Varios elementos no se pueden pasar por alto en el contenido de Level Five, la película de Chris Marker editada recientemente por la editorial barcelonesa Intermedio DVD. Su vigencia, su forma radical de diálogo entre culturas, su afán poético y político, su mutación en una forma cinematográfica que extraña el yo y por tanto lo convoca.
Chris Marker y los gatos. Chris Marker y sus amigos de la Rive Gauche. Chris Marker y Mayo del 68. El nombre verdadero de Chris Marker. La única fotografía de Chris Marker. Chris Marker y el silencio. Chris Marker y el Ángel de la Historia suicidado en Okinawa. En realidad las imágenes y las ideas de Chris Marker están muy alejadas de esos tópicos, en el sentido de movimientos corrientes, con los que su obra ha sido presentada al público, o mejor dicho, con los que él ha sido presentado al público, evitando con ello hablar de su obra. Vivimos en un tiempo en el que nada se sustrae al amarillismo y en el que se extiende esa epidemia narcisista que consiste en tratar de conocer la vida privada de los autores favoritos, como si de algún modo el entusiasmo que nos producen sus obras pudiera ser atenuado o multiplicado al establecer una relación «personal», aunque se trate de establecerla con un relato cimentado con anécdotas narradas por terceros o con nuestra propia subjetividad envenenada, a favor o en contra, por los juicios previos. Marker intentó sustraerse a esa epidemia, que de hecho ha acabado casi al completo con la literatura y las artes plásticas, pero el status-quo del aparato crítico, con graves dificultades para analizar profundamente la actualización de las claves metapolíticas (1) del cine de Marker, se ha visto obligado una y otra vez a repetir el mito del «personaje» ceñido a otros mitos contemporáneos, como la revolución parisina o el legendario exilio de los artistas de familia acomodada.
Quizás la clave para que se insistiera tanto en el /desconocimiento/ de Chris Marker la podemos encontrar en la asombrosa vigencia de las ideas políticas de sus películas. Su forma literaria lo ha permitido (sería una experiencia interesante repasar, en forma de relato, el texto de sus obras y seguro que no nos sorprendería la calidad del resultado) acogiendo el juicio del mundo desde el paradójico rigor de una filosofía poética, presocrática, y adoptando la crítica de ese mundo desde el punto de vista del habitante ateo de un reino que no pertenece a este. Una polisemia del concepto de ‘distanciamiento interior’ cuyo verdadero sentido aludiría a mostrarse intrínseco e íntimo al devenir de una sociedad en la que uno se posiciona como exterior y periférico. Porque no ama más quien más eleva el protocolo de todas las virtudes sino quien mejor da cuenta de todos los vicios públicos.
Así con la «leyenda Marker» o con el personaje histórico «Cine Marker» (conminado por sus biógrafos a pasar a la Historia muchos años antes de su muerte) se evitaba proporcionar a su cine (o lo que es lo mismo a sus ideas éticas y estéticas) el estatuto de presentes y futuras, dando por supuesto, lo que es mucho suponer, que habían acaecido vanguardias posteriores que desplazaban el momento del cine de Marker al pasado. Lo cierto es que es imposible hablar de vanguardias si a sus presupuestos estéticos no va unida una ambición igual en lo político, y en ese sentido ninguno de los movimientos posteriores a los años 70 acabó nunca de realizar una concepción alternativa a la visión convencional del mundo, no teórica, que algunos sí, sino práctica, esto es, difundiéndose de manera que influyera a un público numeroso. A lo sumo durante tres décadas apenas se ha logrado algún éxito en reflejar el rostro desfigurado de las sociedades a las que se dirigía esa presunta modernidad más preocupada, como sus espectadores, de experimentar con las formas que con los fondos.
En Level Five, editada hace pocos meses por la editorial Intermedio DVD, Marker utiliza esa misma topología del distanciamiento interior remitiendo a la crisis máxima de la civilización, que es la guerra, en el cuerpo de los habitantes de Okinawa suicidados ante la inminencia del contacto con los soldados de Occidente. Level Five es una película realizada en 1997, en una década de crisis de la identidad occidental forjada tras la II Guerra Mundial (identidad que fue resuelta en este siglo en contra de los intereses de la población en un momento que se prolonga hasta encontrarnos inmersos en sus consecuencias) y no parece casual, al menos no lo es desde un punto de vista dialéctico, que Marker eligiera desplazar su narración a Oriente quizás para evidenciar el temor que Occidente, o concretamente su imperio del Oeste, inspira al mundo (2).
