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Lulismo a cámara lenta

Fuentes: New Left Review / Sidecar [Imagen: Luiz Inácio 'Lula' da Silva. Créditos: Ricardo Stuckert]

En su apogeo, el sueño de Luiz Inácio Lula da Silva de un cambio sin conflictos conquistó muchos corazones y mentes.


Como contracara de una audaz política exterior, el tercer gobierno de Lula viene mostrándose extremadamente tímido en su política de redistribución. Los límites fiscales, en parte heredados y en parte autoimpuestos como concesión al gran capital, así como el peso de la ultraderecha en el Congreso se han vuelto un lastre para las políticas progresistas.


Un año después del regreso de Luiz Inácio Lula da Silva al poder, es posible hacer una evaluación preliminar de su estrategia de gobierno ante el enfrentamiento protagonizado por las distintas clases sociales. Tras su elección en octubre de 2022 a la cabeza de una coalición heterogénea que esperaba proteger la democracia brasileña del bolsonarismo, el presidente reeditó el planteamiento lulista clásico: concesiones al por mayor a la burguesía junto con medidas al por menor para beneficiar a las masas.

Cuando Lula asumió la presidencia por primera vez hace dos décadas, esta combinación de pactos con las élites y reformas graduales era a la vez innovadora y preocupante. Lula se negó a romper con el legado neoliberal de su predecesor, Fernando Henrique Cardoso, pero luchó por elevar el nivel de vida de la mayoría empobrecida básicamente mediante la ampliación de las transferencias monetarias a través del programa Bolsa Família, la extensión del crédito barato y la aprobación de aumentos regulares del salario mínimo en términos reales. Este programa social mejoró la vida de la mayoría pauperizada sin confrontar los fundamentos del orden neoliberal, aseguró la reelección de Lula en 2007 y ocupó un lugar central en su campaña para 2022. Queda por saber si esta política puede sostenerse en el futuro de modo viable.

Desde un principio, el «reformismo débil» de Lula estuvo plagado de contradicciones, entre las que cabe destacar las siguientes: las ganancias en el poder adquisitivo de los trabajadores no fueron acompañadas de mejoras equivalentes en la provisión pública de salud, educación básica y media, transporte y seguridad; el mayor acceso a títulos universitarios no se vio acompañado de oportunidades de empleo decente, en general vinculados, directa o indirectamente, al dinamismo de la producción industrial; no hubo un plan coherente para estimular la industria nacional o para abandonar las exportaciones de materias primas; la decisión de Brasil de acoger la Copa del Mundo y los Juegos Olímpicos provocó conflictos violentos y el desplazamiento de comunidades. En la esfera electoral, sin embargo, el reformismo débil de Lula provocó un realineamiento decisivo: los pobres apoyaron en masa al Partido de los Trabajadores (PT), mientras que las clases medias se aglutinaron en torno al Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) de Fernando Henrique Cardoso, de centroderecha. Este modelo condujo al PT a cuatro victorias consecutivas en las elecciones presidenciales brasileñas. En su apogeo, el sueño rooseveltiano de un cambio sin conflictos conquistó muchos corazones y mentes.

Sin embargo, el descontento, tanto popular como de las élites, empezó a crecer en la década de 2010. En 2013 estallaron protestas masivas contra el aumento de las tarifas del transporte público. Siguió una oleada de activismo judicial contra el gobierno, la destitución ilegítima de la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, y finalmente el encarcelamiento del propio Lula. Michel Temer, tras ascender a la presidencia mediante un golpe de Estado perpetrado en el Congreso en 2016, lanzó su plan ultraliberal denominado «Puente hacia el futuro», que destrozó los derechos de los trabajadores e impuso políticas de austeridad, incluida la introducción de un techo constitucional al gasto público. Durante los años siguientes se volvió a una situación de atraso, asociada por innumerables estudios históricos con la dictadura militar de 1964. Temer primero y Jair Bolsonaro después enterraron el sueño de justicia social bajo los escombros del lulismo. La pobreza y la falta de vivienda se dispararon. La regresión social se vio agravada por el atavismo político, que vio cómo el Ejército aspiraba de nuevo a dirigir el Estado, práctica abandonada desde la aprobación de la Constitución democrática de 1988. En la estela de esta demolición, Lula fue llamado a reconstruir este desastre desde las ruinas.

