Con la muerte de Manolo Ballestero (10/1/2020) se ha ido un filósofo español notable y atípico del siglo XX. Nació en Zamora en 1927. Residió desde los años cincuenta en París, donde fue profesor universitario, dedicándose a filosofía de la literatura, estética y la mística española del siglo XVI. Fue militante del PCE desde su juventud y desarrolló reflexiones filosóficas sobre Marx y el marxismo y sobre crítica del capitalismo contemporáneo en diálogo con Lukács, Bloch, Adorno, Marcuse y Kosik, entre otros. Publicó en la prensa del PCE (Realidad, Nuestras Ideas, Nuestra Bandera y Mundo Obrero) y en su etapa madrileña, en los años 90, dirigió la revista teórica Contrarios. Fue miembro del Instituto de Filosofía (CSIC). Entre sus libros de ensayo cabe destacar Marx o la crítica como fundamento (1967); La revolución del espíritu (1970); Crítica y marginales. Compromiso y trascendencia del símbolo literario (1974), San Juan de la Cruz: de la angustia al olvido (1977), Sondas de hermenéutica y de poética (1982), El devenir y la apariencia (1985) y El principio romántico (1990). Su prosa es de gran brillantez. No sólo escribió sobre poética, sino que publicó él mismo también poesía: Ciudad interior (1977).
Recuperación de la dialéctica
Ballestero se ubicó en la corriente de recuperación de la dialéctica frente al marxismo más positivista que dominó ampliamente buena parte del siglo XX. Lector de Kant y Hegel en su idioma original, buscó en ellos los orígenes del pensamiento crítico y dialéctico. Rechazó el marxismo estructuralista de Althusser: “El trabajo crítico de Marx precede, de manera necesaria, no puramente cronológica (o pedagógica, como ha supuesto Althusser) a la construcción científica positiva, porque es en el curso del mismo cuando Marx va a sentar sus presupuestos iniciales” [M 225 (véanse al final las referencias bibliográficas)]. Valoraba mucho el pensamiento del joven Marx infravalorado por Althusser como “no científico”. En la cita mencionada deja claro que ve en la etapa juvenil de Marx un “trabajo crítico” esencial para su obra —científica— de madurez. A ese trabajo crítico dedicó Ballestero muchas páginas, viendo en él el origen y el meollo de su planteamiento revolucionario: explotación del trabajador, pero también alienación; crítica materialista de la religión, pero también comprensión de la religión como “protesta de la criatura oprimida”; el “opio del pueblo” nubla la consciencia, pero también calma el dolor.
Su pensamiento era la antítesis de la rigidez estructuralista. La esencia de la realidad y la vida, para él, era movimiento, oposición de contrarios, tensión de fuerzas opuestas que a veces se anulan y a veces se combinan para dar una realidad nueva.
Lucha cultural revolucionaria
Manolo Ballestero mostró auténtica pasión por la lucha política comunista, a la que se mantuvo fiel hasta el final, arriesgándose en pasos de material clandestino por la frontera francesa o presentándose como candidato del PCE en Zamora en las primeras elecciones democráticas, por tomar solo un par de ejemplos de su actividad. Pero su lucha fue primordialmente cultural. La tarea militante que asumió no fue la acción práctica, por la que tuvo poca inclinación, sino construir cultura revolucionaria en el campo de la filosofía. Fue siempre categórico respecto al importante papel de la teoría en la lucha revolucionaria: “podemos rechazar las interpretaciones que ignoran o no valoran, ni lo suficiente ni de manera adecuada, la dimensión teórica del marxismo, su fundamento racional, y lo allanan, de manera a veces imperceptible, hasta reducirlo a ‘opción’ política voluntaria, confundiéndolo, luego, con un vulgar pragmatismo” (M 14-15). El pragmatismo sin horizonte teórico lleva a adaptarse a la injusticia existente. La realidad tiene un peso muerto que arrastra si uno no se aferra a un modelo alternativo de sociedad, para lo cual se requiere un diseño teórico. La supuesta eficacia del corto plazo resulta una falsa racionalidad: Ballestero reivindica el fundamento racional del pensamiento de Marx y su incardinación con la ciencia como base para cualquier política que apunte a la emancipación humana.