Ese orden político y etnológico de la película escoge dos asientos sobre los que lograr que pivote su ideología cultural, ya hemos dicho que íntima pero exterior a la sociedad de la que surge. Primero su rendición incondicional a lo tecnológico desde el momento en que permite poner en comunicación a una humanidad distante. Así acontece una crónica que procede, figuradamente, de quien sólo comparte un tercio de la vida del hacedor del relato y es esa ausencia ficticia la que le da cuerpo al guión. Sus dos personajes, el ausente y el presente viven juntos, pero trabajan en casa en proyectos distintos, una novela ella, un juego de computadora él, y sólo se reúnen una tercera parte del día, que no es ni siquiera la de la noche, ya que duermen por turnos. Es la carencia de sentirse unidos, o quizás de sincronizarse, lo que acerca la necesidad de imaginar la Historia, de la novelista, a la privación de jugar a explicarla, del programador. Una relación de pareja que ejemplifica en qué se ha convertido el imperio del Oeste en tanto cultura abducida por un sistema económico particular, porque muestra un marco de relaciones en las que el trabajo priva a la vida afectiva y la dificultad de crear espacios y tempos comunes provoca que el único modo de encontrarse sea colando a uno de ellos en el espacio del otro. En esa línea argumental la tecnología funciona en dos sentidos, de manera centrífuga proyectando el sujeto al mundo (dando a conocer) y de manera centrípeta, absorbiendo a los que están alrededor (los conocidos), en este caso a ella, Laura, al interior del relato.
Más profundamente las texturas de la imagen, y con esto casi concluiremos, juegan un papel fundamental a la hora de explicar esa dualidad esencial que planea a lo largo de todo el metraje. Filmada en Betacam, la insignia del videoarte de los 80 y los 90, posee una trama especial que registra la luz como si percibiéramos la idea exacta de la cosa, pero no la cosa misma. Es interesante el estriado, tan característico de ese formato, y cómo muta el contorno de las personas y los objetos en una revelación verídica, pero que un instante de cada 24 se vuelve artificial. O ese recurso que se elude de sí mismo y que consiste en filmar pantallas y monitores apagados en los que se refleja una sombra, interfaces de computadora, tan recientes en el tiempo como remotos hoy en la memoria, y figuras intervenidas con la luz de la emisión de un vídeo, bodegones digitales donde las materias sin vida interaccionan entre sí. Todo ello quizás nos sugiere la idea de que la mayor pantalla de cine, la que mayor público congrega, es la que se contempla en el trabajo diario ante las ordenadores, convirtiendo al ciudadano en un usuario (y esa transición es otra de las revelaciones de Level Five) un usuario que discurre, como Alicia o Laura, la manera de cruzar al otro lado del espejo o que lo usa, como Perseo, para matar a Estenea, Medusa y Euríale.
Aunque muy pronto será clásica, Level Five es una película de una era posterior a la que llamábamos contemporánea hasta el desarrollo de internet. La primera que refleja que los seres humanos comienzan a comunicarse con un tiempo anterior a través de las redes. Donde aquel repetido soliloquio, podríamos llamarlo autismo, del sujeto postmoderno se interrumpe para imbricarse en la relación con la sociedad por medio de las máquinas. Una obra con algunos lastres del siglo XX: una protagonista, Catherine Belkhodja, tan inteligente, sensible y bella para el cine como demasiado bella para los muertos de esa isla, y que de algún modo superficializa la urdimbre del argumento, acaso a imagen y semejanza de la virtualidad cibernética. Level Five, en otro de los pasajes de su sentido, da cuenta de un testimonio pre-globalización, cuando un blanco europeo deja a su amante las pruebas escondidas de un suceso luctuoso acaecido en un país lejano, al que sólo se accede a través de unos archivos en su despacho. Una obra post-izquierdista, en aquel breve lapso en el que los trabajadores de los países del norte, y seguramente Marker, pensaron que sus conquistas sociales eran inalterables, y que por ello sólo reivindica un valor horizontal, un consentimiento común, la paz entre pueblos y culturas, incluso proponiendo un argumento altermundista, la no injerencia transmutada a la no invasión del espacio civil por parte de ejércitos amigos o enemigos. Si la postmodernidad comienza con el lanzamiento de la bomba atómica, la postmodernidad puede acabar cuando retrocedemos unos pasos de ese precipicio y observamos Okinawa. Al fin y al cabo las guerras han continuado aún después de lanzar el artefacto que acabaría con todas las guerras. Como Marker fuimos un instante postmodernos y después contemporáneos.
Notas:
(1) «In current usage and praxis, the term metapolitics is often used in relation to postmodern theories of the Subject and their relation to political theory. In its broadest definition, metapolitics is a discipline that studies the relationship between the State and the Individual.» Esta entrada sólo aparece en la wikipedia inglesa: http://en.wikipedia.org/wiki/Metapolitics
(2) Queda aquí una idea por desarrollar en un artículo más extenso. Por qué Japón, que teme a Occidente más que a la propia muerte y que ordena a los habitantes de esta isla suicidarse (por cierto de una etnia y cultura diferentes, la de las islas Ryūkyū que no fueron anexionados por el imperio nipón hasta 1879) es el mismo que al ser derrotada su civilización adopta todas las señas de identidad del antiguo enemigo, convirtiéndose en el país más occidentalizado del mundo en cuanto a sus hábitos de consumo y donde el desarrollo del capitalismo ha llegado a su propio límite. No es de extrañar la fascinación de Marker con Japón, síntesis contemporánea y antítesis histórica de todas las contradicciones de las sociedades occidentales.