No sin dificultades, el país que dirige Nicolás Maduro está saliendo de la grave crisis en la que está merced a las sanciones impuestas por Estados Unidos.
Durante la última década Venezuela ha sufrido la peor crisis de la historia moderna de América Latina. Esta crisis dista mucho de haber terminado, pero cada vez hay más indicios de que el país puede estar dejando atrás lo peor la misma. Los indicadores económicos son más positivos de lo que lo han sido durante años. La situación política parece estabilizarse: la debacle de Juan Guaidó parece acercarse a su fin y las conversaciones entre el gobierno y la oposición se reanudan tras un año de pausa. Aunque las relaciones con Estados Unidos siguen siendo gélidas, hay signos de que podría producirse una neta mejora de las mismas. No está claro en absoluto qué significa todo esto para la vida de los venezolanos de a pie, para las perspectivas de un retorno a la democracia electoral o para la posibilidad de que se produzca la renovación de una auténtica política de izquierda. Un cierto cauto optimismo es, pues, plausible, aunque sigue siendo incierto hasta qué punto el país está entrando en una «nueva normalidad» y cuál es la naturaleza de ésta.
Si está comenzando una nueva era, esta no es indudablemente una era socialista. En los últimos años el presidente Nicolás Maduro ha implementado una serie de reformas pro libre mercado. En 2019 Maduro prescindió del sistema de divisas venezolano y permitió que se iniciará de facto un proceso de dolarización de la economía. Los economistas, incluidos los de izquierda, habían pedido durante mucho tiempo la eliminación del bizantino régimen monetario de Venezuela, que facilitaba niveles increíblemente altos de corrupción y era un factor importante de la crisis económica. El gobierno también ha establecido zonas económicas especiales (la más tristemente célebre es el Arco Minero del Orinoco), ha vendido acciones de empresas públicas en el mercado de capitales, ha cortejado agresivamente al capital privado y ha concedido a las empresas el derecho a importar mercancías libres de impuestos. Uno de los efectos de todo ello ha sido estimular la creación de nuevas empresas, como los «bodegones», esto es, nuevos almacenes que venden productos importados de gama alta, pagados habitualmente en dólares, y presentes ahora por toda Caracas.
Los bodegones apuntan a una de las principales consecuencias de la liberalización económica: el aumento de la desigualdad, la cual se ha visto exacerbada por la asimetría de la dolarización. De acuerdo con Reuters, en mayo pasado al menos el 63 por 100 de los empleados del sector privado cobraban en dólares, lo que les concedía un mayor poder adquisitivo. En cambio, los empleados del sector público siguen cobrando mayoritariamente en bolívares. La situación es aún más difícil para los innumerables trabajadores del sector informal, que siguen luchando por llegar a fin de mes. El deterioro masivo y constante de la capacidad del Estado, debido en gran medida a la devastación causada por las sanciones impuestas por Estados Unidos, significa que los pobres están cada vez más abandonados a su suerte. Por no hablar de los millones de personas que han abandonado Venezuela en los últimos años y viven en condiciones precarias en otros lugares.
Maduro puede presumir, sin embargo, de la reanudación del crecimiento económico. En 2021 se registró un crecimiento del 1,9 por 100, según Bloomberg News, que si bien modesto revirtió la contracción registrada durante los últimos siete años, que acumulativamente había pulverizado el 80 por 100 del PIB venezolano. Bloomberg estima que el crecimiento superará el 8 por 100 en 2022. Venezuela ha hecho progresos significativos, aunque desiguales, en la reducción de la inflación. La hiperinflación (entendida como una inflación mensual superior al 50 por 100) terminó en 2021 y la inflación se redujo significativamente durante gran parte de 2022. Aunque sigue siendo alta en términos comparativos e históricos y Bloomberg informa de un marcado y preocupante aumento en los últimos meses, las cifras actuales son de órdenes de magnitud mejores que la hiperinflación registrada entre finales de 2016 y 2020.
La producción de petróleo también ha aumentado y ahora se sitúa en casi 700.000 barriles diarios, el doble que la registrada hace dos años, aunque esta cifra sigue siendo menos de un tercio de los casi 2,5 millones de barriles diarios extraídos por Venezuela a finales de 2016 y menos de la cuarta parte del máximo histórico de casi tres millones de barriles diarios alcanzado en 2002. Una de las principales razones por las que la producción de petróleo no se ha recuperado más vigorosamente tras su precipitada caída en 2016 es la persistencia de las sanciones estadounidenses.