La individualidad humana
La inspiración dialéctica en Ballestero se expresó en numerosos desarrollos de su pensamiento. Abordó con valentía el tema de la individualidad humana, un tema olvidado en casi todas las tradiciones marxistas, que han puesto siempre el acento en los factores colectivos, estructurales o sistémicos de la realidad social, obviando el papel de la persona humana, la libertad y las interacciones entre individuo y sociedad. Dedicó la primera mitad de su obra Marx o la crítica como fundamento a dos autores clave para esta temática: Kierkegaard y Sartre; y lo hizo con una notable apertura de espíritu.
Kierkegaard reaccionó vigorosamente contra la herencia de Hegel:
El hegelianismo había realizado un doble movimiento: la afirmación de lo colectivo como el todo que integra y soporta lo individual; [y] la comprensión de lo pseudoconcreto gracias a su inmersión en lo general, el universal concreto. Kierkegaard, cuando piensa lo individual como concreto, reacciona y se enfrenta con el pensamiento hegeliano en [esas] dos vertientes (M 55).
Parece, en efecto, dice Ballestero, como si esta intensidad subjetiva subrayada por el filósofo danés, “[que afirma] lo individual de forma exasperada, fuese incapaz de formularse más que como descripción de lo que ‘no es’ […]. Que el delirio de la nada acecha detrás de la noción del yo como síntesis de finito e infinito se hace patente apenas se examina su forma de existencia, ‘la desesperación’” (M 62-63).
Frente al sistema totalizante hegeliano, Kierkegaard reivindica al individuo. Ballestero valora la aportación del autor danés como aportación crítica a la sociedad de su tiempo por su nihilismo, alienación y destructividad del individuo. Pero se trata —dice— de una crítica incompleta. Sus impulsos críticos “los encontramos en Sartre profundizados, ensanchados” (M 83), y explícitamente asociados al marxismo que, para Sartre, era el horizonte filosófico insuperable de la época. El pensador existencialista francés hacía suyo este horizonte y filosofaba a partir, o dentro, de él. Y en este marco el existencialismo –sostenía Sartre— aportaba una elaboración del tema de la persona individual y su libertad ausente del corpus marxiano.
Manolo Ballestero recoge así una interesante genealogía de esta temática a la vez que reivindica los atisbos del joven Marx, su ruptura con Hegel, su planteamiento de la libertad como emancipación de las formas estructurales de la explotación y la opresión, pero también como autoafirmación del hombre en tanto que ser individual y autónomo.
La elaboración del tema de la libertad humana
En La revolución del espíritu. Tres pensamientos de libertad (1970), Ballestero se manifiesta de nuevo como un marxista atípico, nada convencional. Si inspirarse en un pensador de la angustia y la desesperación como Kierkegaard parece no casar con el marxismo, también lo parece ocuparse de Nicolás de Cusa y de Martín Lutero, como hace en este libro. Ambos autores le sirven para indagar en la génesis espiritual de la modernidad europea. La obra termina también con un tercer capítulo dedicado a Marx, que igual que en el libro anterior, es presentado como culminación y superación de las tentativas precedentes –en este caso las de Cusa y Lutero— de alumbrar una autoconciencia crítica de la sociedad burguesa.
Nicolás de Cusa fue un pensador del siglo XV que, a partir del neoplatonismo, abrió las puertas a puntos de vista muy modernos que rompían con la escolástica aristotelizante del Medioevo. A Ballestero le interesaron algunas de sus ideas como la coincidentia oppositorum, la síntesis de los opuestos en un ser único e infinito, Dios, que de algún modo contiene en sí a todos los entes del universo en su diversidad y en sus oposiciones mutuas. Es una idea dialéctica que permite pensar los seres del universo en su interdependencia y en su relación recíproca. Cada cosa individual refleja el universo entero. Cusa rechazó siempre el panteísmo, aunque se acercó mucho a él. A Ballestero le seduce de Cusa “esa concepción del universo tendido dinámicamente hacia la plenitud, esa agitación que recorre todo lo creado” (RE 19). Ballestero valoraba todo pensamiento que no descanse en categorías fijas, sino que se esfuerce por descubrir a la vez la unidad y la pluralidad, y el paso constante de unas formas a otras, “la fusión dinámica de todo en todo” (R 29).