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Tras ganar las elecciones presidenciales de 2022 por un estrecho margen, Lula asumió el cargo el 1 de enero de 2023, prometiendo «unidad y reconstrucción». No estableció ningún objetivo específico para su gobierno. Sus discursos hicieron hincapié en los objetivos generales de restañar las heridas de la sociedad, superar el clima de odio, luchar contra la desigualdad y sacar al país de su aislamiento internacional. Durante la campaña electoral se evocó el contraste entre los buenos tiempos del lulismo y el posterior período de crisis. Las perspectivas de futuro quedaron relegadas a un segundo plano.

Una vez en el poder, la «unidad» se buscó principalmente mediante la negociación con el capital y el Congreso, que siguió dominado por las fuerzas conservadoras. Los legisladores de centroizquierda rara vez representan más del 30 por ciento de la Cámara, por lo que Lula siempre ha intentado formar alianzas con partidos situados a lo largo de todo el espectro político. Desde 2018, sin embargo, la extrema derecha ha establecido una presencia significativa en la asamblea legislativa. El Partido Liberal, que ahora acoge a Bolsonaro, es el mayor de la Cámara tras ganar 99 de los 513 escaños en las últimas elecciones. El auge del conservadurismo radical siguió al declive tanto del PSDB, que tenía 70 escaños en 2003 y desde entonces se ha hundido hasta los 13, como del PT, que redujo su cuota de representación de los 91 a los 68 escaños durante el mismo período de tiempo. Estos cambios han reducido el margen de maniobra del lulismo, pero ello no implica necesariamente una mayor presión parlamentaria en pro de una política fiscal de austeridad. De hecho, la totalidad del campo de la derecha mantiene sus vínculos con la burguesía, a la que le ofrece un acceso privilegiado a los fondos públicos y le garantiza su oposición a las subidas de impuestos. La supervivencia del campo de la derecha está estrechamente ligada, pues, al uso de los recursos presupuestarios.

Para el capital brasileño, sin embargo, la austeridad sigue siendo la máxima prioridad. Durante el último año, Lula ha encomendado a su ministro de Hacienda, Fernando Haddad, la tarea de otorgar concesiones a las grandes empresas. Entre ellas, se incluye el nuevo «marco fiscal» del gobierno, que analizaremos a continuación, así como reformas fiscales modernizadoras que concentrarán una serie de impuestos federales, estatales y municipales en un único impuesto sobre el valor añadido. Este proyecto de ley, que llega tras tres décadas de debate sobre el sistema tributario, fue aprobado por el Congreso el 15 de diciembre pasado, con el único voto en contra de la extrema derecha. Cuatro días después, Standard and Poor’s mejoró la calificación del país en los mercados internacionales.

Mientras tanto, Lula ha dedicado los meses transcurridos desde su elección a encontrar resquicios por los que satisfacer las necesidades del pueblo. En diciembre de 2022, tras eludir la presión a favor de medidas de austeridad inmediatas nombrando hábilmente al vicepresidente, Geraldo Alckmin, para presidir el equipo de transición presidencial, Lula consiguió aprobar un aumento de 145.000 millones de reales (29.400 millones de dólares) en el presupuesto de 2023 con la llamada enmienda constitucional de transición. Evitó así recortar programas sociales, como las transferencias monetarias y los subsidios a los medicamentos.