El efecto general del régimen de sanciones ha sido poco menos que catastrófico. Un informe de 2019 del Center for Economic and Policy Research sostiene que las sanciones provocaron cuarenta mil muertes adicionales en 2017-2018, situación registrada antes de que el gobierno de Trump impusiera un embargo petrolero cuasi total a Venezuela en 2019 como parte de su campaña de «máxima presión» para destituir a Maduro. Se ha generado también un inmenso coste adicional para la economía de Venezuela por el «sobrecumplimiento» de las sanciones por parte de las empresas y los gobiernos extranjeros, temerosos de entrar en conflicto con el gobierno estadounidense y perder el acceso a los mercados globales. Como ha argumentado Mark Weisbrot, este hecho es anterior a la llegada de Trump a la presidencia estadounidense, ya que las sanciones impuestas por Obama a partir de 2015 sirvieron para aislar a Venezuela de la economía mundial. El gobierno estadounidense también ha presionado directamente a las empresas para que no hagan negocios con Venezuela.
El acuerdo alcanzado el 26 de noviembre pasado para aliviar parcialmente las sanciones estadounidenses es, por lo tanto, realmente significativo. Concede a las Naciones Unidas el control de aproximadamente tres millardos de dólares de los fondos incautados por el gobierno estadounidense, que se utilizarán para pagar medicinas y ayuda humanitaria de diversos tipos, que son realmente muy necesarias para Venezuela. Tras el acuerdo, el Departamento del Tesoro estadounidense anunció que permitirá a Chevron reanudar algunas operaciones en el país. El acuerdo presenta, sin embargo, importantes limitaciones, ya que tiene una vigencia de tan solo seis meses, no proporcionará ingresos directos al gobierno venezolano y la cantidad de ayuda objeto de entrega es una pequeña fracción de lo que Venezuela necesita, pero aun con todo la ayuda no dejará de ser significativa y el acuerdo auspicia una mayor relajación de las sanciones en el futuro.
La voluntad de Biden de cambiar la política estadounidense se debe, al menos parcialmente, al control cada vez más firme ejercido por el Partido Republicano sobre la política de Florida, lo cual ha debilitado la influencia de la derecha venezolana y cubana en el Partido Demócrata. Ahora que Florida parece estar fuera del alcance del partido, los Demócratas parecen dispuestos a adoptar políticas menos extremas hacia estos dos países, aunque todavía queda mucho por ver. El movimiento regional hacia la izquierda verificado en América Latina en países como Bolivia, Chile, Colombia y, más recientemente, Brasil, también ha creado un clima más propicio para el restablecimiento de relaciones más amistosas de Estados Unidos con Venezuela en el que el colombiano Gustavo Petro desempeña un papel especialmente importante. La guerra en Ucrania es otro factor significativo. Washington entabló sus primeras conversaciones de alto nivel con Maduro en marzo, pocos días después de la invasión rusa; la necesidad de asegurar fuentes adicionales de petróleo constituyó un claro acicate para el gobierno de Biden.
Por parte venezolana, el acuerdo del 26 de noviembre pasado y la reanudación de las conversaciones entre el gobierno y la oposición del que estas derivan son indicativos de un cambio político en curso. Los líderes de la oposición se han distanciado cada vez más de Juan Guaidó y su «gobierno interino». Varios de los principales partidos de la oposición han indicado que no apoyarán la renovación del (dudoso) mandato de Guaidó por un año más y se están movilizando para despojarle de su control sobre CITGO, el grupo venezolano de refinado de petróleo y comercialización de gasolina, lubricantes y productos petroquímicos dependiente de la empresa pública PDVSA con sede en Estados Unidos. Los líderes de la oposición, incluido Henrique Capriles, están presionando para lograr la unidad en torno a un candidato único antes de las elecciones presidenciales previstas para 2024, previendo que se celebren las correspondientes elecciones primarias en 2023, lo cual supone un importante cambio de estrategia: volver al electoralismo que prevaleció entre la mayoría de la oposición entre 2006 y 2015. Estados Unidos sigue reconociendo oficialmente a Guaidó como presidente legítimo de Venezuela, pero esto no ha impedido que el gobierno de Biden entable relaciones con Maduro. Biden envió varios emisarios a Caracas este año y cada vez son más los llamamientos para que Estados Unidos reconozca la realidad de que Maduro es el único presidente de Venezuela.
Estas iniciativas plantean una serie de preguntas, entre ellas la referida a la situación de la población pobre, que ahora constituye la gran mayoría de la ciudadanía. La observación casual sugiere que estas novedades han generado esperanzas crecientes, pero la realidad sobre el terreno sigue siendo inmensamente difícil. Como escribe Pablo Stefanoni, ante la enorme disminución de los servicios públicos y las continuas dificultades económicas, los trabajadores mal pagados se han visto obligados a ser cada vez más inventivos para sobrevivir, dedicándose a realizar diversas actividades secundarias al margen de sus empleos o a «matar tigres», dicho con la expresión local. La «bodegonización» de Venezuela puede ser una bendición para las élites, que buscan bienes de lujo, pero tiene una utilidad limitada para los pobres. Sin embargo, como señala Jessica Dos Santos, «la situación era tan crítica que sólo un poco de aire es un gran alivio». Como en tantos otros ámbitos, el fin de las sanciones es clave para mejorar la vida de los venezolanos de a pie. Aunque de ninguna manera inminente, las perspectivas de poner fin al régimen de sanciones parecen más esperanzadoras ahora que durante los últimos años.