De Cusa le interesaban también sus ideas políticas contra la tiranía y contra las jerarquías. La “coincidencia de los opuestos” rompía, según Ballestero, con toda noción de universo jerarquizado: “se despliega ante nosotros una totalidad universal en incesante proceso de reconciliación y libertad, no en el estatismo de la subordinación y la jerarquía” (R 31). La noción cusana de libertad se enraizaba, pues, en una concepción original revisionista respecto de la escolástica, y abría nuevos horizontes que darían sus frutos en los siglos posteriores.
Lutero: de la lejanía de Dios a la libertad interior
¿Y Lutero? ¿Qué función cumple en esta genealogía de la libertad moderna? El reformador alemán sintió profundamente la lejanía de Dios: “Como ha visto Lucien Febvre [a propósito de Lutero], la lejanía en que el hombre se siente respecto al Deus absconditus [el Dios oculto] engendra el ‘temor y temblor’, la desesperación y la angustia, pero también se traduce en salto y energía, en esperanza y canto al hombre que, solitario por la fuerza de su disposición interior, es capaz de justificarse” (R 60-61) y autoliberarse.
Ballestero recorre el itinerario político de Lutero, que en los conflictos de clase entre la aristocracia terrateniente alemana y los campesinos, alzados en lucha por la tierra, tomó claramente posición por los señores contra los siervos. Aunque comprensivo hacia las reivindicaciones campesinas —él mismo era de origen popular—, se decantó claramente a favor de “la autoridad”, es decir, el poder de los príncipes y los señores. Como dice Ballestero, entregó al hombre cristiano “encadenado al mundo exterior”, y a la vez puso en el espacio interior del ser humano “el fantasma de una libertad y autonomía totales, de una responsabilidad absoluta del sujeto”, una “ascética del espíritu”. ¿Ambigüedad?, se pregunta Ballestero. Efectivamente:
La anarquía espiritual del cristiano lleva en su fondo un imperativo de subordinación absoluta, núcleo esencial de esta doctrina, que concluye en una aceptación indiferente basada en la idea de “muerte al mundo”, central en el mensaje luterano, ya que en ella se fundan tanto la autonomía trascendental y el valor de la persona interior como su sometimiento a la realidad exterior (R 92).
Lutero separa la realidad humana en dos esferas: natural y espiritual. La libertad pertenece a uno solo de estos ámbitos: el del espíritu. Por eso el hombre puede ser “libre” dentro del orden social opresivo existente. A propósito del pensar dialéctico de Lutero, con sus contradicciones e irresoluciones, dice Ballestero que estamos “ante un pensamiento rico, fecundo y, por eso, ambiguo, articulado en varias capas significativas, y que nos arroja, por su plenitud, de una significación a la opuesta, conteniéndolas a ambas” (R 114). ¿Una libertad falsa o ficticia? En cierto modo, sí. Pero es una contribución a la génesis de la libertad moderna, y esto es lo que le interesa a nuestro autor.
Marx, “sociedad auténtica” y libertad personal
El volumen La revolución del espíritu termina con Marx como tercer pensamiento de libertad. Señala que a menudo se ha sostenido la ausencia en el pensamiento de Marx de “una formulación del problema de la libertad”. La intención de esta tercera parte es desmentir esta ausencia. Para lograrlo recorre algunos de los itinerarios intelectuales de Marx referentes a la negación de la libertad a lo largo de la historia, que le han de servir para probar y determinar la existencia en Marx de una aspiración apasionada a la libertad, y más concretamente a la libertad del ser humano individual. Se trata de temas bien conocidos que por falta de espacio no puedo desarrollar aquí: división del trabajo (fragmentación de la persona), propiedad privada (que a la vez es desposesión de la mayoría), ley del valor (automatismo de la evolución social que escapa al control consciente), salario y plusvalía (cosificación del trabajador convertido en instrumento), alienación (la persona sometida a fuerzas ajenas), etc. “La transformación revolucionaria —dice Ballestero— debe suprimir la división del trabajo y sus alienaciones bajo todos los aspectos” (M 152). Para la “constitución de una sociedad auténtica” hace falta un “trabajo desalienado”, un proceso en que el otro no es instrumento de nadie, sino un igual con el que compartir el fruto de un trabajo que, de una forma o de otra, siempre es colectivo. Esa sociedad auténtica supone construir la cohesión de la totalidad de los seres humanos.
