Los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva inauguraron una nueva etapa en la política brasileña. El presidente de origen sindical, fiel a su estilo «conciliador», promovió un proyecto win-win [N.ed.: en el mundo de la negociación, situación en la que todo el mundo gana], en el que aumentaron los ingresos populares sin que los […]
El win-win de los años de Lula
Es verdad que durante los mandatos de Lula se produjeron significativos avances sociales, sobre todo en lo relativo a las políticas destinadas a la base de la pirámide distributiva. Aun cuando diera cuenta de una pequeña parte de los ingresos totales de las familias brasileñas -cerca de 0,4% en 2003 y 1,28% en 2011-, el programa Bolsa Família fue el responsable por la mejora sustancial en los índices de pobreza y, con ello, en la desigualdad de ingresos en Brasil. Estudios especializados sugieren que entre 10% y 31% de la baja en el coeficiente de Gini (que mide la desigualdad) se debió a los efectos de este programa [1].
El salario mínimo, que ya venía ganando poder adquisitivo desde 1995 gracias al control de la inflación, se revalorizó aún más en los años 2000. Al ser muy amplia la cantidad de asalariados y de beneficiarios de la seguridad social que reciben un monto que tiene como referencia el salario mínimo, el efecto de este crecimiento fue una transformación radical de la distribución salarial, esto es, un incremento del salario promedio y de la participación salarial en la renta nacional. Entre 2001 y 2004, la participación de los salarios en el total de la renta pasó de 45,2% a 47,5%. Desde entonces, siguió creciendo año a año (excepto en 2010), hasta llegar en 2013 a 57,4% [2].
Además de haber contribuido a este cambio, la política de valorización salarial ayudó a acortar la brecha entre el salario mínimo y el promedio en el mercado de trabajo. Mientras que la medición del coeficiente de Gini para la totalidad de la renta (incluyendo rendimientos financieros, alquileres y distintas formas de usufructo de capital) se mantuvo relativamente estable, para los salarios conoció una reducción sustancial y constante en los años 2000. Y ello se dio ante todo en la base de la distribución: allí el salario del 10% más pobre de la población aumentó en relación con el salario medio.
Por lo demás, la naturaleza misma del proceso de crecimiento económico observado desde mediados de la década de 2000 contribuyó a reducir la disparidad en los sueldos. Al igual que en otras economías latinoamericanas, el crecimiento acelerado en los sectores de servicios ayudó a dar empleo a trabajadores menos escolarizados y les otorgó así mayor poder de negociación [3].
El boom de los commodities, la entrada masiva de capitales especulativos y la consecuente apreciación de la moneda brasileña permitieron que este proceso se realizase sin grandes presiones inflacionarias: si por un lado crecían los salarios y el valor de los servicios, por el otro se anclaban los precios de los bienes manufacturados debido a la ampliación de la competencia extranjera y al abaratamiento de los bienes importados [4]. El crecimiento económico, la fuerte generación de empleo formal y el incremento acelerado en los salarios no impidieron que la inflación acabara siendo muy inferior a la que caracterizó, por ejemplo, el periodo de gobierno (dos mandatos) de Fernando Henrique Cardoso.
El escenario internacional también fue determinante para que el proceso de redistribución de ingresos y el dinamismo del mercado interno se diesen sin generar grandes desequilibrios en la balanza de pagos y las cuentas públicas. La deuda pública líquida -que descuenta del pasivo total del sector público los distintos activos del gobierno, por ejemplo sus reservas internacionales- se redujo de 62,4% del PIB en septiembre de 2002 a solo 37% del pib en noviembre de 2008. Poco después, el país ya estaba acumulando abundantes reservas internacionales, con un saldo total que creció de 55.000 millones de dólares a fines de 2005 a 207.000 millones de dólares a fines de 2007.Es cierto que hubo un cambio en la política macroeconómica entre el primer y el segundo gobierno de Lula. Tras el pánico financiero generado con su elección en 2002, el equipo comandado por Antônio Palocci en el ministerio de Hacienda y Henrique Meirelles en el Banco Central puso en práctica una política económica esencialmente ortodoxa, con tasas y superávits primarios muy elevados. Entre comienzos de 2003 y fines de 2005 la economía brasileña creció en promedio solo 3,4% al año, y ello ante todo gracias al alza de 11,7% anual en las exportaciones de ese periodo.
