Días atrás escribía al respecto de la diferencia entre soñar e ilusionarse. Decía que, para soñar, yo cierro los ojos y que para ilusionarme los abro…y cierro todos los demás sentidos prescindiendo hasta de ese que llaman común, y así quedarme a solas con mis ojos y sin que ningún otro sentido los distraiga de […]
Días atrás escribía al respecto de la diferencia entre soñar e ilusionarse. Decía que, para soñar, yo cierro los ojos y que para ilusionarme los abro…y cierro todos los demás sentidos prescindiendo hasta de ese que llaman común, y así quedarme a solas con mis ojos y sin que ningún otro sentido los distraiga de la ilusión, de la risa espontánea de un momento feliz, del alborozo de un chispazo fugaz.
Los sueños, sin embargo, tienen siempre un largo recorrido y necesitan de todos los sentidos, hasta de los ojos, cuando atinan a ver a través de la memoria y son capaces de escrutar, incluso, las ausencias.
Y hasta me atreví a citar tres ejemplos: Un sueño sería la república; una ilusión sería que un bendito elefante la emprendiera a trompadas con su cazador. Un sueño sería la democracia; una ilusión sería que, por fin, nos descubrieran los extraterrestres e invadieran el planeta. Un sueño sería la independencia; una ilusión sería que en un sobre, grande y libre, no quedara un impune céntimo que robarse.
Bien, agregaré otro ejemplo: Un sueño sería que la elección de un nuevo papa supusiera la elección de un nuevo papa
Pero ocurre que no, que los capos de familia nunca se equivocan a la hora de elegir al padrino.
La ilusión en este caso hubiera sido que Francisco, nada más asomarse al balcón vaticano y saludar a la multitud, se hubiera despojado de su túnica y, ya en pelotas y columpiándose en la barandilla, se hubiese puesto a bailar el ukelele.
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