La primera vez que comprendí que el progreso podía dar marcha atrás y el calendario dar una vuelta de campana fue en 1989, treinta y un años atrás, cuando el ayatolá Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie por haber escrito una novela en la que se burlaba del islam: Los versos satánicos. El Muro de Berlín estaba a punto de caer, lo que quería decir, entre otras cosas, que muchos escritores soviéticos censurados o arrinconados por razones ideológicas iban a encontrarse con la censura mucho más sutil y efectiva del libre mercado. Lo que parecía completamente inimaginable, en oriente y occidente, en el orbe comunista y en el capitalista, era lanzar una orden de exterminio contra un autor con validez para los cinco continentes, una fatwa que implicaba una recompensa celestial para el asesino y la condena eterna para el hereje.
Más extraño aun era escuchar sesudos debates televisivos donde se discutían los diversos aspectos del problema -religioso, moral, literario, filosófico, político, estético-: cada vez que aquellos profesores y especialistas descubrían un enfoque inesperado, yo tenía la sensación de estar cayendo de un siglo a otro siglo, derecho hacia el Medievo. ¿Cómo se le había ocurrido a Rushdie ofender a la comunidad musulmana? ¿Se podía utilizar a Mahoma como personaje literario ? ¿No estaban promoviendo los iraníes, en los albores del tercer milenio, la quema de libros y los autos de fe? En el momento en que oí a un conocido arabista señalar que Rushdie no había cometido el pecado de herejía, pero sí el de apostasía, tuve que frotarme los ojos y comprobar que los invitados al debate no llevaban jubón y gola.
Algo bueno salió de todo aquello: la idea de que un simple libro seguía asustando al poder, el viejo tópico medieval de que la pluma es más fuerte que la espada. Desde tiempo atrás, en la facultad de Filología habíamos perdido la fe en que la literatura sirviera para algo, no ya que pudiera cambiar el mundo del modo en que lo hizo, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. De repente, un novelista indio tenía que buscar refugio (gracias a Margaret Thatcher, paradójicamente, a quien había criticado hasta hartarse) mientras sus traductores eran perseguidos en una anacrónica caza del hombre: uno de ellos fue apuñalado hasta la muerte en Tokio, el editor noruego sobrevivió a tres balazos. Todo no sólo por haber sugerido en una obra de ficción que algunas suras del Corán pudieron no haber tenido un origen divino sino también por retratar al propio Jomeini como un anciano iracundo sin el menor sentido del humor. Tres décadas después, la lección de intolerancia académica del ayatolá se ha extendido a todos los ámbitos: por ejemplo, la ortodoxia feminista, transmutada de movimiento de liberación a nuevo dogma religioso, ha proclamado que Lolita, de Nabokov, es un libro execrable por promover la pederastia. Hace falta estar ciego y además leer con el culo.
Es una desbandada general hacia la Edad Media en la que también abundan los nostálgicos del nazismo y los modernos promotores de siervos de la gleba en motocicleta. Y en la marcha atrás no podían faltar los destructores de imágenes, los nuevos iconoclastas que juzgan figuras del pasado remoto en función de conceptos de hoy en día. Del mismo modo que la iglesia añadía velos y taparrabos a los frescos del Renacimiento que les incomodaban por mostrar al hombre y a la mujer tal y como Dios los trajo al mundo, ahora se pintarrajean o decapitan las estatuas de Colón o del emperador Constantino por haberse enriquecido mediante el tráfico de seres humanos. Los antirracistas de última generación luchan a toro pasado contra la esclavitud en el siglo XVI o en el IV a base de memes y chafarrinones, pero no mueven un dedo, ni siquiera virtual, para acabar con la injusticia que sufren cientos de miles de niños esclavos en Birmania, en Yemen, en Bolivia, en Perú o en las minas de coltán del Congo. Cómo van a hacerlo, si están muy ocupados cambiándole el nombre a los conguitos.
Fuente: https://blogs.publico.es/davidtorres/2020/07/03/marcha-atras/