Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
De repente, un montón de personas de toda Europa han reparado en que apenas sabían gran cosa sobre el Tratado de Maastricht, aunque con razón perciben que podría marcar una inmensa diferencia en su vida. La legítima angustia de todas esas personas ha llevado a Jacques Delors a realizar una declaración a fin de que, en el futuro, se tenga más sensibilidad para consultar la opinión de la población. Podía haberlo pensado antes.
Aunque soy defensor de las medidas para la integración política de Europa, creo que las propuestas de Maastricht tal como están tienen graves defectos, y también que el debate público sobre las mismas se ha visto curiosamente empobrecido. Con el rechazo de los daneses, casi el abandono de Francia y la mera existencia del Mecanismo Europeo de Cambio en cuestión (MEC) después de los estragos causados por los mercados monetarios, es un buen momento para hacer balance.
La idea central del Tratado de Maastricht es que los países de la Comunidad Europea deben avanzar hacia una unión económica y monetaria en la que haya una moneda única gestionada por un banco central independiente. Pero, ¿cómo se va a gestionar el resto de la política económica? Como el tratado no propone ninguna otra institución más que el banco europeo, sus patrocinadores deben de suponer que no hace falta nada más. Pero eso solo sería cierto si las economías modernas fueran sistemas que se autoajustaran y no requirieran ningún tipo de actuación.
Me veo abocado a concluir que semejante idea (la de que las economías son organismos que se corrigen solos y bajo ninguna circunstancia requieren gestión alguna) sí ha determinado ciertamente el modo en que se ha confeccionado el Tratado de Maastricht. Es una versión cruda y extrema de la concepción que durante algún tiempo ha conformado la sabiduría al uso en Europa (aunque no la de Estados Unidos o Japón), según la cual los gobiernos son incapaces de alcanzar (y, por tanto, no deberían proponerse) ninguno de los objetivos tradicionales de la política económica, como el crecimiento o el pleno empleo. Según esta concepción, lo único que se puede hacer legítimamente es controlar la oferta de dinero y equilibrar el presupuesto. Ha hecho falta un grupo compuesto sobre todo por banqueros (la Comisión Delors) para llegar a la conclusión de que la única institución supranacional necesaria para dirigir una Europa supranacional integrada es un banco central independiente.
Pero hay muchas más cosas que abundan en ello. Es preciso subrayar de antemano que la creación de una moneda única en la Comunidad Europea va a poner fin de hecho a la soberanía de las naciones que la componen y a su capacidad para emprender acciones independientes sobre cuestiones de primer orden. Como ha señalado con mucha contundencia el señor Tim Congdon, la capacidad de emitir su propia moneda, de dictar instrucciones a su propio banco central, es lo que en esencia define la independencia nacional. Si un país cede o pierde esa capacidad, adquiere la condición de autoridad local o colonia. Obviamente, las autoridades locales y las regiones no pueden devaluar la moneda. Pero también pierden la capacidad de financiar el déficit mediante la emisión de moneda, al tiempo que otros mecanismos de obtención de financiación quedan sometidos a la normativa central. Tampoco pueden modificar los tipos de interés. Como las autoridades locales no poseen ninguno de los instrumentos para intervenir en la política macroeconómica, sus opciones políticas quedan reducidas a cuestiones de énfasis relativamente secundarias: un poco más de educación por aquí o un poco menos de infraestructuras por allá. Creo que cuando Jacques Delors hace un énfasis distinto en el principio de «subsidiariedad», en realidad solo nos está diciendo que se nos permitirá tomar decisiones sobre un número de asuntos relativamente sin importancia mayor de lo que habíamos supuesto en un principio. Al final, quizá nos deje comer pepinos curvos. ¡Fantástico acuerdo!