La libertad marxiana presupone, pues, a diferencia de los otros dos autores estudiados en este volumen, esa constitución práctica de una “sociedad auténtica”. Y así llegamos al problema del alcance y objetivo último de la transformación comunista en lo que respecta a la persona individual: “La realidad comunista –dice Ballestero— significa superación de la individualidad abstracta y de la comunidad separada, para dar paso a una comunidad de individuos directamente sociales” (M 165). Pero ¿qué es esa “individualidad abstracta”?
Cuando los individuos, por la división del trabajo, entran en relaciones de clase condicionadas por sus intereses comunes (de obreros, por ejemplo) frente a un tercero (el patrono en este caso), producen un tipo de comunidad que los engloba únicamente como “individuos medios”, de los que se han borrado los rasgos individuales que los caracterizan como personas concretas e irremplazables. Se ven empujados por las circunstancias socioeconómicas a actuar en función de unos intereses materiales en que se refleja la división de la sociedad: actúan como personajes de un drama cuyo guión no está escrito por ellos, sino determinado por su ubicación en la estructura de clases. Para Marx, la emancipación humana exige un nuevo tipo de comunidad, la sociedad auténtica, en la que cada individuo pueda vivir y reconocerse ante los demás y ante sí mismo como persona única: “La revolución comunista tiene, entre otras, como meta la reducción de esas abstracciones, para que emerjan individualidades reales y multiformes” (R 166). La comunidad deseada por Marx no es la del hormiguero, sino la comunidad de personas libres que cooperan libremente, y que viven su propia vida única e irrepetible. En suma, Marx es un pensador moderno que da valor a la personalidad individual, no un nostálgico de la comunidad arcaica. Representa una estación final en esa larga evolución de la noción de libertad que Ballestero ha esbozado.
Juan de la Cruz: mística y búsqueda del sentido de la vida
En 1977 publica Juan de la Cruz: de la angustia al olvido. Basándose en numerosas lecturas filológicas y filosóficas, Ballestero desmenuza el conocido poema “Noche oscura” y los comentarios en prosa del propio Juan de la Cruz que llevan por título Subida al Monte Carmelo. En el misticismo Ballestero veía una experiencia interesante para bucear en la condición humana explorando el núcleo más íntimo de la consciencia. Una consciencia oscilante entre la Nada y el Todo. La vía mística de ascenso a Dios, al Todo, al Absoluto, recorre en Juan de la Cruz un despojamiento de su ser, la “noche oscura del alma”, la “privación del gusto del apetito”, el vaciarse interiormente. En la angustia asociada a la renuncia y a la correlativa purificación del alma se abre la vía de la ascensión mística a una vivencia superior, que es “conocimiento”, pero no conceptual ni racional, sino intuición intelectual fundida con autoanálisis de las propias emociones.
Ballestero veía en la mística de Juan de la Cruz un ejemplo depurado y autoconsciente de exploración del enigma existencial, de la ansiedad con la que un ser limitado como el hombre aspira a una Totalidad inalcanzable e inabarcable. Esa exploración es incompatible con las categorías del empirismo o de la lógica formal: más bien ilustra un enfoque dialéctico, pero de una dialéctica no racional como la hegeliana, sino vivencial e inefable. La obra, de lectura nada fácil, lleva al lector más allá de la experiencia corriente; lleva a una experiencia “totalizante”, no meramente intelectual, sino ligada a un proceso vital ascético en el cual el sujeto se transforma, se anula o niega a sí mismo, para quedar disponible para una iluminación interior a modo de fusión con el Todo.