El cambio se inició a partir de las críticas surgidas dentro del mismo Partido de los Trabajadores (PT) y entre la izquierda en general respecto del excesivo conservadurismo de la política económica de entonces, y se acentuó con la salida del ministro Palocci. En 2006, con el inicio del segundo mandato de Lula, el incremento en la inversión en infraestructura y gasto social -especialmente en salud y educación- se convirtió en un importante motor del crecimiento económico y un vector de transformación social. Entre 2006 y 2010, la inversión pública federal creció en promedio 9,1% anual, muy por encima del 2% que había crecido entre 2003 y 2005. El pib creció a una tasa anual de 4,5%, impulsado ahora por el mercado interno: un alza de 5,8% anual en el consumo familiar, así como de 9,1% en materia de inversiones. Sumándose al incremento en los ingresos y al mayor acceso a crédito para los sectores populares, la ampliación en la oferta de servicios públicos, con énfasis en la expansión de la red y la democratización del acceso a las universidades federales, produjo relevantes avances sociales, a la vez que ayudó a dinamizar la economía. Tras la crisis financiera internacional de 2008-2009, la relación deuda líquida/pib llegó a subir a 41,6%, para caer progresivamente hasta su base mínima de 30% en enero de 2014. La inflación, que durante el segundo mandato de Cardoso había promediado el 8,8% anual y que entre 2003 y 2005 llegaba a 7,5%, cayó a 4,7% anual entre 2006 y 2010 [5].
No en vano, en definitiva, se dice que las presidencias de Lula fueron una época de win-win. Las mejoras en la base de la pirámide no implicaron en absoluto un recorte de ingresos en los otros sectores. El favorable escenario externo y el crecimiento económico por encima del promedio histórico generaron un panorama de incremento salarial en todos los sectores compatible con un alza en el lucro y el rendimiento financiero. En realidad, lo que muestran las estadísticas es que no hubo redistribución de la renta desde la cima de la pirámide hacia el medio o la base. Cotejando datos de la Pesquisa Nacional por Muestra de Domicilios (PNAD) del Instituto Brasileño de Geografía y Estatística (IBGE) con declaraciones del impuesto a la renta obtenidas por la Secretaría de Ingresos Federales, los estudios de Marcelo Medeiros y otros [6] arribaron a la conclusión de que la reducción en la desigualdad de ingresos durante el periodo en cuestión fue menor de lo que se había pensado originalmente. En particular, no se produjo una caída en la renta capturada por el 1% más rico de Brasil durante la década de 2000.
Según el trabajo de Marc Morgan [7], el 0,1% más rico de la población se apropió de 68% del crecimiento de la renta nacional en los cinco años que antecedieron a la crisis financiera internacional de 2007-2008. Aunque su trabajo hace eje en la distribución de ingresos previa a la deducción de impuestos, permite ver que el sistema tributario brasileño es altamente regresivo, cosa que no hace sino agravar el problema.
Según datos de la Secretaría de Ingresos Federales de 2015, los brasileños con un ingreso mensual promedio de 135.000 reales -que representan 0,1% de los declarantes- pagaron una alícuota efectiva del impuesto a la renta de las personas físicas de apenas 9,1%. Y, siempre en la cima de la pirámide, el 0,9% compuesto por quienes declararon un ingreso mensual promedio de 34.000 reales pagaron 12,4% de alícuota efectiva. Es decir, la alícuota máxima de 27,5%, que ha dejado de ser alta en relación con otros países, no se aplica a gran parte de los ingresos de los más ricos de Brasil [8].
Aunque los estudios indican que el carácter progresivo (reductor de desigualdades) del gasto social [9], especialmente en partidas para educación, salud, previsión y asistencia social, aumentó entre 2003 y 2009, lo cierto es que no se hizo nada durante los mandatos de Lula para hacer más justo el sistema tributario.