Esto nos plantea la cuestión de cómo y cuándo podría volver la democracia electoral a Venezuela. Estados Unidos ha supeditado cualquier relajación de las mismas a que Maduro acepte celebrar elecciones presidenciales «libres y justas». Maduro, por su parte, ha declarado que sólo celebrará tales elecciones, cuando se levanten por completo las sanciones estadounidenses. A pesar de todos sus defectos, Maduro tiene razón al afirmar que sin el levantamiento de estas no pueden celebrarse unas elecciones verdaderamente libres y justas. De lo contrario, la situación se asemeja a la de Nicaragua en 1990, cuando los ciudadanos comprendieron —en realidad, se les hizo comprender— que expulsar a los sandinistas era la única forma de lograr la paz. El levantamiento de las sanciones también eliminaría una de las muletas de Maduro: su capacidad para señalar, con cierta justificación, a Estados Unidos como el principal obstáculo para la paz y la estabilidad en Venezuela. Si se pusiera fin a las sanciones, los llamamientos de Maduro a «unirse en torno a la bandera» perderían gran parte de su sustancia. La realidad de su gobierno se haría más evidente, al igual que la necesidad de una transformación total de las instituciones electorales y del poder judicial del país.
Venezuela sigue siendo un Estado altamente represivo. El último informe sobre los derechos humanos en Venezuela publicado por la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos en septiembre de este año sostiene que el gobierno de Maduro es culpable de crímenes de lesa humanidad. El informe también condena los abusos en el Arco Minero del Orinoco, detallando cómo actores estatales y no estatales han cometido actos de violencia contra las comunidades indígenas. También se presta atención a la violencia sexual y de género en esa zona. Michelle Bachelet, que finalizó su mandato como Alta Comisionada en agosto, ofreció una visión ligeramente más optimista en junio. Tras condenar las continuas violaciones de los derechos humanos, alabó al gobierno por algunas reformas, como el cierre en mayo de las tristemente célebres Fuerzas de Acción Especial (FAES) (aunque los críticos sostienen que esto no es más que un cambio de imagen). Bachelet también señaló que se habían registrado «menos muertes en el contexto de operaciones de seguridad» que en los años anteriores. Cabe señalar que el trabajo de la ONU ha mencionado con circunspección las sanciones estadounidenses, un punto que ha suscitado las críticas de los partidarios más fervientes del gobierno de Maduro.
La represión en Venezuela no sólo se ha dirigido contra la derecha, sino también contra la izquierda. A los partidos de izquierda que se oponen a Maduro, como Marea Socialista, se les ha impedido registrarse para presentarse a las elecciones. En mayo de 2021, el colectivo izquierdista de derechos humanos Surgentes publicó un informe titulado «Giro a la derecha y represión a la izquierda. Violaciones a los derechos humanos en el campo popular venezolano (2015-2020)» en el que se detallan las recientes políticas económicas de Maduro y la represión de trabajadores, campesinos y sectores de la izquierda. Menciona, por ejemplo, el caso de la web aporrea.org, durante años un espacio de debate de la izquierda, que ha sido en gran parte bloqueada desde 2019 por la agencia estatal de comunicación CANTV; el cierre en 2020 de la emisora de radio comunitaria Jirahara en Yaracuy; el desalojo en 2020 del complejo de las Residencias Estudiantiles Livia Gouverneur en Caracas, que alojaban a estudiantes universitarios chavistas y la detención de dirigentes estudiantiles que se opusieron al desalojo; y la detención e intimidación de militantes de Alternativa Popular Revolucionaria, que agrupaba a partidos de izquierda que se identificaban como chavistas, pero se oponían a Maduro de cara a las elecciones parlamentarias de 2020.
La represión estatal, junto con los continuos efectos de la crisis económica, es una de las principales razones por las que las perspectivas inmediatas de la izquierda son desalentadoras. Sin embargo, también a este respecto hay al menos algunas razones para un optimismo cauteloso. Una de ellas es que, a pesar de su carácter represivo, el Estado venezolano sigue respondiendo en cierta medida a la presión desde abajo. Por ejemplo, durante el pasado verano los trabajadores de la educación pública se movilizaron repetidamente contra la decisión del gobierno de pagar su bono anual a plazos y calcularlo con una fórmula que habría resultado en un pago mucho menor. En agosto, el gobierno accedió a sus demandas. También hay que señalar que sigue existiendo una corriente de izquierda dentro del partido gobernante, el PSUV, que ha continuado presionando a los líderes del partido a pesar de los tremendos obstáculos. Maduro ha utilizado durante mucho tiempo el conflicto con la oposición y con Estados Unidos para desviar las críticas de la izquierda, presentándola como coadyuvante del enemigo. En la medida en que continúe el deshielo de las tensiones durante el próximo año, debería haber más espacio para la disidencia de izquierda.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/sidecar/matar-tigres-venezuela