Al presidente brasileño le toca enfrentar varios conflictos domésticos, que si no son solucionados a tiempo pueden costarle su segundo mandato. Son una voz de alarma que merece ser escuchada. Según el refrán aplicado al cine, las segundas partes nunca fueron buenas. Ahora, Luiz Inácio Lula Da Silva tendrá que dar lo mejor de sí […]
Según el refrán aplicado al cine, las segundas partes nunca fueron buenas. Ahora, Luiz Inácio Lula Da Silva tendrá que dar lo mejor de sí para que ese apotegma no termine por explicar su segundo mandato y pueda resultar una exitosa excepción a la regla. Hasta este momento, el escenario doméstico lo encuentra empantanado en la formación de un gabinete de coalición, apremiado por la posibilidad de enfrentar un juicio político y con tantos flancos de combate abiertos que siempre está latente la posibilidad de recibir un cañonazo bajo la línea de flotación.
Por otro lado, su política exterior no corre mejor suerte. Últimamente signada por los acuerdos con George W. Bush para la explotación del biocombustible etanol, cosechó duras críticas de propios y extraños y generó cierta incertidumbre hacia dentro del Mercado Común del Sur (Mercosur).
Además, de tanto en tanto, alguno de sus ministros se despacha con una fuerte crítica a las iniciativas regionales -por ejemplo, el Banco del Sur- y aviva el fuego de la prensa masiva.
Durante sus primeros cuatro años de gobierno, Lula logró -aplicando una fuerte ortodoxia fiscal- equilibrar las finanzas del país, desendeudarse del Fondo Monetario Internacional (FMI), implementar fuertes políticas sociales en beneficios de millones de familias carenciadas y, hacia fuera, revitalizar el Mercosur con su decisión de apostar a la integración sudamericana por sobre el Aérea de Libre Comercio de las Américas (ALCA), un proyecto muy particular de unión continental a imagen y semejanza de los intereses estadounidenses.
Aún así, al mandamás brasileño le fue difícil profundizar en los puntos anteriores y encarar reformas estructurales porque le tocó vivir un verdadero infierno político, donde sus colaboradores más cercanos, nombres históricos del Partido de los Trabajadores (PT), fueron obligados a renunciar por las denuncias de corrupción – muchas de ellas comprobadas – que se levantaron en su contra. En definitiva, las disputas hogareñas se llevaron toda la atención, y recién a medio año de la última elección pudo dedicarse a pensar estratégicamente.
Pero ahora, cuando un comienzo promisorio hacia pensar que el verdadero Lula saldría a la luz, los fantasmas del pasado inmediato amenazan con volver. En menos de un mes, se activaron varios focos de conflicto que, de no resolverlos a tiempo, podrían ubicarlo en un terreno laberíntico, sin principio ni fin. El presente tormentoso hizo olvidar el acuerdo por el precio del gas con el presidente boliviano Evo Morales, la visita a su similar uruguayo Tabaré Vásquez para mantenerlo dentro del Mercosur, el encuentro con Hugo Chávez para confirmar a Venezuela como un aliado estratégico y el lanzamiento en enero del Plan de Aceleración del Crecimiento (PAC), que prevé una millonaria inversión pública en el desarrollo de la infraestructura energética, caminera, de transporte y portuaria.
Pero, ¿por qué Lula, reelecto por el 60 por ciento de los votos, no dispone para gobernar de una tranquilidad que le permita darle continuidad a sus políticas directrices? Una de las explicaciones es que el oficialista PT no es fuerte en el Congreso nacional – ni en Diputados ni en el Senado- y no gobierna los estados más importantes del país, ya que, por ejemplo, el conservador Partido del Movimiento Democrático de Brasil (PMDB) tiene la mayoría de senadores y San Pablo está en manos del Partido Social Demócrata de Brasil (PSDB), líder de la oposición.
Es decir, lo que sucede hoy en Brasil no es comparable al liderazgo que Néstor Kirchner puede ejercer en Argentina o el que Chávez puede practicar en la república bolivariana. Al argentino le responde de manera casi automática el poder legislativo -condición que ganó a través de las urnas- y, por ejemplo, el gobernador de la poderosa Buenos Aires es su principal aliado. En el caso del venezolano, la oposición no tiene siquiera una banca parlamentaria porque decidió no presentarse a la contienda electoral. Es decir, sendos presidentes gozan del respaldo que Lula carece.