De acuerdo con el comunicado Nº 92 del IPEA titulado «Equidade fiscal no Brasil: impactos distributivos da tributação e do gasto social«, la suma de los beneficios previsionales y las transferencias (asistencia económica, becas, seguro de desempleo, etc.) fue responsable por una reducción de 7,7% en el coeficiente de Gini en 2009, frente a un efecto de reducción de 4,3% en 2003. El gasto en salud y educación públicas, que había generado una reducción de 13,4% en la desigualdad en 2003, amplió su efecto a 17,1% en 2009.
En cuanto a la carga tributaria indirecta sobre el consumo y la producción, esta fue responsable por el incremento en la desigualdad de ingresos de 4,7% en 2009, frente a un efecto similar de 4,6% que se había dado en 2003. El carácter regresivo de este tipo de impuesto -que da cuenta del grueso de la recaudación impositiva en Brasil- contrarresta con creces el efecto progresivo de los impuestos directos (rentas, aportes previsionales, impuestos sobre el patrimonio, etc.) que, por sus alícuotas demasiado bajas y por las exenciones otorgadas, redujeron la desigualdad apenas 2,6% en 2009 y 1,3% en 2003.
Por lo demás, las altas tasas de interés y la ampliación del crédito acaban actuando a largo plazo como vectores de concentración de renta, ya que las familias que lograron acceder al crédito lo hicieron pagando elevados intereses sobre la deuda contraída y transfiriendo esos valores al sector financiero. Reducir la tasa de interés en el mercado crediticio requería un ataque frontal contra ciertos problemas estructurales, tales como el escaso grado de competencia que caracteriza al sector bancario brasileño y la dificultad para bajar a niveles internacionales la tasa de interés básica sin provocar una devaluación ni una aceleración de la inflación.
La tasa de interés básica no solo funciona como un piso para los intereses que los bancos cobran en las operaciones de crédito, sino que también afecta directamente a los intereses que inciden sobre los títulos de deuda pública. Su elevada base durante los dos mandatos de Lula contribuyó, por ende, a que el Estado siguiera transfiriendo renta a quienes detentan la riqueza financiera. La investigación de Medeiros sugiere asimismo que el crecimiento de la renta de capital fue el gran responsable de la resiliencia de la desigualdad entre 2006 y 2012, ante todo en razón de los elevados beneficios de capital obtenidos sobre las riquezas acumuladas. Esto se observa, por ejemplo, en la marcada alza de los precios de los inmuebles y los activos financieros que caracterizó a aquellos años.
Lula no se opuso, por ende, a los intereses de los más ricos. No reformó el sistema tributario ni las reglas e instituciones responsables de las elevadas tasas de interés y la financiarización de la economía. Tampoco nacionalizó empresas ni implementó una reforma agraria. Por el contrario, su gobierno se caracterizó por asegurar elevados beneficios para los sectores empresariales y financieros, así como para los agronegocios.
Si es cierto que los salarios pasaron a estar menos concentrados gracias al crecimiento acelerado de los ingresos de los trabajadores ubicados en la base de la pirámide distributiva, de todos modos, la renta de capital creció aún más y se mantuvo altamente concentrada en manos de los más ricos. En un primer momento, el conflicto distributivo ni siquiera alcanzó a visibilizarse, ya que el crecimiento económico era incluso más pronunciado. En términos absolutos, daba la sensación de que ganaban todos. Y si hubo pérdida de participación relativa, esta no ocurrió en la cima de la distribución sino en las capas intermedias. Entre 2001 y 2015, el 50% más pobre aumentó su participación en la renta total de 11% a 12%. El 10% más rico lo hizo, por su parte, de 25% a 28%. Mientras que el 40% intermedio vio reducirse su participación en la renta de 34% a 32%, en un proceso que Morgan bautizó squeezed middle (medio exprimido).
