Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Los efectos ecológicos de la guerra, al igual que sus espantosas consecuencias en vidas humanas, son exponenciales. Cuando la administración Bush (partes una y dos) y sus aliados en el Congreso enviaron a las tropas a Iraq para derrocar el régimen de Sadam Husein, no sólo ordenaron a estos hombres y mujeres que cometieran crímenes contra la humanidad sino que también les ordenaron que perpetraran crímenes contra la naturaleza. Antes de la invasión de 2003 el ex-jefe de la Inspección de Armamento de Naciones Unidas Hans Blix afirmó que las consecuencias medioambientales de la guerra de Iraq podrían ser más ominosas que la propia cuestión de la guerra y la paz. Blix tenía razón.
Meses de bombardeos por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña durante la primera guerra del Golfo [1991] dejaron un legado mortífero e insidioso: toneladas de carcasas de proyectiles, de bombas y de fragmentos recubiertos de uranio empobrecido. Estados Unidos atacó objetivos iraquíes con un total de más de 970 bombas y misiles radiactivos.
El uranio empobrecido (DU, por sus siglas en inglés) es un nombre bastante benigno y agradable para el uranio-238, el elemento que queda cuando se extrae del uranio-235, material fisionable para reactores y armas nucleares. Estos residuos supusieron un incordio durante décadas. Para finales de los ochenta había casi mil millones de toneladas de material radiactivo acumulado en las plantas de procesamiento de plutonio por todo Estados Unidos. Entonces los diseñadores de armas del Pentágono descubrieron un uso para estos desechos: podían ser moldeados dentro de las balas y bombas. El uranio es más denso que el plomo, lo que lo hace perfecto para armas que penetran blindajes diseñadas para destruir tanques, transporte blindado de personal y búnqueres. Cuando las bombas que destruyen los tanques explotan el uranio empobrecido se oxida en fragmentos microscópicos que quedan en suspensión en el aire y son transportados por los vientos del desierto durante décadas. Al ser inhalados, estas letales partículas de polvo cancerígeno se adhieren a los pulmones y pueden causar estragos en forma de tumores, hemorragias, destrucción del sistema inmunológico y leucemia.
Más de 15 años después están saliendo a la luz las funestas consecuencias sanitarias de nuestra primera campaña de bombardeo radiactivo. Desde 1990 el índice de incidencia de la leucemia en Iraq ha aumentado más de un 600%. El régimen de sanciones hizo que fuera innecesariamente difícil detectar y tratar los cánceres debido al aislamiento forzado de Iraq y a consecuencia de ello se produjo lo que el Secretario General de Naciones Unidas Kofi Annan describió como «una crisis humanitaria».
El Pentágono ha esgrimido toda una variedad de razones y excusas. Primero el Departamento de Defensa hizo caso omiso de la preocupación por el uranio empobrecido alegando que eran teorías conspirativas, de defensores del medio ambiente y propagandistas iraquíes. Cuando los aliados de Estados Unidos en la OTAN exigieron que se revelaran las propiedades químicas y metálicas de las municiones estadounidenses, el Pentágono se negó. El uranio empobrecido tiene una vida media de más de 4.000 millones de años, aproximadamente la edad de la tierra. Por consiguiente, miles de acres en Kuwait y el sur de Iraq han sido contaminados para siempre (en términos de la existencia de la humanidad).
El bombardeo de las infraestructuras de Iraq ha tenido unas implicaciones mayores y más importantes en la salud pública. Las plantas industriales y fábricas bombardeadas han contaminado las aguas subterráneas. Es probable que el daño causado a las plantas de tratamiento de aguas residuales (las aguas residuales sin tratar formaron inmensas lagunas aguas fecales en las calles de Bagdad inmediatamente después de la campaña «Conmoción y Espanto» de Bush) también haya tenido como consecuencia el envenenamiento tanto de los ríos como de los seres humanos. Los casos de tifus entre los ciudadanos iraquíes se han multiplicado por diez desde 1991, en gran parte debido al agua contaminada. Casi con toda seguridad está cifra ha aumentado desde la destitución de Sadam.
