
Han pasado cinco siglos de la partición del suelo brasileño en capitanías hereditarias, el origen histórico de esta estructura latifundista, y siete de Gobierno de izquierdas en el país, pero la reforma agraria sigue pendiente: el 45% del suelo cultivable está en manos de grandes propietarios. Brasil es, tras Paraguay, el país con la mayor desigualdad en la propiedad de la tierra.
Y está la violencia. Los Sin Tierra despiertan un odio visceral entre los círculos acomodados del país. El movimiento estima que unos 1.500 trabajadores rurales han muerto en los últimos 25 años a manos de las fuerzas del Estado o de los terratenientes. Las masacres de Corumbiara y de Eldorado dos Carajás, en los noventa, fueron los capítulos más duros. Y todavía hoy es fácil encontrar mano de obra en condiciones de esclavitud.
La Constitución de 1988 garantiza la «función social de la tierra» y permite la expropiación, previa indemnización, de aquellas extensiones improductivas. Pero en la práctica, los múltiples obstáculos legales hacen que este proceso, que debería ser automático, sea sólo un sueño.
http://www.publico.es/internacional/216020/lula/decepciona/tierra