Se entiende por lo tanto que, al terminar el boom de los commodities y contraerse el ritmo de crecimiento económico a partir de 2011, se exacerbaran los conflictos distributivos de la sociedad brasileña y que una porción significativa de las camadas populares acabara manifestándose en favor de la destitución de Rousseff, así como, más tarde, lo hiciera para apoyar el encarcelamiento de Lula. Lo que no se comprende tan fácilmente cuando se considera la dinámica de la distribución de la renta durante los años de gobierno del PT es el furor de las elites económicas del país en torno de ambos sucesos, que incluyen expresiones de anticomunismo difíciles de encajar en la realidad brasileña: de hecho, en la década del giro a la izquierda, a menudo la experiencia del PT era esgrimida como ejemplo de una gestión «moderada», opuesta al «populismo radical» de Hugo Chávez.
Los conflictos distributivos en los años de Rousseff
Para el caso del gobierno de Rousseff, tal furor podría incluso atribuirse al conjunto de medidas implementadas, que significaron un enfrentamiento directo con los intereses del sector financiero. En efecto, en un intento de canalizar las demandas del empresariado industrial, el gobierno modificó algunos de los pilares de la política económica. El Banco Central, que pasó a ser comandado por Alexandre Tombini -alguien considerado mucho más flexible que su antecesor Meirelles-, inició en agosto de 2011 un ciclo de reducción acelerada de la tasa de interés. Como la caída en las tasas no estaba llegando a los consumidores, el gobierno redujo los intereses cobrados por los bancos públicos (Banco do Brasil, Caixa Econômica Federal) y forzó así a los privados a hacer lo mismo para no perder su participación en el mercado.
Junto con la baja en las tasas de interés y la devaluación del real, las exenciones de pagos y el control de las tarifas de energía eléctrica fueron medidas implementadas durante el primer mandato de Rousseff en sintonía con las demandas de la Federación de Industrias del Estado de Sao Paulo (FIESP), pero no cayeron bien en los sectores ligados al mercado financiero. No obstante, esta política fracasó en su objetivo declarado: la producción industrial no se incrementó y la inversión privada creció desde 2011 mucho menos que en los años del gobierno de Lula. Ante una inflación más alta, una desaceleración de la economía, un deterioro en las cuentas públicas y una pérdida de apoyo incluso dentro del sector industrial al que se buscaba seducir, el gobierno de Rousseff se vio enfrentado a la necesidad de un cambio de rumbo.
Según lo interpretó el politólogo André Singer, el fracaso del denominado «ensayo desarrollista» del primer mandato de Rousseff se debió ante todo a la osadía de aquel proyecto, que habría minado su base de sustentación política. En palabras de Singer: «mientras que, en voz alta, Dilma y [el ministro Guido] Mantega llevaban a cabo un osado programa de reducción de tasas de interés, devaluación de la moneda, control del flujo de capitales, subsidios a la inversión productiva y reestructuración favorable al interés público con concesiones a la iniciativa privada, por lo bajo del suelo social y político se disolvía el vínculo entre industriales y obreros y los empresarios se unificaban «contra el intervencionismo». (…) Tras un inicio exuberante, el desarrollismo fue contenido por el aumento en las tasas a partir de 2013. Desprovisto del apoyo de los industriales y de cara al creciente accionar del bloque rentista, el gobierno acabó situándose a la defensiva, hasta que firmó su rendición completa a fines de 2014″ [10].
Aunque había tratado de canalizar las demandas de sectores influyentes del empresariado industrial -sectores que acabaron apoyando oficialmente la destitución de la presidenta-, el gobierno de Rousseff se opuso a algunos intereses del capital financiero durante el tramo inicial de su primer mandato. Tal hipótesis vale especialmente en lo tocante a la reducción de la tasa Selic y a la política de disminución de las tasas de interés, que afectó directamente a los bancos. Pero la pérdida de base política acabó siendo mayor debido al fracaso económico de las medidas implementadas: un escenario internacional menos favorable, la desaceleración de la economía y la elevada inflación se encargaron de poner sobre el tapete aquellos conflictos distributivos que habían quedado opacados en los años de Lula. Tras una victoria electoral por escaso margen en 2014, Rousseff terminó haciendo suyo en su segundo mandato el programa económico de la oposición. Nombró para el Ministerio de Hacienda a Joaquim Levy, economista jefe del banco Bradesco, y dio inicio a una agresiva política de ajuste fiscal. Solo en 2015 la inversión pública cayó más de 35% en términos reales.
