Hace 25 años el sociólogo André Gorz generaba un revuelo intelectual con su libro «Adiós al proletariado», en el que vaticinaba el fin del trabajo industrial asalariado. ¿De qué manera se cumplieron aquellos vaticinios? -Sí, en efecto, hoy asistimos al fin del proletariado. Sin embargo, Gorz sostenía que el fin de la clase trabajadora sería consecuencia del aumento de la productividad, del progreso tecnológico; en fin, de una sociedad más rica, que haría que la categoría «trabajo» dejara de ser central para la subsistencia de los hombres. En la actualidad, el fin del proletariado no sólo se analiza en forma teórica, sino que está a la vista en todo el mundo: se lo ve claramente en el sector informal, en la precarización del trabajo, en el trabajo en negro.
Esta informalidad laboral que usted describe, ¿es un efecto no deseado o una consecuencia previsible de la evolución del capitalismo y las políticas neoliberales? -Este surgimiento de la informalidad está relacionado con la desregulación del mercado laboral y el proceso de globalización de corte netamente neoliberal, que para la mayor parte de las personas ha generado gran inseguridad. Se trata de una globalización de la inseguridad que está dada porque el empleo que se genera es precario y las personas no tienen un contrato de trabajo.
Pero la crisis del pleno empleo viene de más atrás. -Así es, con la crisis del Estado social, que quedó obsoleto frente a una globalización que se pensó como una dinámica de incremento constante de la competitividad. Esto sólo era posible a partir del aumento de la productividad y la necesaria reducción de los costos. La consecuencia lógica es la expulsión de mano de obra superflua del sector formal, que es absorbida por el informal.
¿No es esto similar a lo que planteaba ya en el siglo XIX David Ricardo cuando sostenía que el capitalismo generaría «población redundante»? -Algo así. Esto ha llevado a que en distintos rincones del mundo muchas personas hayan puesto en juego su creatividad en busca de nuevas formas de organización social que les permitan contrarrestar la inseguridad. El problema de fondo es el mismo en todas partes aunque se manifiesta según las condiciones socioeconómicas de cada realidad: países desarrollados o subdesarrollados, Estados de bienestar medianamente realizados o no.
¿Cómo se pueden comparar unas realidades con otras: las de las sociedades del bienestar con aquellas que no conocieron niveles de desarrollo y distribución más equilibrados? -La evolución del sector informal presenta diferencias en los países llamados «del tercer mundo» -aunque creo que ya no es posible hablar de «tercer mundo»- y en los países industrializados. La primera es una diferencia temporal: la noción de informalidad surge en 1972 a partir de un estudio de la Organización Internacional del Trabajo en Kenia, Africa. Es decir, que el término en sí existe desde hace poco más de treinta años. Si bien en ese entonces tal categoría resultaba impensable en Occidente, estudios de investigación realizados en la Unión Europea arrojan hoy otros resultados: en Europa, por lo menos el 20% de la población activa corresponde al sector informal, en Latinoamérica la cifra asciende al 60%, y en Africa, al 90%. De modo que, aunque en diferente medida, la tendencia es la misma. Según más datos de la OIT, existen en el mundo 800 millones de personas sin empleo o con empleo precario. Si se piensa que cada uno de estos hombres tiene una familia, y se lo multiplica por 4, esto da como resultado tres mil doscientos millones de habitantes. Es decir que la mitad de la humanidad pertenece al sector informal, se halla al margen del sistema capitalista formal de acumulación.
Todo esto lleva a un cuestionamiento de estas mismas categorías de «sector formal» y «sector informal», ¿no es cierto? -Sí, ese es precisamente el gran problema. Y más aún si pensamos que en Africa el 90 % de la población pertenece al sector informal. Tenemos que partir de la base de que el fin del proletariado hoy no supone una nueva forma de redistribución entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre, el trabajo autónomo y el heterónomo -como sostenía Gorz- , sino que las nuevas formas de organización no son para nada emancipatorias, porque las personas desarrollan las «técnicas del sí mismo» adaptándose a las condiciones impuestas desde afuera. Hasta los sindicatos de todo el mundo están en crisis porque no encuentran la forma de organizar al sector informal.
Usted habla de las «distintas lógicas de la acción social». ¿Cómo se manifiestan estas lógicas? -Hago esta diferenciación de lógicas por diversos motivos: en primer lugar, para mostrar que en la sociedad mundial no existe una única lógica de acción (la lógica de la equivalencia que rige el mercado, esto de intercambiar un producto por su equivalente dinerario), sino que existen otras lógicas. Ya Karl Polanyi, un gran historiador húngaro que emigró a Inglaterra en los años 30 durante el nacionalsocialismo, sostenía que existían muchas otras formas de intercambio como, por ejemplo, el principio de reciprocidad, según el cual la etnia, el reconocimiento o la alegría espontánea pueden ser factores que determinan una prestación recíproca. O el principio de la redistribución, en el que se basaba la planificación central en el socialismo real del siglo XX.