Permítanme expresar un punto de vista distinto. Creo que el gobierno central de cualquier Estado soberano debe esforzarse continuamente por determinar el grado general óptimo de suministros, la adecuada carga global de la fiscalidad, la asignación correcta del gasto a necesidades en conflicto y la justa distribución de las cargas impositivas. También debe determinar el extremo hasta el que se financia cualquier brecha existente entre gasto y recaudación fiscal dando instrucciones al banco central y cuánto se financia mediante préstamos y en qué condiciones. La forma en que los gobiernos deciden todas estas cuestiones (y otras), así como la calidad del liderazgo que son capaces de desplegar, determinará, en su interacción con las decisiones tomadas por los individuos, las empresas y los extranjeros, aspectos como los tipos de interés, los tipos de cambio, la tasa de inflación, la tasa de crecimiento y la tasa de desempleo. También influirá profundamente en la distribución de ingresos y de riqueza no solo entre individuos, sino entre regiones enteras, a fin de ayudar, confiamos, a los que sufren consecuencias adversas de los cambios estructurales.
Dadas todas las interdependencias existentes entre estos instrumentos, apenas se puede decir nada sencillo sobre su uso para promover el bienestar de una nación y protegerla lo mejor posible de los diversos tipos de impactos a los que inevitablemente se verá sometida. Por ejemplo, solo tiene un significado limitado afirmar que los presupuestos deben estar siempre equilibrados, cuando un presupuesto equilibrado con un gasto y una fiscalidad que alcanzan ambos al 40 por ciento del PIB tendrá un impacto enteramente distinto (y mucho más expansivo) que otro presupuesto equilibrado al 10 por ciento. Para hacernos una idea de la complejidad y la relevancia de las decisiones macroeconómicas tomadas por un gobierno, basta con preguntar cuál sería la respuesta apropiada en un país que produjera grandes cantidades de petróleo, en términos de política fiscal, monetaria y cambiaria, tras el hecho de que su precio se multiplicara por cuatro. ¿Habría sido correcto no hacer nada en absoluto? Y no se debería olvidar nunca que en periodos de crisis muy acusadas puede ser adecuado que un gobierno central peque contra el Espíritu Santo de todos los bancos centrales e invoque el «impuesto inflación», apropiándose de forma deliberada de recursos a base de reducir, mediante la inflación, el valor real de la riqueza en papel de una nación. Al fin y al cabo, fue mediante el impuesto inflación como Keynes propuso que pagáramos la guerra.
Refiero todo esto no para decir que no se debería ceder soberanía en aras de la noble causa de la integración europea, sino que si los gobiernos individuales renuncian a todas estas funciones, sencillamente estas funciones debe asumirlas alguna otra autoridad. La increíble laguna del programa de Maastricht es que, pese a que contiene un proyecto para el establecimiento y modus operandi de un banco central independiente, no hay ningún proyecto de existencia de alguna clase de gobierno central análogo en términos comunitarios. Pero tendría que haber sencillamente un sistema de instituciones que, en el plano comunitario, cumpliera con todas estas funciones que en la actualidad ejercen los gobiernos centrales de cada uno de los países miembros.
El equivalente de ceder soberanía sería que las naciones integrantes se constituyeran en una federación a la que confiara dicha soberanía. Y el sistema, o gobierno federal, que es como habría que llamarlo, tendría que ejercer todas las funciones que he esbozado más arriba en relación con sus miembros y con el exterior.
Veamos dos ejemplos importantes de lo que debería estar haciendo un gobierno federal responsable de un presupuesto federal.
En la actualidad, los países europeos viven sumidos en una recesión severa. Tal como están las cosas, sobre todo cuando las economías de Estados Unidos y Japón también se tambalean, está muy poco claro cuándo se producirá una recuperación significativa. Las consecuencias políticas de esta situación están volviéndose escalofriantes. Pero la interdependencia de las economías europeas es ya tan enorme que ningún país a título individual, con la excepción teórica de Alemania, se siente capaz de desarrollar medidas expansionistas en solitario, porque todo país que intentara expandirse por cuenta propia vería constreñida enseguida su balanza de pagos. La situación actual está pidiendo a gritos una reflación o reactivación económica coordinada, pero no existen ni las instituciones, ni un marco de pensamiento consensuado que provoque este resultado a todas luces deseable. Se debería reconocer con franqueza que si la depresión empeorara gravemente de verdad (por ejemplo, si la tasa de desempleo retrocediera de forma permanente hasta el 20 o 25 por ciento típico de la década de 1930), antes o después los países individuales ejercerían su derecho soberano a declarar catastróficas la totalidad de las medidas para la integración y recurrirían al control y la protección de las divisas; recurrirían, si se quiere, a una economía de sitio. Eso equivaldría a repetir el periodo de entreguerras.