La astucia de esta jugada residió en establecer un diálogo con Arthur Lira, el poderoso presidente de la Cámara, que había estado a cargo de su denominado presupuesto secreto. Este mecanismo, formalizado durante el mandato de Bolsonaro, otorgaba al presidente aproximadamente 20.000 millones de reales para distribuir entre los diputados al margen de todo criterio de transparencia, que eran usados generalmente para financiar obras en sus respectivas circunscripciones. El Supremo Tribunal Federal había declarado inconstitucional la práctica, pero Lula aceptó mantenerla informalmente caso por caso (que debe negociarse con el gobierno), al tiempo que prometió su apoyo a la reelección de Lira como presidente de la Cámara a cambio de la aprobación de la enmienda constitucional de transición. Así, el mismo día de su toma de posesión, Lula pudo prorrogar el programa Auxílio Brasil y en marzo lanzó Bolsa Família 2.0, con un mínimo de 600 reales (120 dólares) por hogar beneficiario, a los que añadió 150 reales en ayudas sociales por cada niño de hasta 7 años de edad. De este modo, Lula recompensó la lealtad de su base electoral subproletaria y se protegió de la precipitada caída de los índices de aprobación que ha debilitado a otros líderes progresistas de América Latina.

No obstante, de la mano de las concesiones otorgadas a Lira, el porcentaje de los ingresos corrientes netos destinado a los parlamentarios ha pasado del 1,2 al 2 por ciento, en parte para compensar el debilitamiento del presupuesto secreto, lo que fortalece el poder del Congreso, que ha ido creciendo desde que el entonces presidente, Eduardo Cunha, orquestó en 2016 el derrocamiento de Dilma. Durante el mandato del sucesor de Cunha, Rodrigo Maia, se habló incluso de «parlamentarismo informal», lo que persistió con el apoyo de Bolsonaro hasta que Lira fue electo presidente de la Cámara. A la luz de todo ello, algunos analistas afirman que el sistema político brasileño ha pasado de ser hiperpresidencialista a convertirse en semipresidencialista. Esta tendencia constriñe aún más el poder de Lula, ya que su política fiscal se enfrenta ahora a una presión proveniente de dos frentes, esto es, de una clase capitalista que exige más austeridad y del constante avance del poder conservador del Congreso sobre el presupuesto.

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El marco fiscal de Lula, presentado en marzo de 2023, ha sido el principal medio para apaciguar al capital. Formulado por el Ministerio de Hacienda, se presentó como un sustituto más flexible al techo de gasto que Temer había impuesto siete años antes. Dada la ausencia de economistas ortodoxos en el equipo del ministro Haddad, la timidez del plan probablemente no surgió de ninguna convicción teórica, sino de un acuerdo con las fracciones de la clase capitalista que apoyaron a regañadientes a Lula en la segunda vuelta de 2022 y, en particular, con el sector financiero globalizado.

El efecto general del marco es reducir todavía más el impulso del reformismo débil practicado por Lula. A diferencia de las restricciones vigentes durante el mandato de Temer, que congelaban el gasto en términos reales, el nuevo marco fiscal permite que este crezca siempre y cuando los ingresos fiscales también lo hagan. Sin embargo, el aumento del gasto se limita al 70 por ciento del aumento de los ingresos públicos y no debe superar un máximo del 2,5 por ciento anual. Al garantizar que el gasto crezca a un ritmo más lento que los ingresos, la norma impone una reducción gradual del tamaño del Estado muy similar a la infame reforma introducida por Temer. Como ha señalado el economista Pedro Paulo Bastos, la propuesta ni siquiera es compatible con el aumento del salario mínimo para mantener el ritmo de crecimiento del PBI o con el mantenimiento de los suelos constitucionales para el gasto en educación y salud. Las contradicciones inherentes del lulismo siempre estuvieron destinadas a crear problemas a largo plazo, pero ahora incluso el corto plazo está amenazado.

Los intentos de Lula de apaciguar a la clase inversora no se detuvieron ahí. El Ejecutivo también se comprometió con el audaz objetivo de abolir el déficit primario en 2024 y asegurar superávits del 0,5 y el 1 por ciento del PBI durante el siguiente bienio. Dado que se prevé que el déficit primario de 2023 supere el 1 por ciento, reducirlo a 0 exigiría recortes significativos, mayores que los efectuados durante el primer mandato de Lula, los que catalizaron la creación del Partido Socialismo y Libertad como contrincante situado a la izquierda del PT. El gobierno afirma que el plan no consiste en reducir el gasto, sino en aumentar los ingresos, en parte gravando a los ricos, habiéndose comenzado a dar algunos pasos positivos en esta dirección: impuestos sobre los fondos de inversión exclusivos y extraterritoriales; reformas que otorgan más poder al gobierno en las disputas fiscales con empresas privadas; la Medida Provisional para Subvenciones, que pretende fortalecer la capacidad recaudatoria del gobierno, y la revisión de los llamados gastos fiscales, consistentes en su mayoría en subvenciones y beneficios fiscales concedidos a sectores específicos.