Pese a todo, las elites del país, que no estaban dispuestas a pagar siquiera una porción del costo de la que acabó convirtiéndose en la segunda gran crisis de la historia brasileña, decidieron cerrar filas en favor de la destitución. Se unieron para ello incluso con sectores políticos que buscaban ponerles freno a la operación Lava Jato y otras investigaciones judiciales. Pueden identificarse, en suma, motivaciones bastante diversas en el proceso que culminó con el derrocamiento de la presidenta. En el plano económico y por sobre las medidas de su primer mandato que generaron rechazo en las elites financieras nacionales, hay que destacar la situación de caos económico que se acentuó a partir de 2014 y, consecuentemente, el modo en que arreciaron los conflictos distributivos respecto de la renta nacional y el presupuesto público. En el plano político, muchos atribuyen la caída de Rousseff a su negativa a buscar una articulación con los sectores de la llamada banda podre (podrida) del Congreso Nacional, encabezados por el entonces presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Cunha. Pero ninguno de estos factores, y mucho menos el machismo y la misoginia tan marcados entre quienes apoyaron la destitución de la mandataria, pueden ser elementos para comprender el encarcelamiento de Lula.
La prisión del conciliador
El pasado de Lula como líder sindical y su clara predilección por negociar escenarios en donde todos ganan en lugar de exacerbar conflictos distributivos es, por lo demás, uno de los principales aspectos sobre los que se apoya la crítica de la izquierda al ex presidente. En particular, la cercanía entre su gobierno y las grandes empresas del sector de la construcción -algo que está en el corazón de los recientes procesos judiciales y que, en última instancia, condujo al encarcelamiento del líder del PT- tiende a ser visto como un rasgo central del lulismo. Por eso es que algunos concluyen que su prisión es una suerte de resultado de la política de conciliación de clases. De todos modos, cuando un conciliador que jamás redujo los beneficios absolutos o siquiera los beneficios relativos de los sectores más ricos se convierte en objeto de tanto odio por parte de las clases dominantes, es necesario preguntarse cuáles serían las chances de supervivencia efectiva en caso de que se diera una tentativa radical de redistribución de la renta desde la cima hacia la base de la pirámide, que socavara el poder político de las históricas oligarquías brasileñas.
Por lo visto, estamos ante una elite económica que no está dispuesta a tolerar ninguna transformación social, ni siquiera una que se diese sin costo alguno. También es posible que parte de la elite que festejó el encarcelamiento de Lula haya actuado engañada por la falsa idea de que la justicia finalmente ha empezado a funcionar para todos. Pero el grueso parece estar entusiasmado con la posibilidad de apartar del juego electoral un proyecto que dialoga con las clases populares. Tener preso a Lula aparece en estos casos como la única vía para el triunfo de un proyecto de país esencialmente antidemocrático, en tanto apunta a preservar las actuales estructuras de poder en una sociedad profundamente desigual y esclavista. Un proyecto que, no en vano, fue derrotado en las urnas repetidas veces.
En este contexto, el campo progresista brasileño, que hoy se encuentra altamente fragmentado de cara a las elecciones de octubre, logró unirse para condenar el encarcelamiento de Lula. Liberar al líder popular más importante de la historia de Brasil parece haberse convertido en el denominador común de todos los que, incluso a escala global, buscan una nueva oportunidad democrática para dar combate a las injusticias sociales históricas.
[1] Sobre los efectos del programa Bolsa Família en la reducción de la desigualdad, véase, por ejemplo, Rodolfo Hoffman: «Transferências de renda e desigualdade no Brasil (1995-2011)» en Tereza Campello y Marcelo Côrtes Neri: Programa Bolsa Família: uma década de inclusão e cidadania, Ipea, Brasilia, 2013.
[2] Guilherme Klein: «Lucratividade, desenvolvimento técnico e distribuição funcional: uma análise da economia brasileira entre 2000 e 2013«, tesis de maestría, USP, 2017, disponible en: www.teses.usp.br/teses/disponiveis/12/12138/tde-09112017-163943/pt-br.php.