Si existiera una unión económica y monetaria en la que se hubiera abolido realmente la capacidad de actuar de forma independiente, solo un gobierno europeo federal podría emprender la reflación «coordinada» como la que hoy día es tan imperiosamente necesaria. Sin una institución así, la unión económica y monetaria va a impedir que los países emprendan acciones efectivas y no pone nada que lo sustituya.
Otra función importante que cualquier gobierno central debe realizar es la de colocar una red de protección bajo los medios de vida de las regiones integrantes que sufren padecimientos por motivos estructurales; por el declive de algún sector industrial, por ejemplo, o a causa de algún cambio demográfico con consecuencias adversas para la economía. En la actualidad esto sucede en el decurso natural de los acontecimientos sin que, en realidad, nadie repare en ello pues las normas al uso de prestación de servicios públicos (por ejemplo, la salud, la educación, las pensiones y las cuantías de las prestaciones por desempleo) y la carga fiscal ordinaria (que es de desear que sea progresiva) están instituidas de forma generalizada en todos los reinos individuales. En consecuencia, si una región padece un grado inusual de decadencia estructural, el sistema fiscal genera automáticamente transferencias netas en su beneficio. In extremis, una región incapaz de producir nada en absoluto no se moriría de hambre porque sería perceptora de las pensiones, las prestaciones por desempleo y los ingresos de los funcionarios públicos.
¿Qué sucede si un país entero (una «región» potencial de una comunidad absolutamente integrada) padece un revés estructural? Mientras sea un Estado soberano, puede devaluar su moneda. Entonces, negociar con éxito en aras del pleno empleo siempre que su población acepte el necesario recorte de sus ingresos reales. Con una unión económica y monetaria, este recurso está evidentemente prohibido, y las perspectivas son ciertamente graves a menos que a escala federal se realicen ajustes presupuestarios que cumplan una función redistributiva. Como se reconocía con claridad en el Informe MacDougall que se publicó en 1977, tiene que haber un quid pro quo para abandonar la opción de la devaluación en la forma de redistribución fiscal. Algunos autores (como Samuel Brittan o Sir Douglas Hague) han propuesto seriamente que si la unión económica y monetaria aboliera el problema de la balanza de pagos en su forma actual, estaría aboliendo de hecho el problema, allá donde exista, de la persistente incapacidad para competir con éxito en los mercados mundiales. Pero como señaló el profesor Martin Feldstein en un artículo importante aparecido en The Economist (el 13 de junio de 1992), este argumento se está confundiendo muy peligrosamente. Si un país o región no tiene capacidad para devaluar, y si no es beneficiario de un sistema de igualación fiscal, entonces no hay nada que evite que sufra un proceso de declive acumulativo y terminal que, en última instancia, llevará a que la única alternativa a la pobreza o el hambre sea la emigración. Simpatizo con la posición de aquellos que (como Margaret Thatcher) ante la pérdida de soberanía, desean bajarse por completo del tren de la unión económica y monetaria. También simpatizo con quienes buscan la integración bajo la jurisdicción de algún tipo de constitución federal con un presupuesto federal muy superior al presupuesto comunitario. Lo que me parece absolutamente desconcertante es la actitud de quienes pretenden una unión económica y monetaria sin crear instituciones políticas nuevas (más allá de un nuevo banco central) y levantan los brazos horrorizados ante las palabras «federal» o «federalismo». Esta es la posición adoptada en la actualidad por el gobierno y por la mayoría de quienes intervienen en el debate público.
Wynne Godley fue oboísta profesional a sus veinte años y, cuando entró en la treintena, ingresó en el tesoro público, donde alcanzó el grado de subsecretario; en 1970 pasó a ser profesor del King’s College, en Cambridge y, posteriormente, fue nombrado director del Departamento de Economía Aplicada. Falleció en mayo de 2010.
Fuente: http://www.lrb.co.uk/v14/n19/
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