La aprobación de estas medidas ha supuesto, sin embargo, la aprobación de nuevas concesiones a la mayoría conservadora de la Cámara, lo que se ha traducido en alianzas con el Partido Progresista, antiguo bastión de la derecha que apoyó la dictadura militar, y con los Republicanos, vehículo electoral creado por la neopentecostal Iglesia Universal del Reino de Dios, vinculada a Bolsonaro. En setiembre, estos partidos recibieron los ministerios de Deportes y de Puertos y Aeropuertos, respectivamente, así como otros cargos en el segundo nivel de gobierno. En teoría, esto significa que el bloque parlamentario de Lula supera el cuórum de tres quintas partes necesario para aprobar enmiendas constitucionales. Sin ese número, se suele creer que existe un riesgo constante de motín parlamentario contra el presidente. Pero, en realidad, gracias a la naturaleza cambiante y amorfa de los partidos brasileños, el acuerdo no es garantía de estabilidad. La relación entre la Presidencia y la Cámara seguirá caracterizándose por negociaciones puntuales que podrían romperse en cualquier momento.

Las partes del marco fiscal que pretenden cambiar el regresivo sistema tributario brasileño son favorables a los sectores populares. Y la reducción del déficit mediante el aumento de los impuestos a los ricos tiende a ser menos perjudicial para el crecimiento que un simple recorte del gasto. Pero el techo impuesto a los incrementos del gasto significa que este programa, en el mejor de los casos, reducirá la austeridad sin eliminarla. El techo del 2,5 por ciento representa un duro freno al progreso, un freno que no existía en los anteriores gobiernos de Lula. Durante sus dos primeros mandatos, la tasa de crecimiento del gasto federal fue del 7,2 por ciento anual. Entre 2003 y 2010, el gasto primario como proporción del PBI aumentó en torno al 15-18 por ciento, creando las condiciones para financiar la Bolsa Família y aumentar el salario mínimo un 66 por ciento en términos reales. Del mismo modo, tanto durante el segundo mandato de Cardoso como durante el primero de Dilma, el gasto creció el doble de lo permitido por el marco. Según un estudio contrafactual elaborado por el Centro de Investigación en Macroeconomía de las Desigualdades de la Universidad de San Pablo, si las nuevas normas se hubieran adoptado en 2003, el gasto público no habría aumentado, sino que habría caído hasta el 11 por ciento del PBI. Las restricciones son ahora tan estrictas que los estratos populares no pueden avanzar. Es lulismo en cámara lenta.

Podría argumentarse que el crecimiento del 3 por ciento PBI de Brasil registrado en 2023 contradice la idea de la existencia de un estrangulamiento. Pero aún no vivimos bajo los efectos restrictivos del nuevo marco fiscal. La reciente aceleración económica se ha debido en parte al gasto efectuado a partir de 2022, resultado del uso del presupuesto como herramienta electoral por parte de Bolsonaro, así como a la enmienda constitucional de transición y a la bonanza agraria provocada por la cosecha récord obtenida en 2022-2023. El régimen fiscal propuesto pondrá fin a esta racha de crecimiento. Lula es consciente de ello y por eso ha empezado a hablar de aflojar la camisa de fuerza fiscal. A finales de octubre, afirmó que el déficit para el próximo año «no tiene que ser cero». Casi inmediatamente, la bolsa cayó y el dólar subió. El capital exigió un compromiso de austeridad y, por el momento, el gobierno ha cedido, manteniendo el objetivo actual. Sin embargo, la disputa continúa y el PT ha redoblado recientemente sus críticas a la austeridad. Es posible que en los próximos meses se suavicen los mencionados objetivos estrictos que impone el actual marco de austeridad. ¿Será esto suficiente?