¿No fracasaron esas formas alternativas de organización social? -Se trató de economías muy dinámicas que demostraron funcionar, aunque más no haya sido por un par de décadas. El problema es que en tiempos de la globalización neoliberal esto es impensable, porque la planificación es un sistema aplicable al Estado nacional y el Estado nacional como tal ya no existe. Una planificación y un sistema redistributivo a escala global son deseables, pero imposibles. Pero existe un cuarto principio: el de la solidaridad, que está íntimamente ligado a las nuevas formas de cooperación ciudadana. Lo importante es que la solidaridad no se limita al aquí y ahora; ser solidarios supone concebir nuestra existencia como invitados en el planeta Tierra y, por ende, saber que debemos dejar este mundo en igual o mejor estado, pero no en peores condiciones. Ser solidarios supone considerar a las generaciones futuras y a los hombres en cada rincón del planeta. En definitiva, una economía sólo es solidaria cuando es sustentable.
Sin embargo, los sectores expulsados del mercado laboral siguen demandando la generación de fuentes de trabajo. ¿Qué posibilidades tienen los Estados de garantizar si no el «pleno empleo» de antaño, condiciones que se acerquen a aquellas? -Hay que observar el caso particular de cada país. Pensemos, por ejemplo, en el rol del Estado como organizador del territorio: el Estado boliviano es mucho más débil en este sentido que cualquier Estado europeo o que los EE.UU. Tengo la convicción de que la NASA sabe más sobre la Patagonia argentina o el Amazonas que la población y los gobiernos locales. En este sentido, es preciso analizar cómo se articulan este tipo de reivindicaciones, sus perspectivas y sus conflictos y qué tipo de Estado tienen enfrente
¿Cuál sería el principio unificador de estas diferentes situaciones de exclusión y de estos sectores tan heterogéneos? -No existe un principio de unificación, pero sí de compatibilización de intereses y demandas. Esa es la tarea de la política. Cuando estas reivindicaciones que se producen en la sociedad civil no acceden a la esfera política se produce un vacío y la única vía de acceso son los partidos políticos. Es por eso que hay que construir un puente entre los movimientos sociales y los partidos políticos.
Hablamos de la crisis de la utopía del pleno empleo y del estallido de la informalidad. ¿Cuál sería la respuesta inclusiva? -La informalidad es la solución regresiva a la crisis. La utopía es la solución progresiva: una economía solidaria y sustentable, de la que ya existen ejemplos prácticos en muchos países, por ejemplo, a través del uso de energías renovables. Hay que tener en claro que la economía sólo es solidaria cuando es sustentable, y esto supone una nueva forma de vivir y trabajar.-
Desencanto a la alemana «¡Gracias a Dios estalló la crisis!», dice el profesor Elmar Altvater en referencia al impacto del No francés sobre la marcha de la Unión Europea. Altvater, politólogo que fue decano de la Universidad Libre de Berlín, se define como europeísta, pero considera agotado el camino burocrático que tomaron las instituciones comunitarias. Representa también a una camada de intelectuales alemanes que participaron del ascenso al gobierno de Los Verdes, de la mano de los socialdemócratas, pero se desencantaron luego, cuando ese gobierno -que se sometió el domingo pasado al veredicto de las urnas- participó de la guerra en Afganistán, tras el 11 de setiembre de 2001. «Imagínese, dice, ¡un gobierno cuyo ministro de Relaciones Exteriores era líder del partido ecologista fue el primero que decidió la participación de tropas alemanas en un conflicto armado fuera de sus fronteras!». Altvater plantea el desarrollo de las energías renovables como alternativa al actual curso de la economía y la política mundial. «Los recursos energéticos son limitados y la defensa de la paz está hoy más ligada que nunca a la defensa de estas propuestas alternativas», señala. Señas particulares
Politólogo alemán, 67 años.
Catedrático de Ciencias Políticas, Universidad Libre de Berlín.
Autor de varios libros sobre el impacto de la globalización en las economías nacionales y los sistemas políticos.
Participó en Buenos Aires del coloquio internacional «De la exclusión al vínculo. Significación de los movimientos sociales en América latina», organizado por el Instituto Goethe y CLACSO.-
Clarín, 25 septiembre, 2005