El pasado viernes los abogados de Luiz Inácio Lula da Silva informaron formalmente a los tribunales correspondientes lo ya sabido: el ex presidente se rehúsa a aceptar cualquier decisión judicial que no sea la anulación del juicio que lo condenó (dicho sea de paso, sin prueba alguna). Se trata de una decisión política, sin […]
Se trata de una decisión política, sin mucha salida en términos jurídicos: la legislación brasileña impone que una decisión del Poder Judicial sea cumplida sin menoscabo.
Por lo tanto, si se decide por la progresión de condena del actual régimen cerrado al semiabierto, cuando él tendría que salir de la cárcel atendiendo a determinadas normas. Ni modo: habrá que aceptar y cumplir. Habrá que esperar un poco para saber qué determina la jueza encargada de su caso.
Un día antes, el jueves, empezó en el Supremo Tribunal Federal brasileño, instancia máxima de la justicia en el país, una discusión absolutamente insólita: se trata de decidir si es constitucional algo que está en la Constitución.
La decisión será conocida en esta semana, y tendrá influencia definitiva sobre Lula da Silva y otro nutrido grupo de detenidos.
Ninguno, sin embargo, ni de lejos, con el impacto del caso del ex presidente.
Parece ridículo, pero Brasil es cada día un país cada vez más propenso a presenciar ridiculeces como esa.
Dice la Constitución que alguien sólo podrá ser llevado a la cárcel cuando estén agotados todos los recursos judiciales. Y Lula no tuvo una decisión en la Corte Suprema, último recurso.
Su situación es un caso clarísimo de violación de lo que dice la Constitución. Y eso para no mencionar, claro, toda la manipulación de su juicio, ampliamente comprobada por el material obtenido y divulgado por la publicación The Intercept del periodista estadunidense Glenn Greenwald.
Está más que demostrado que el entonces juez Sergio Moro actuó de manera parcial, orientando a los fiscales, para llegar a la condenación contra Luiz Inácio Lula da Silva sin prueba alguna.
Moro que ahora es ministro de Justicia y Seguridad Pública de Bolsonaro, que sólo fue nombrado porque Lula no disputó los comicios en octubre de 2018.
Mientras la Corte Suprema decide si es constitucional algo que está en la Constitución, y el preso político más notorio del mundo anuncia que no acepta otra salida que no sea que se le declare inocente, se da por descontado que en las próximas semanas o a lo sumo de aquí a finales de año Lula da Silva saldrá de la cárcel donde permanece desde abril de 2018.
Y la gran duda es qué pasará cuando él pueda hablar a la gente y pueda crear o intentar armar nuevas articulaciones políticas y reforzar viejos lazos.
El actual entorno político brasileño es absolutamente caótico. El clan presidencial, integrado por el presidente Jair Bolsonaro y su trío de hijos políticos -el senador Flavio, investigado por desvío de dinero público, el diputado nacional Eduardo y Carlos, concejal municipal por Río de Janeiro-, hace un desastre cada día o, mejor dicho, a cada hora.
Ahora mismo han logrado crear una violenta ruptura en su propio partido, el Partido Social Liberal (PSL), que no es sino una mezcolanza de intereses espurios que resultará en una corrosión más en una ya harta desarticulación de gobierno.
Bolsonaro no cuenta con ninguna articulación en el Congreso, lo que hace que Brasil viva una especie de parlamentarismo blanco.
Como prácticamente no existe diálogo y articulación entre un gobierno sin norte, pues que sea en el Congreso lo que los dioses determinen.
Una vez suelto, Lula da Silva será pieza absoluta e irreversiblemente fundamental en el panorama político brasileño.
Lo que Bolsonaro y sus seguidores más sólidos lograron imponer en Brasil es algo indescriptible.
Hay un clima de odio y violencia, de antagonismos radicales, mientras la nación navega sin rumbo, en dirección a un abismo cuya profundidad hoy es ignorada.
Las acciones descerebradas de Jair Bolsonaro no afectan únicamente a la más absolutamente confusa realidad brasileña, sino que se extienden por el mapa, aislando Brasil a cada hora que pasa de cualquier posición mínimamen-te compatible con el rol que la nación merece.
Con Lula libre, y por más limitada que sean su libertad y espacio de acción, el inepto Bolsonaro tendrá que enfrentarse a un experto en articulaciones políticas.
Y eso será esencial y decisivo para cambiar de manera radical el tenebroso panorama político brasileño, que se encuentra en el más bajo nivel de toda su embrollada historia.
Nunca antes hubo un mandatario tan errático y mediocre, nunca antes se vivió un ambiente tan abyecto y tan lleno de abyecciones.
Nunca antes, ni siquiera en tiempos de la más reciente dictadura militar (1964-1985), hubo un clima tan notoriamente tenso en Brasil.
Nunca hubo un tiempo de tan intenso e insensato antagonismo, de tanta agresividad, de tanto absurdo desvariado y sin sentido, llevado a cabo por un jefe de gobierno desgobernado.
En semejante escenario volverá Luiz Inácio Lula da Silva a aparecer.