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Para poner el programa de Lula en perspectiva, vale la pena compararlo con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en México, que asumió el cargo a finales de 2018. AMLO se asocia generalmente con la centroizquierda, a pesar de su cariz populista y sus dudosos planteamientos frente al covid-19. Su programa combina la restricción fiscal con la redistribución de la renta, y hasta ahora ha demostrado ser enormemente popular entre las masas trabajadoras. Las previsiones indican que su sucesora va camino de ganar cómodamente las elecciones de este año para su partido. El presidente ha perseguido lo que denomina austeridad republicana, con lo que pretende restringir el control privado de los recursos públicos al tiempo que aumenta los impuestos a los más ricos. Hay similitudes obvias con la cruzada de Haddad contra el patrimonialismo y sus propuestas fiscales. Sin embargo, AMLO gobierna con una flexibilidad que sería imposible en el marco brasileño. El primer año de su mandato estuvo marcado por una política fiscal expansiva, que se intensificó cuando la pandemia irrumpió, en 2020.

Durante los tres años siguientes, se registró una contracción general del gasto público, aunque esta rúbrica general oculta importantes cambios en la asignación de fondos. El tradicional programa de transferencia de efectivo de México, Progresa, siempre fue visto con recelo por buena parte de los situados en los márgenes del país debido a sus estrictas condiciones de disfrute y a los duros criterios de elegibilidad. AMLO ha sustituido este programa por programas de transferencias universales que han incrementado el número de sus beneficiarios. Al mismo tiempo, su gobierno ha aumentado significativamente el salario mínimo y ha fortalecido los derechos laborales, financiando estas medidas mediante recortes en la función pública. Cualesquiera que sean las deficiencias del programa de AMLO, ha logrado mantener el crecimiento de la economía mexicana por encima del 3 por ciento anual desde 2021, lo que ha contribuido a su persistente popularidad. Su austeridad republicana es, desde un punto de vista macroeconómico, mucho menos austera que la que se propone ahora para Brasil. Es más evocadora del lulismo original que de su demacrada reencarnación actual.

Puede que Lula no goce de los índices de aprobación de AMLO, que se han mantenido vigorosamente por encima del 60 por ciento, pero aun así le ha ido mejor que a muchos de sus otros homólogos latinoamericanos. El chileno Gabriel Boric vio caer su índice de popularidad un 22 por ciento durante su primer año en el cargo, mientras que el colombiano Gustavo Petro sufrió un descenso de un 23 por ciento durante el mismo período. En cambio, el apoyo a Lula solo ha bajado un 11 por ciento, pasando del 49 al 38 por ciento desde los inicios de su mandato hasta el mes pasado. Aunque preside una nación enconadamente polarizada, ha logrado conservar una base popular significativa, aunque disminuida en comparación con diciembre de 2003 (42 por ciento de aprobación) y, sobre todo, diciembre de 2007 (50 por ciento de aprobación). No obstante, esta relativa estabilidad pronto se verá amenazada una vez que, como se prevé ampliamente, la economía de Brasil empiece a tambalearse bajo las nuevas restricciones.

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En el Palacio de Planalto, sede del gobierno federal brasileño, saben que el feel good factor es crucial en los años electorales. Dentro de diez meses, el estado de ánimo de la población aflorará en las elecciones municipales y de alcaldías que se celebran en todo el país. Una derrota en circunscripciones de alto perfil seguramente ensombrecerá el inicio de la campaña para las elecciones presidenciales de 2026. De ahí las recientes medidas del gobierno para modificar los términos del marco fiscal. De ahí también los esfuerzos de los parlamentarios por asegurarse la parte del presupuesto que desean. En San Pablo, que suele servir de barómetro electoral, la próxima contienda se mueve en el filo de la navaja. El candidato de izquierda a la alcaldía, Guilherme Boulos, llevó adelante una buena campaña en 2020 y Lula se impuso entre los votantes del perímetro urbano en 2022. Sin embargo, la derecha puede mostrarse eficaz a la hora de explotar los instintos conservadores de las clases medias metropolitanas, normalmente decisivas para dirimir el resultado de las elecciones municipales. Aquí, como en otros lugares, la suerte de la economía probablemente determinará su voto.

