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Macroeconomía: ¿de agua dulce o salada?

Fuentes: La Jornada

Si algo aclaró la crisis de 2008-2009 es que esta generación de economistas no tenía la más mínima idea de cómo funciona una economía monetaria. La gran mayoría tenía un compromiso ideológico con una teoría del mercado cuyo nulo contenido científico impidió ver los síntomas de la hecatombe. Su enamoramiento con las fáciles recetas del […]

Si algo aclaró la crisis de 2008-2009 es que esta generación de economistas no tenía la más mínima idea de cómo funciona una economía monetaria. La gran mayoría tenía un compromiso ideológico con una teoría del mercado cuyo nulo contenido científico impidió ver los síntomas de la hecatombe. Su enamoramiento con las fáciles recetas del neoliberalismo los llevó a una cosmovisión en la que las crisis no existen.

Sin embargo, hoy casi todos los economistas (en Estados Unidos, Europa, Japón, China y Brasil) aceptan que se necesita algún tipo de intervención estatal para sacar del atolladero a la economía. Y si bien es cierto que los dividen preguntas sobre los instrumentos de la intervención estatal o la duración de dicha acción, casi nadie se preocupa si lo califican de keynesiano.

Éste es un cambio mayúsculo. Después de todo, hasta hace poco keynesiano era un epíteto peyorativo. Pero hay que decirlo con claridad: no estamos frente a la transformación que se necesita. Y es que el calificativo keynesiano es resultado de un largo proceso en el que la obra de Keynes fue, primero, edulcorada, después, tergiversada y, finalmente, destruida.

En Estados Unidos la diferencia entre economistas keynesianos y los que pensaban que la intervención gubernamental era inútil comenzó a ser descrita con la expresión macroeconomistas de agua salada y de agua dulce en 1988. Los de agua salada eran los economistas ubicados en las universidades del litoral marítimo de Estados Unidos (Harvard, MIT, Princeton y Stanford). Los de agua dulce estaban en las orillas de los Grandes Lagos (Chicago y Minnesota). A decir verdad, las aguas se mezclaron y muchos economistas de agua salada se convirtieron en peces diádromos, adaptados tanto al agua de mar como a la de los ríos que deben remontar para desovar.

La macroeconomía de agua salada navegaba pensando que ocasionalmente era necesaria la intervención del gobierno para restablecer los equilibrios que por algún problema el mercado no había podido consolidar. Es decir, el mercado tenía la propiedad de alcanzar una posición de equilibrio, pero a veces surgían obstáculos que se lo impedían y ahí se requería la acción del gobierno. Los tripulantes de esta embarcación: Samuelson, Solow, Modigliani y otros.

Los macroeconomistas de agua dulce (Friedman, Lucas, Sargent) estaban convencidos de que esa intervención era inoperante porque los agentes en la economía podían adaptarse muy rápidamente a la acción del gobierno. Lo único que surge cuando el gobierno se entromete es inflación y desempleo.

La posición de los macroeconomistas de agua salada estuvo asociada con el nombre de Keynes. Pero esto es parte de la confusión de los últimos 70 años. Para la macro de agua salada, la preocupación de Keynes por el desempleo se reducía a identificar las rigideces del mercado que impedían alcanzar una posición de pleno empleo. La intervención estatal debía concentrarse en eliminarlas.

Eso es absurdo. El proyecto de Keynes partía de la base de que aun sin obstáculos ni rigideces en el mercado laboral (o algún otro), el capitalismo podía mantener niveles de desempleo intolerables. Este proyecto tenía un componente teórico profundo cuyo ingrediente central es la incertidumbre, definida como un estado de cosas que no puede ser objeto de un cálculo probabilístico para medir niveles de riesgo. Como la incertidumbre afecta las decisiones de inversión y de composición de la cartera de activos de todos los agentes económicos, es imposible asegurar la estabilidad de los mercados. A ese proyecto analítico estaban asociadas implicaciones de política económica muy importantes.

El ingrediente subversivo en ese esquema no pasó desapercibido para un mundo académico firmemente anclado en las creencias religiosas de los mercados eficientes y bien portados. Por eso, a partir de 1936, año en que Keynes publicó su Teoría general, sus aportaciones fueron desvirtuadas, recuperadas y finalmente destruidas por una comunidad académica cada vez más temerosa de emprender un trabajo genuinamente científico.

Esa historia es demasiado larga para contarse en este espacio. Pero es importante llamar la atención sobre esta evolución con el fin de disipar un poco la confusión e ir sentando las bases de una transformación en la investigación y la docencia. De todos modos, una conclusión es clara: los keynesianos tienen muy poco que ver con Keynes y, por otro lado, la escuelita de agua dulce quedó rebasada por los acontecimientos.

Epílogo: la expresión marinero de agua dulce se utiliza en sentido peyorativo para denotar navegantes que no pueden aventurarse más allá de un lago o río. El corolario es que el verdadero marinero es aquél que cruza los siete mares. Ahora que si se aplica la metáfora a nuestro país, no se puede evitar concluir que la macroeconomía de la Secretaría de Hacienda y del Banco de México no es ni de agua dulce ni de agua salada. Esos marineros zozobran desde hace mucho en un charco de agua estancada.