El interés de nuestro autor por la mística, a mi juicio, tiene que ver con su convicción de que razón y ciencia, pese a su poderosa capacidad de conocimiento de lo que hay, incluso para transformarlo, fracasan en la búsqueda del sentido de la vida humana.
Las trampas del Romanticismo
En 1990 publica El principio romántico, donde evalúa las aportaciones del Romanticismo a la consciencia moderna, con sus luces y sus sombras. Una vez más, encontramos a un pensador que no tiene nada de esquemático, que sabe ver en los fenómenos histórico-sociales las facetas diversas, a veces contradictorias, que poseen. Frente a los marxismos reduccionistas que sólo perciben el significado social de las ideas, Ballestero se sumerge en los mundos que explora con todos los sentidos abiertos, con una receptividad generosa que le permite, además de situar el objeto de estudio en las configuraciones socioeconómicas y políticas, descubrir qué aporta a la comprensión o iluminación de la aventura humana.
¿Qué aporta lo que él llama el “principio romántico”? Ante todo, pone el Sujeto en el centro, da a la subjetividad una significación intensa que podemos considerar como una versión específica del moderno antropocentrismo. Ballestero habla de “subjetividad subversiva”, aludiendo sin duda al potencial revolucionario del romanticismo: “dentro de sí y en las aguas transparentes y cristalinas de su esteticidad, penetra ya la zozobra de la insurrección, los instantes tensos y turbios de las tardes de barricadas” (P 18). (En este punto, echo de menos una caracterización más precisa y concreta de lo que podrían llamarse los dos romanticismos: el revolucionario y el conservador.) Pero en seguida constata que en el romanticismo hubo un impulso en sentido contrario: “lo romántico esterilizaba su rebeldía al recluirla en el aposento y entre los visillos de lo estético” (P 169). Al instalarse “en el campo de las fulguraciones estéticas, lo romántico se adentra en las moradas apacibles de la capitulación filistea” (P 16).
¿Era esa capitulación inevitable? Su respuesta es que no: el principio romántico “no lleva en la frente el estigma de su lacra; fue más bien el curso impetuoso de la totalidad histórica revolucionaria el que lo tiró a la cuneta” (PR 17). La prueba de ello es que el principio romántico no dejó de contener nunca una punta crítica y subversiva, aunque a veces sólo en el ámbito de lo estético. El diagnóstico de Ballestero resultante de su exploración se resume así:
La subjetividad inicial y absoluta, al no mediatizarse en las nuevas tareas históricas, se perdió en las arenas de una ensoñación infecunda; pero incluso en esos contradictorios avatares, incluso cuando la “ideación” aventurosa se perdió en sí misma, en una desligada interioridad, incluso entonces retuvo algo de la potencia del principio. En la exacerbación de lo estético, en su insurrección solitaria, alejada, puso al desnudo lo alienante y cruel de la vida social. La absolutización de lo estético era un síntoma; el arte, en su quehacer, intentaba restablecer modos de actividad y de existencia que el sistema del valor y la división del trabajo habían eliminado (P 25).
Pensar en lo inseguro, la nada, el vacío de la existencia. Y a la vez actuar…
En 1985 Ballestero publica El devenir y la apariencia, que pese a su fecha temprana resulta una especie de confesión personal testamentaria. El libro es una reflexión sobre arte y estética, temas que siempre fueron centrales para Ballestero.
No hace falta insistir en la importancia que nuestro autor concede a la historicidad. Admira a Hegel por ser un pensador de lo colectivo y lo histórico. La historia y el devenir son para Ballestero dimensiones esenciales del ser humano, que recuerda y objetiva su experiencia, y por eso progresa introduciendo novedad. La mente humana da sus frutos porque es acumulativa. El ser humano, a diferencia de los otros animales, objetiva su experiencia en el lenguaje, los hábitos y las técnicas, de tal modo que cada nueva generación halla a su disposición una herencia cultural que le permite no partir de cero y dar un paso adelante. De ahí que sea el único animal que tiene historia propiamente dicha.
