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Más que la corrupción, ¿quién paga al final?

Fuentes:

No voy yo a ser quien niegue la corrupción, de la que se habla ampliamente, dando por sentado que todos nos entendemos, y puede que con razón, pues basta acudir al diccionario de la Real Academia Española para encontrar la acepción que nos viene pintiparada: 4.f. En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente […]

No voy yo a ser quien niegue la corrupción, de la que se habla ampliamente, dando por sentado que todos nos entendemos, y puede que con razón, pues basta acudir al diccionario de la Real Academia Española para encontrar la acepción que nos viene pintiparada: 4.f. En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores. Así, pues, tenemos: que se extiende al dominio de las organizaciones, por tanto no sólo a las empresas, alcanzando también a las ONG. Especialmente destaca a las organizaciones públicas, que no son las únicas, pero por ser tales se las supone administradoras de caudales de todos y no voluntariamente entregados en su origen, sino que provienen del poder coercitivo de las Administraciones Públicas. La esencia estriba en que sus gestores (algún día, metidos de lleno ya en sociedades profesionalizadas, basadas en contratos y certificaciones, habrá que decidirse a aceptar la extensión a los trabajadores en general, aunque su provecho sea menor,) que se benefician de disponer de las funciones y medios de la organización en beneficio económico o de otra índole, entiéndase pecuniario o no.

¿En qué estriba el busilis de la corrupción? En que alguien se aprovecha de posición y recursos que no son suyos en beneficio propio. La pregunta que me parece determinante al cabo es: ¿Quién paga? (utilizando «pagar» en sentido amplio, vulgar, cotidiano) Si el que paga en última instancia no obtiene la contraprestación correspondiente al pago, entonces podemos considerar que se está produciendo corrupción y eso se da en muchos más casos de los que la gente contempla habitualmente. Veamos algunos:

Frente a los que creen que el Estado o las Administraciones Públicas pagan algo, esto sólo puede darse en el caso de que generasen ingresos de la nada, pero a partir de los impuestos sólo pueden redistribuir lo que ingresan, tras deducir lo que se asignan los que mandan y lo que asignan a los funcionarios y trabajadores de las Administraciones Públicas. Así pues, cuando se pide que pague una subvención, quien la paga es quien paga impuestos, por tanto, principalmente la gente corriente. Cuando otorga la subvención directamente una Administración Pública a una empresa, le estamos transfiriendo dinero ganado con el esfuerzo de muchos, en provecho de los gestores de la empresa y, en menor medida, de sus trabajadores, por tanto, de un colectivo menor, igualmente cuando se hacen concesiones o se contratan bienes y servicios. También cuando una administración da ayuda al desarrollo, la estamos pagando entre todos los que pagamos impuestos. Todo ello sin otro control que el que decidan llevar a cabo los partidos políticos, lo que se transforma en un mercadeo de favores, pagando la gente, no ellos. Y no olvidemos la tremenda complejidad de la UE: ¿qué puede impedir que una concesión económica hecha a una ciudad no se provea de facturas por servicios realizados en México de una empresa creada al efecto? ¿Qué ciudadano puede conocer esto? ¿Qué ciudadano puede impedirlo?

Si las Administraciones Públicas tienen actividades empresariales productoras (prefiero evitar la palabra «productivas», que eso es harina de otro costal), el capital que se está utilizando se ha constituido por acumulación social y va a una organización sobre la que no tenemos derechos directos como los tiene un accionista en una empresa privada, y la norma recta del beneficio queda desdibujada en favor de argumentos de conveniencia. Asimismo, los recursos que obtienen escapan al control de los ciudadanos que, en teoría, eran los propietarios lejanos del capital; no digamos ya con los engendros «público-privado» y entes consorciales, con dos legislaciones que se superponen y crean más confusión que no aclaran.

Los partidos políticos reciben dinero, ventajas y derechos que hemos pagado los ciudadanos, pero también los reciben de agentes opacos, que pueden disimular sus aportaciones mediante empresas, fundaciones, paraísos fiscales. Y no dejemos de lado las popularizadas «puertas giratorias», el pase de un alto cargo, en su día nombrado por un partido político, que acaba de presidente o director general de una gran empresa cuyos beneficios dependen de autorizaciones públicas de precios o restricciones jurídicas. O el caso de alguien que ha hecho un gran favor a las más altas instancias políticas y ve retribuido el favor en el nombramiento de un hijo suyo al frente de una gran empresa.

La complejidad jurídica y el entramado de poder impiden a cualquier ciudadano que pueda efectivamente supervisar la aplicación de lo que paga. Y menos con datos agregados. Auditorias y demás controles no permiten saber si se ha aplicado correctamente, sólo el análisis microscópico de cada asignación permite desvelar si ha habido corrupción, a condición de tener toda la información, lo cual, sólo en casos excepcionales, lo consiguen los jueces, y, por descontado, los gestores del asunto a su máximo nivel.

¿Cómo no va a haber corrupción si su control es prácticamente imposible? ¿Cómo vamos a impedirla, si las sanciones no son rotundas en lo económico, severas en la calificación penal y en sus consecuencias y excluyentes de manera definitiva del sistema institucional, político y empresarial?

Fernando G. Jaén, doctor en Ciencias Económicas y Empresariales.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.