Es por eso que Lula convocó a sus adversarios para formar un gobierno de coalición, ofreciéndole a cambio un asiento en la mesa de ministros. Así, se fue formando una extraña amalgama ideológica de funcionarios hasta que estalló la polémica: el economista Reinhold Stephanes asumió en el Ministerio de Agricultura.
Stephanes, de 68 años, representante del PMBD, entró en la política en los años 70, como diputado del partido Arena, que entonces apoyaba al régimen militar. Además, fue ministro de Previsión Social en el gobierno de Fernando Collor de Mello (1990-1992) y de Trabajo en el primero de los dos cuatrienios de Fernando Henrique Cardoso (1996-1999), ambas presidencias siempre criticadas por el mismo Lula; la primera por corrupción y la segunda por haber aplicado sin miramiento el modelo neoliberal.
La designación, que sumó la quinta cartera para el PMDB, de un total de 23, inquietó a la izquierda que apoya al oficialismo y disgustó a los movimientos sociales de base. Las recriminaciones también señalaron que así, el PT pierde capacidad de acción y legitima personajes que antes repudió.
Por otro lado, el PSDB insiste en abrir una Comisión Parlamentaria Investigadora (CPI) por el accidente del avión de la empresa Gol, a fines de septiembre, en el que murieron 154 personas por una falla combinada de la torre de control de Brasilia y de una aeronave Legacy, de una empresa norteamericana. Según estiman los creadores de la iniciativa, hay pruebas suficientes para involucrar y poner en aprietos a Lula por una supuesta falta de abandono del sistema de control aéreo.
Por último, encadenada con la situación anterior, la semana que pasó registró una amenaza golpista del las Fuerzas Armadas (FFAA) brasileñas contra el Gobierno que consiguió doblegar a Lula y desnudó la debilidad de las instituciones democráticas frente a la militares.
Todo comenzó cuando Lula, en plenas facultades de Comandante en Jefe, desautorizó al comandante de la Fuerza Aérea de Brasil (FAB), que pretendía encarcelar a un grupo de sargentos controladores de vuelo que habían ido a la huelga por mejoras salariares. Los huelguistas también pretendían convertirse en empleados del ministerio de Defensa, lo que obligó a pensar en un plan para desmilitarizar el tráfico aéreo en el corto plazo. El problema era que si ese grupo de técnicos era apresado, hubiese sido imposible reemplazarlos con rapidez y solucionar el colapso de varios aeropuertos y la cancelación de casi 300 vuelos nacionales e internacionales.
Horas después, altos mandos castrenses que prefirieron el anonimato, dijeron a los matutinos que percibían un clima de insubordinación similar al que precedió el Golpe de Estado de 1964, cuando fue depuesto el presidente Joao Goulart. La embestida estuvo apoyada por la prensa masiva, que sermoneó al mandatario por incomodar a los uniformados al romper uno de sus eslabones de jerarquía.
Frente a la presión, el ex sindicalista dio marcha atrás con sus promesas a los trabajadores aéreos y ya no tratará de mediar para que no sean sancionados; además, se olvidará por largo tiempo de la posibilidad de trasladar a manos civiles el control y la administración de los vuelos. Quedó sentado un peligroso antecedente que, de no aclararse en lo inmediato, estaría indicando que toda decisión presidencial de trascendencia necesita la venia militar.
Por ahora, ninguno de los nodos anteriores reviste una gravedad alarmante, pero de no acotarlos a tiempo podrían devenir en inmanejables. La imagen de Lula por si sola, después de absorber la anterior crisis, ha cargado suficiente peso sobre sus espaldas como para mantenerse a flote en una nueva tormenta. Apoyarse en las bases populares de su partido, más que nada formada por colectivos con tradición de lucha, ya le dio resultado para conseguir su reelección, y podría resultarle de nuevo. Como gran parte del capital político del PT es simbólico – es decir, por lo que representa-, hipotecarlo bajo fundamentos pragmáticos sólo puede ser un estimulante de rápido efecto pero de corta duración.