El otro tema del libro es la apariencia. Ballestero desconfía del empirismo. Para él, es obligado buscar más allá de la experiencia inmediata. Lo real tiene un espesor que no captan los sentidos. De ahí el valor de la dialéctica. La reflexión sobre la apariencia y sus límites se proyecta hacia el arte. El arte es intrínsecamente sensible: no hay arte sin sensación visual, auditiva, etc. Pero el arte no es nada si no nos proyecta hacia algo que trasciende la experiencia inmediata. El arte nos arranca –cuando es valioso— de la banalidad de lo cotidiano. Nos hace vivir experiencias fuera de lo habitual que enriquecen nuestra vida, nos da percepciones anómalas, nos da acceso a otros niveles de la realidad y, llevándonos a esos niveles, nos permiten pensar “lo otro”, lo distinto.
En este sentido el arte tiene un potencial crítico. Nos arranca de la aceptación sumisa de lo que aparece y nos invita a pensar otros mundos y otros significados de las cosas, lejos de lo “normal” y habitual. De ahí que el lenguaje corriente no permita muchas veces expresar la experiencia artística, y el arte deba recurrir a un lenguaje propio, rompiendo la sintaxis y la semántica convencionales. El artista necesita a veces expresar unas vivencias que son propiamente inefables. En el prólogo a El devenir y la apariencia, Ballestero reivindica su “derecho y [su] necesidad de saltar sobre una idea escurridiza y fugitiva que, a pesar de su infundada apariencia, puede abrir perspectivas de comprensión, de intuición en dominios abstrusos” (D 18).
El devenir y la apariencia es una obra apasionada y desgarrada, escrita en un lenguaje poético y oscuro, que quiere ser coherente con lo que parece el fracaso de la razón en la búsqueda del sentido, y con la presencia de la nada en la vida humana y la convicción de que lo humano flota sin raíces.
Y sin sentido. Las dos últimas páginas (D 132-133) contienen declaraciones desoladas de Adorno, Heidegger y Lukács que Ballestero hace suyas. Adorno: cita un verso de Platten: “sólo la desesperación puede salvarnos”. Heidegger: entrevistado, sostiene que “sólo Dios podría dar una solución a nuestros problemas”; a la pregunta de su entrevistador de si cree en Dios, su respuesta inmediata es: “No”. Lukács: haciendo balance de su obra reconoce “que lo esencial no lo he entendido”. “Y ¿qué es lo esencial?”, le preguntan. “El problema —contesta Lukács— es que no lo sé”. No es casual que el libro de Ballestero termine con estas palabras demoledoras.
Sin embargo, Ballestero no se rinde. La indecisión, lo no resuelto, el enigma de la vida humana, brillan ante nuestra mirada desafiando a la consciencia artística y filosófica. Pero la injusticia y la alienación le llevan a defender una nueva verdad del arte: “su función autocrítica, desmitificadora, o manifestación de lo que el sistema suprime e ignora. […] lo poético, lo artístico, es […] una anticipación de lo posible y de la libertad; esa es su dimensión ‘comprometida’ […]. Es necesario prolongar esas llamadas, esas palabras de libertad, por una acción no poética, sino política y social” (D 124-125).
¿Disociación de la consciencia? ¿Contradicción personal? Tal vez. Pero justo es reconocer lo que yo considero lucidez de Manolo Ballestero al admitir que el imperativo moral de la acción política emancipadora es compatible con su vivencia de la noche oscura y de la nada en el misterio de la existencia humana.
Referencias bibliográficas
M Marx o la crítica como fundamento, Madrid, Ciencia Nueva, 1967
R La Revolución del Espíritu. Tres pensamientos de libertad, Madrid, Siglo XXI, 1970
J Juan de la Cruz: de la angustia al olvido, Barcelona, Península, 1977
D El devenir y la apariencia, Barcelona, Anthropos, 1985
P El principio romántico, Barcelona, Anthropos, 1990
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-193/ensayo/manolo-ballestero-en-el-recuerdo