La dinámica mundial ha introducido otra nota de incertidumbre. Desde finales de 2022, la inflación en Estados Unidos, la zona euro y Reino Unido ha descendido y los tipos de interés deberían seguir el mismo camino, propiciando tendencias similares en Brasil. Con un poco de suerte, ello permitirá que la liquidez mundial se recupere y estimule el crecimiento al sur de la línea ecuatorial. Pero el aumento de las tensiones geopolíticas, la volatilidad de los flujos de capital y los fenómenos meteorológicos extremos seguirán afectando desproporcionadamente a los países periféricos. Lula está intentando reducir la vulnerabilidad de Brasil ante estos vientos externos que soplan en su contra y, para ello, pretende encontrar nuevas oportunidades de desarrollo, especialmente aquellas que no impliquen enfrentamientos con la burguesía. En el sector energético, por ejemplo, se ha negado a bloquear las prospecciones petrolíferas en la desembocadura del río Amazonas, a pesar de que el propio Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables, el ente estatal a cargo del área ambiental, las había prohibido oficialmente. (Esto ha provocado duras críticas de los ecologistas e incluso de la ministra de Medio Ambiente y Cambio Climático, Marina Silva, que supervisó el descenso de un 22 por ciento en la deforestación de la Amazonia efectuado el año pasado y propuso un límite a la producción de petróleo.)

También hay quienes apuestan por la posibilidad de que China se muestre dispuesta a prestar ayuda en medio de la creciente rivalidad sino-estadounidense. En general, Lula ha hecho gala de una audacia en los asuntos mundiales de la que ha carecido en el frente interno. Su énfasis en la política exterior ha sido tan intenso que los votantes han criticado sus viajes internacionales por considerarlos excesivos (en 2023 visitó 24 países y pasó 62 días en el extranjero). En el exterior, ha intentado mediar entre el gobierno y la oposición venezolanos, ha apostado por la revitalización de las relaciones con Cuba y ha forjado una posición independiente en las guerras entre Rusia y Ucrania y entre Hamás e Israel. En setiembre, Lula asumió la presidencia rotatoria del G20, utilizando su plataforma para denunciar «los errores estructurales del neoliberalismo». El objetivo último, al parecer, es señalar que Brasil no se alineará automáticamente con ninguna gran potencia y que espera recibir concesiones tanto del bloque estadounidense como del chino, sobre todo en lo relativo al objetivo a largo plazo del país: la reindustrialización. Sin embargo, en este frente los avances siguen siendo lentísimos. Todo lo que sabemos hasta ahora es que los chinos han aceptado construir una fábrica de vehículos eléctricos en Bahía tras la retirada de Ford.

Por supuesto, es poco probable que una estrategia externa tenga suficiente arrastre como para mover a una nación continental como Brasil, lo que abre una ventana de oportunidad a la extrema derecha, que podría explotar las condiciones de estancamiento para presentarse como la única fuerza genuina de cambio. Si el primer y el segundo mandato de Lula crearon la ilusión de un progreso indoloro, el tercero prácticamente ha eliminado del cuadro a la justicia social. Algunos observadores sostienen que, dadas las circunstancias actuales, la prioridad debería ser salvar la democracia y dejar el resto para más adelante. Pero la democracia no puede estabilizarse sin una transformación estructural que, bajo el régimen emergente de lulismo desacelerado, resulta cada vez más difícil de imaginar.

Fernando Rugitsky es profesor de Economía en la Universidad del Oeste de Inglaterra, en Bristol, y codirector del Bristol Research in Economics.

André Singer es profesor titular del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de San Pablo. Autor, entre otros libros, de O lulismo em crise (2018).

Este artículo es una versión revisada de uno anterior publicado en Outras Palavras y publicado en Rebelión.

Traducción: El Salto.

Fuente (del original): https://newleftreview.org/sidecar/posts/slow-motion-lulismo

Fuente (de la traducción): https://www.elsaltodiario.com/sidecar/lulismo-lula-da-silva-reformas-camara-lenta