Mientras Iraq era sancionado en los noventa, los funcionarios de Naciones Unidas en Bagdad estaban de acuerdo en que la causa originaria de la mortandad infantil y de otros problemas de salud ya no era la simple falta de medicina y comida, sino la falta de agua limpia (a la que todo el país accedía gratuitamente antes de la primera guerra del Golfo) y de electricidad que tuvo las consecuencias previsibles para los hospitales y las plantas de bombeo de agua. De los 21,9% de los contratos que el llamado Comité de Sanciones de Naciones Unidas dominado por Estados Unidos vetó a mediados de 1999 una gran parte de ellos era esenciales para poder reparar los sistemas de agua y de alcantarillado.
El futuro es realmente siniestro para los ecosistemas y biodiversidad de Iraq, pero las consecuencias de la invasión militar estadounidenses no quedarán confinadas a este país arrasado por la guerra. El segundo día de la invasión de 2003 el New York Times y la BBC informaron de que el ejército iraquí había prendido fuego a varios de los principales pozos petrolíferos de la país. Cinco días después se prendió fuego a seis docenas de pozos en los campos petrolíferos de Rumaila. En el sur de Iraq se levantó una densa humareda que avivaba una clara señal de que la invasión estadounidenses había prendido fuego a una tragedia medioambiental. Poco después de la invasión inicial los datos vía satélite del Programa Medioambiental de Naciones Unidas mostraban que los pozos quemados habían emitido importantes cantidades de humo tóxico.
Según [la organización] Amigos de la Tierra, la lluvia de restos del petróleo quemado (unido a venenosos productos químicos como mercurio y azufre) ha creado una capa tóxica en la superficie del mar que afecta a los pájaros y la vida marina. Una zona muy afectada es el mar de Omán, que conecta el mar Arábigo. Esta vía navegables es uno de los habitats marinos más ricos del mundo que, según mantiene la Fundación para el Medio Ambiente Global, «desempeña un papel fundamental en el mantenimiento del ciclo vital de las poblaciones de tortugas marinas en toda la región del noroeste del Indo-Pacífico». De las siete tortugas marinas de mundo cinco se encuentran en el mar de Omán y cuatro de estas cinco están consideradas en peligro mientras que la quinta está clasificada de amenazada.
Según Mike Evans de BirdLife, las riberas del Golfo son «uno de los principales lugares del mundo para las aves zancudas y una zona de reabastacimiento clave para miles de aves migratorias marinas». El Programa Medioambiental de Naciones Unidas afirma que 33 pantanos en Iraq son de vital importancia para la supervivencia de varios tipos de especies de pájaros. Estos pantanos, afirma Naciones Unidas, son particularmente vulnerables a la contaminación tanto de la munición arrojada como del sabotaje a los pozos petrolíferos.
Mike Evans también mantiene que la actual guerra en Iraq podría destruir lo que queda de las marismas mesopotámicas en los cursos bajos de los ríos Tigris y Éufrates. La construcción de diques en los antes muy caudalosos Tigris y Éufrates ha secado más del 90% de las marismas y ha provocado la extinción de varios animales: búfalos de agua, zorros, aves acuáticas y cerdos han desaparecido de la zona. «Lo que queda de las frágiles marismas y de las 20.000 personas que siguen viviendo de ellas estará en el camino de las fuerzas que se encaminan hacia Bagdad desde el sur», escribió Fred Pearce en la revista New Scientist antes de la invasión de Bush en 2003. Se desconocen todavía todas las consecuencias que esta guerra ha tenido sobre estas marismas y sus habitantes.
El verdadero impacto acumulativo de la acción militar estadounidenses en Iraq, pasada y presente, no se conocerá durante años, quizá décadas. Parar esta guerra no sólo salvará vidas sino que también ayudará a rescatar lo que queda del frágil medio ambiente de Iraq.
Este artículo es una adaptación de Born Under a Bad Sky: Notes From the Dark Side of the Earth.
Jeffrey St. Clair es autor de Been Brown So Long It Looked Like Green to Me: the Politics of Nature and Grand Theft Pentagon. Su libro más reciente, Born Under a Bad Sky, acaba de ser publicado por AK Press / CounterPunch books. Se le puede contactar en: [email protected].
Joshua Frank es co-editor de Dissident Voice y autor de Left Out! How Liberals Helped Reelect George W. Bush (Common Courage Press, 2005), y con Jeffrey St. Clair, autor del libro Red State Rebels: Tales of Grassroots Resistance in the Heartland, recién publicado por AK Press en julio de 2008.
Enlace con el original: www.counterpunch.org/